Sombras distantes, espejos paralelos

Yo no me llamo Ricardo, pero comprendo lo que Ricardo dice: los traumas, las obsesiones, el lenguaje negro del dolor.

Puede que me llame Ricardo, que tenga mujer y tres hijos y viva en una ciudad portuaria de un país que detesto. Puede que dedique mi vida a escribir o que odie la escritura, que haya estudiado en la universidad o sea un analfabeto. Pero es cierto que hace años me licencié en Filosofía, aunque no la ejerzo. Puede que haya titulado mi última novela con el verso de un poeta -aficionado al alcohol como yo- llamado Dylan Thomas. Quizás lo hice porque mi padre, a quien está dedicado el libro, además de coleccionista de sellos y biografías de actores pasados de moda, era también un irredento aficionado a la bebida.

Supongamos que me he propuesto contar la vida de mi padre desde lejos, como si fuera otro, obviando una tradición literaria que va de Amos Oz a Giralt Torrente y se fundamenta en la elegía. Supongamos que mi libro no es una vindicación ni una ofrenda, sino una necesidad perentoria, “un mármol al que he de arrancar al esclavo que lleva en su interior para librarme de él y seguir adelante”. Confío en que este ejercicio quirúrgico, de naturaleza casi forense, este retrato desapasionado de mi progenitor aleje definitivamente los fantasmas que llevo en mi memoria desde niño. No obstante, soy consciente de que uno, como escritor, tiene sus límites, y de que el lenguaje es a veces una herramienta de expresión defectuosa.

Vamos a suponer que mi padre fue un hombre enfermo. Que nos hizo la vida imposible (a mi madre y a mí) e instaló en el hogar una atmósfera presidida por el miedo. Que su deterioro físico y mental (provocado por un infarto que sufrió a los 38) se vio agravado por el cáncer. Supongamos que mi padre murió hace cinco años convertido en un espectro. Todo puede ser y no puede ser a la vez. Todo es posible e imposible en una novela. Puede que mi nombre no sea Ricardo y responda al apelativo de “Raza”. Puede que mi padre fuera abstemio y hallara el placer de su vida (ganándose con ello la muerte) en una ecuación existencial que consistía en levantarse muy temprano, trabajar durante ocho horas y prepararse para el siguiente asalto. Y puede que -como Ricardo- yo encontrase la válvula de escape a esa limitación en las palabras, en los centenares de novelas que he leído y no escribiré jamás, en este afán por escupir a toda costa mis tormentos interiores a pesar de saber que “desde el momento en que expresamos algo, lo empobrecemos sin remedio”. Pero sí que es cierto, y esto no puedo negarlo, que hace tiempo me vi envuelto en un crimen -cuya pena acepté con resignación- y fui condenado a veinte años de trabajos forzados en una prisión dirigida por una asamblea de mafiosos.

El libro que pude haber escrito y no escribí –No entres dócilmente en esa noche quieta (Seix Barral)- es un ajuste de cuentas con mi pasado: el monólogo de un niño solitario que dialoga con la noche. (Escribo esto de madrugada, en un espacio oscuro: en una de las tres habitaciones minúsculas que tengo en el mundo. Está lloviendo fuera). 

Igual que Ricardo, estoy rememorando ahora episodios de mi vida: una infancia no infeliz pero sujeta a la disciplina del orden y la religión. Un pánico atroz a la desgracia y un miedo irracional a la oscuridad. Luego las decepciones adolescentes: los amores que pudieron ser y no fueron, las noches vertiginosas de la droga y el alcohol y los tugurios fantasmales de la juventud perdida. Después de tantos años de vida o muerte (todo se confunde) quedan muchísimos recuerdos: regueros de recuerdos que llueven en tropel. El más inmediato de todos es el de un disparo y una desaparición: mi doble muerte reciente. Un adiós provocado -a traición- por una banda de hijos de puta y una mujer a la que amé y ahora odio. Pienso en este momento -mientras fumo- en las secuelas de mi enfermedad: en mi sueño trastornado, en la ineptitud de mi mano derecha, en los caballos blancos de la ansiedad. Y puedo decir (o escribir) que el desasosiego es la imposibilidad de perder el peso del pasado: una ventana iluminada en la noche que nos invita a pensar qué estará sucediendo dentro de un recuerdo.

Pero yo no me llamo Ricardo ni he escrito el libro del que estoy hablando: estas memorias fragmentarias hechas de culpa y remordimiento. No sería capaz de abordar semejante obra maestra de ensayismo autobiográfico. Porque he de confesar que No entres dócilmente en esa noche quieta, un libro imposible de no ficción, una cima literaria de primer orden, lo es precisamente porque bucea en los túneles abruptos del tiempo, en los pozos más oscuros del alma humana. “Al escribir sobre mi padre comprendo cuánto lo he amado y cómo lo añoro, pero también cuánto daño me hizo”. Ricardo Menéndez Salmón utiliza las palabras como un director de cine incrustaría la cámara (si pudiera) en el interior de unos ojos, allá donde ésta no alcanza a filmar, en la oquedad abismal del ser, en el sufrimiento más oculto. Puede que el escritor esté visionando, en este preciso momento, una secuencia de una película de Louis Mallé: El fuego fatuo, por ejemplo, cuyo protagonista es un alcohólico que no quiere vivir. Una réplica del padre.

Yo no me llamo Ricardo, pero comprendo lo que Ricardo dice: los traumas, las obsesiones, el lenguaje negro del dolor. Por fortuna, no he sufrido a lo largo de mi vida la presencia de un hombre enfermo. El enfermo, probablemente, he sido yo. Yo con mis penas y desengaños adolescentes, yo y el recuerdo de un niño agarrado a la mano de su padre que, como el suyo, mira orgulloso ahora una foto de su hijo en el periódico. He de decir que, en este momento, la relación con mi progenitor es satisfactoria y apenas queda memoria de nuestra antigua condena. Pasamos bastante tiempo juntos y, de vez en cuando, charlamos y compartimos una copa de vino. Cuando las cosas no van bien en mi vida (y no van bien desde que mi mujer desapareció) él siempre me tranquiliza y formula esta frase manida pero certera: “No desesperes. Mañana será otro día”. Yo, con mi pesimismo habitual, le contesto: “Mañana será otra noche”.

4 thoughts on “Sombras distantes, espejos paralelos

    1. Muchas gracias, maestro Angel. Tú lo dices así:
      “Nadie tiene otra patria que su soledad.
      Nadie llega a nadie si no es par marcharse”.

  1. Hay una polimorfía externa a nosotros mismos, evidente, como seres distintos; pero existe una polimorfía interna: diferentes seres, diferentes sombras que nos habitan y que, a veces, se nos escapan por la gatera de la propia indiferencia. Habrá varios Ricardos, y ninguno; habrá lo que se frustró y lo que fuimos incapaces de percibir. Sin embargo, ese Ricardo que no es y el innombrado que tampoco es (pero está) siguen alimentando la ecuación cronopatológica de la que nadie puede escapar: ni Propercio, ni Eliot, ni Pound; tampoco Ricardo, cuyo presente no es más que el tránsito de una vida -imposible no recurrir a Kierkegaard- que se proyecta imperativamente al futuro (“mañana será otro día” -o noche-), pero cuyo impulso pertenece al pasado. La tensión de su drama es ya arte, literatura, y de eso -como aquí queda sobradamente demostrado- tú sabes mucho, Íñigo. Felicidades.

  2. Impresionante reseña de un buenísimo y fabuloso escritor como es el vitoriano Iñigo Linaje.
    El texto está escrito muy a su estilo personal: disciplinado, culto, filosófico, con mensaje, con personalidad y con honesto sentimiento.
    Felicidades, a un poeta de altura como Iñigo por su brillante primera colaboración en la revista Purgante.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *