Toda ficción no es ficción en su totalidad. Necesita de una vertiente de la realidad para crearse. Los artistas pueden tomar bases e inspiraciones de un suceso personal, la vida de alguien más, un hecho histórico o una anécdota opaca para ser el punto de partida de sus historias.
En todo caso, las ficciones que nos evocan sentires son, en realidad, miradas de una realidad a través de los ojos de una persona imaginativa, creativa, que nos expone el cómo ve ella el mundo, lo que la realidad le otorga día a día y es, quizá, una de las labores principales de todo escritor: ser testigo de la vida de alguien más para después contarla.
El arte es otra forma de ver el mundo, es una traducción de nuestra cotidianidad. La mayoría de las creaciones artísticas —refiriéndome a las televisivas y a las que el cine visibiliza— tienden a ocupar recortes periodísticos, ¿por qué? El periodismo no solo tiene la responsabilidad y la ética de investigar para poder difundir la verdad, sino que también debe exponer las zonas marginales, las injusticias que vive la población de dichas zonas, porque los medios contemporáneos carecen de una buena investigación periodística detrás para redactar sus noticias, solo se basan de la inmediatez, y no solo los periodistas son los responsables de esta irresponsabilidad en la labor, ya que los propios lectores y la propia audiencia también.
Las notas de los titulares en los periódicos y las notas informativas son ejemplo claro de ello: las personas solo se dejan guiar por la cabeza, pero no leen el cuerpo de la nota, de hecho, muy difícilmente investigan el contexto que hay detrás de la misma. Y así se hace el fenómeno de la opinología, el sensacionalismo, el amarillismo, la falta de estudio en el compromiso. Las redes sociales son otro vivo ejemplo de este conjunto. ¿Cuántas veces no hemos leído tuits o publicaciones en Facebook de personas que opinan sin haber estudiado realmente la problemática? El ego del crecimiento de seguidores y la petición por atención en demasía han ocasionado que se opaque la verdad de las cosas. Hasta para este tipo de debates se debe investigar el contexto de la propia discusión.
Una buena labor periodística necesita no solo de lo que está en la pantalla, en las fuentes, el periodista debe salir a la calle a recopilar testimonios, tener varias fuentes de información y corroborarlas, verificarlas. El periodista que juzga al periodismo solamente estando en su escritorio y no se expone ante las zonas que necesitan de su labor para darles voz, no es realmente periodista y es una actitud deplorable por parte de él, ya que no simpatiza y no sabe los riesgos reales que se viven en el oficio periodístico.
El periodismo por sí solo ya genera un cambio desde que una persona interroga el por qué de las situaciones que están pasando en su entorno o en el mundo. Cuando se pregunta, llegan las respuestas y nos damos cuenta de que nunca terminamos de aprender. Por sí solas, las preguntas se destruyen y las respuestas también, solo queda el testimonio real, el recopilado a partir de ellas.
Al hacer una creación artística que parta de recortes periodísticos, se necesita de una nitidez, una profesionalización, un respeto por los hechos que pasaron o están aconteciendo. Los libros, las películas y las series que vienen de esta labor, necesitan hacer una gran investigación antes de dar los discursos que quieren hacer reflexionar a la sociedad.
Es un riesgo hacer una obra que explore las tragedias fantasma, las que se dicen pocas veces en las conversaciones en familia o con amistades, las que solo quedan como leyendas de la ciudad o el pueblo, las que son visibilizadas por la jerga y los medios colonizadores que se ven todos los días en la televisión, la radio y los «medios de derecha e izquierda» —claro está que los medios independientes tienen una postura política; el periodista debe ser neutral y no ser partidario de algún partido político—. Este riesgo se debe a que para poder dar respeto y hacer justicia a las víctimas de actos atroces, se necesita ser una persona moral y no ser un monstruo moral.
Susan Sontag en Ante el dolor de los demás (2003) escribe que un monstruo moral se condolece, se retrae ante las fotografías de una tragedia. «No somos monstruos, somos integrantes de la clase instruida», dice Sontag, quien parte de los ideales de la escritora británica Virginia Woolf —en pleno apogeo de la Guerra Civil Española—, donde la «clase instruida» es explicada como la clase que tiene un buen caudal de conocimientos adquiridos y, además, Woolf menciona que la creencia de que la conmoción creada por fotografías de tragedias no puede sino unir a la gente de buena voluntad, cosa que Sontag contrarresta escribiendo: «Las fotografías son un medio que dota de realidad (o de mayor realidad) a asuntos que los privilegiados o los meramente indemnes acaso prefieren ignorar».
Si algo rescato de cada párrafo de este ensayo que combate al sensacionalismo y al amarillismo en el periodismo y sociedades del mundo, es que nuestro fallo como personas es de imaginación, de empatía: no hemos sido capaces de tener presente esa realidad. La empatía es muy importante en el periodismo. Decía el periodista polaco Ryszard Kapuściński que al ser una buena persona, se tiene empatía por el prójimo y, por lo tanto, el mismo brindará todo el material que necesita el periodista para contar su historia, sin embargo, al ser malas personas, no se tiene empatía y todo esto llega a ser totalmente opaco, sin sentimiento real. Me parece que no solo en el periodismo funciona este valor, sino en todos los oficios. Al mundo le hace falta empatía, atención hacia los demás, regalar parte de su tiempo para escuchar realmente los problemas que derivan de lo que acontece.
Referirme al cine, específicamente en el género que toma al reportaje como punto de partida, el documental, es decir que el documental necesita un corazón, que es el que enamora a todo el equipo del largometraje para entrar a tierras desconocidas, convivir con las personas de esas tierras, saber el cómo viven, qué injusticias tienen y cómo el poder de las imágenes en movimiento pueden aportar grandes granos de arena para hacer una conciencia en el mundo y que este tenga empatía y humanidad para hacerle caso a estas zonas y ayudarlas. Pero resulta que los medios y los influencers —estas figuras públicas tienen una gran voz en nuestra realidad y, por lógica, también tienen un papel en la comunicación de masas— prefieren escandalizar vidas ajenas y olvidar lo que realmente importa.
El director de cine italiano Pier Paolo Pasolini, en una entrevista para su largometraje El Evangelio Según San Mateo (Italia, 1967), mencionaba que tuvo que ir allende a su localidad, adentrarse a las zonas menos visibilizadas de la Italia fascista. Prefería trabajar con no actores porque, en sus propios términos, quería encontrar la naturalidad del ser humano y que mediante la cámara pudiera expresar su alma. No solo en el cine se veía estos intentos victoriosos de conseguirlo, sino en la literatura también a través de Franz Kafka, Julio Cortázar, Virginia Woolf, Clarice Lispector, Elena Garro, María Luisa Bombal, entre otros escritores, quienes, además, mostraron la fragilidad de la sociedad ante la crisis que la misma ocasionaba por su falta de humanidad y por su falta de valores.
Todo mundo habla de cierto conflicto de tal figura, de tal medio, pero ¿quién habla sobre las personas que desaparecen, violan y asesinan todos los días?, ¿quién habla del recorte de recursos que hace el gobierno? Las cortinas de humo exceden sus propios límites y el Internet se vuelve un portal de discusión, de hipocresía, de deshumanización.
El arte llega a ser una herramienta para exponer estos conflictos, claro, pero ¿los monstruos distribuidores aprobarían todo tipo de contenido que exponga la verdad? La respuesta es que no. Lastimosamente, estas compañías que producen y distribuyen películas y series siguen un patrón para poder vender, su principal objetivo es el entretenimiento y la inmediatez, pero es verdad que ha habido cineastas y escritores que necesitan de sus recursos de distribución para visibilizar sus obras, obras que realmente aportan más que entretenimiento, una solidez, una reflexión para la época que se está viviendo.
Una novela necesita del periodismo. El periodismo necesita de la literatura. No hay una diferencia entre ambas artes —sí, el periodismo es arte por la manera tan jerarquizada, estructurada, uniformada de contar una historia; es todo un arte preguntar, escribir notas informativas, crónicas, ensayos periodísticos, hacer reportajes, etcétera—. El periodista y escritor más referenciado de todas las escuelas de periodismo del mundo —después de Kapuściński— es Gabriel García Márquez, quien mencionaba que para escribir un cuento o una novela, se necesita hacer una investigación periodística a manera de reportaje. Y es que, me parece, toda creación artística necesita de la misma para valerse por sí misma y que esta quede en los pensamientos de las personas.
Zizek mencionaba que el cine no te da lo que deseas, sino que te dice cómo desear, al igual que el periodismo.
Ya tiene tiempo —por tiempo, me refiero a uno breve— que vi Chernóbil, miniserie de HBO, estrenada en el año 2019, que se basa en la obra de la literata y periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich: Voces de Chernóbil (1997). La miniserie retrató fielmente los testimonios recopilados por Alexiévich hacia las víctimas de aquel trágico «accidente». Brindó homenaje y valor a las mismas. Es un ejemplo de que el periodismo es una gran herramienta para la televisión y el cine, y que estos dos pueden crear grandes obras que consigan sus objetivos principales a través de los diferentes géneros y su cápsula principal: el reportaje.
Infinidad de obras existen que toman de partida una anécdota de la realidad, sino, es que todas, pero pocas se adentran a la tragedia que la vida misma explora y contamina.
Llegamos a Somos, una afrenta hacia el dolor ajeno
Menos de diez camionetas blindadas, con varios miembros de los Zetas, se dirigen al penal de Piedras Negras. Una vez que llegan, empiezan a formar a los presos como soldados del cartel y les obsequian las armas que asesinarían horas después a más de trescientas personas en Allende, Coahuila.
Desde el principio, la nueva serie de Netflix, dirigida y escrita por James Schamus, con la participación de Monika Revilla y Fernanda Melchor, Somos, no muestra empatía por la realidad, porque, siguiendo el reportaje de la periodista Ginger Thompson, en la que se basó dicha serie, agregando el libro Toda la soledad del centro de la Tierra (Alfaguara, Luis Jorge Boone) como una referencia más, se menciona que fueron alrededor de cincuenta camionetas y no las vistas en la serie. Esto es un punto muy importante, ya que la serie toma prestados los testimonios de las víctimas de una de las masacres más atroces en la historia de México para hacer su propia ficción, cosa que, desde el principio, ya es una afrenta hacia las personas asesinadas, los familiares de estas y un retroceso hacia el pasado, pero no para juzgarlo, reflexionarlo y cambiarlo para la realidad contemporánea, sino para hacer del mismo un espectáculo de consumo, de entretenimiento.
Somos no es una serie que busca retratar y hacer una reflexión sobre lo que pasó aquel 18 de marzo de 2011 —en el sexenio del expresidente proveniente del PAN Felipe Calderón Hinojosa—, busca beneficiarse del pasado para hacer una narrativa que obsequie grandes regalías en el presente y así cumplir con los parámetros necesarios para que sea bien producida y tenga la difusión necesaria para que la empresa Netflix obtenga sus recompensas.
Dolor en el espectáculo y dolor hacia el sentir ajeno es por lo que hoy en día optan todos los medios de comunicación para vender, para conseguir beneficios partiendo de la vida y tragedia de los demás.
Esta serie será una gran referencia a la hora de hablar y escribir sobre la masacre de Allende, pero se hacen de lado las grandes investigaciones periodísticas que consiguen no solo empatizar y mostrar la realidad, sino precisan en la reflexión de la tragedia y conseguir que el mundo se entere de lo que pasó realmente, por ejemplo, Control… sobre todo el Estado de Coahuila, de la Universidad de Texas; En el desamparo y El Yugo Zeta, de Sergio Aguayo y Jacobo Dayán; Entrevista con un Zeta, de Jon Lee Anderson y Anatomía de una masacre, de Ginger Thompson. Por supuesto, el reportaje de Thompson puede ser leído («nuevamente») gracias a que la serie se encarga de exponer que su principal fuente es el texto ya mencionado, pero es una tristeza que la única referencia verdadera y popular sea la misma serie, puesto que no solo invisibiliza algunos testimonios, sino que las crea para que funcione en su narrativa.
Somos no se preocupa por decir realmente lo que pasó mediante la ficción, solo se preocupa por los arcos argumentales de su narrativa para hacer del final un shock en el espectador, cosa que consigue, pero a base de hacer historias paralelas innecesarias y concentrarse y priorizarse en la historia de los propios miembros de los Zetas.
El equipo detrás de la serie menciona que es «una narración desde el punto de las víctimas» cuando, en realidad, solo vemos un intento por simpatizar por la historia de los malos porque, pese que hay un intento de que sea una obra de causa y efecto, sí hay una división entre héroes y villanos, pero más que héroes, son personas partícipes de una decisión que los corrompe, que caen ante ella por la tragedia en la que se encuentra su vida, porque en la marginalidad la justicia está vendida y el gobierno y los medios de comunicación no hacen un trabajo extenso en explorar dichas zonas, ya que es riesgoso para ellos, pero la verdad necesita salir a la luz. Y creo que este es el mayor problema de la serie, pues tiene la intención de cargar con la verdadera vocación periodística, que es exponer la verdad, pero solo es un intento más por vender y llegar al consumo de las grandes masas.
La serie tiene una postura política, es evidente el muro defensivo que hay hacia las autoridades mexicanas y poniendo a la DEA (Administración de Control de Drogas) como los verdaderos responsables de la decisión abismal e infernal de los Z-40 y Z-42 —los altos mandos del cártel que acusaron a un miembro de su equipo de traición por revelar sus números en los celulares que ocupaban para comunicarse y que en un breve periodo de tiempo cambiaban por temas de seguridad—, quienes dieron la orden de cometer la masacre de Allende como signo de venganza.
¿Realmente nos hemos puesto a pensar qué se consigue con estas ficciones que parten del periodismo para hacer más visible lo que pasó, pero terminan siendo antagonistas de la propia verdad? Un escritor de cine o televisión tiene la responsabilidad de que su historia tenga un propósito: ¿para qué quiere contar lo que tiene en mente?, ¿qué aporta al mundo?
No es la primera vez que Netflix quiere trabajar con temas periodísticos, puesto que existe Tijuana (2019), de Zayre Ferrer, en la que romantiza el riesgo del oficio periodístico, pero al mismo tiempo visibiliza una realidad que está más que presente hoy en día.
Las obras que quieran relatar un suceso del pasado, presente o, incluso, «algo que puede pasar en el futuro» debido a los acontecimientos de lo actual no deben seguir los lineamientos establecidos de las grandes empresas, sino deben romper los límites, arriesgarse a hacer formas diferentes de criticar y presentar la verdad. Esto se puede conseguir solo si el creador empatiza y no solamente está en un escritorio; necesita adentrarse al corazón de la tragedia, de sus víctimas, de sus familias, por respeto, por ética, por la labor. Un historiador puede saber en qué acabará todo lo que pasa, pero un periodista y un escritor debe ser ese cambio que ponga las líneas de advertencia para cambiar un destino que ya está establecido, crear realidades alternas donde se rompa el silencio y la verdad y la justicia sean las únicas leyes en el mundo.