Hoy es domingo. Lo sé sólo porque lo marca el calendario, y me enteré de la existencia de éste porque alguien me preguntó. A mí, en lo personal, me daban igual los días. Estoy, por ahora, en un cuarto con paredes de vidrio; un lugar en el que siento, todos pueden observarme. Aquí dentro no tengo un reloj que me marque las horas; por tanto, no puedo ver el tiempo pasar. Entonces, me acostumbré a medir el tiempo según la evolución cotidiana de mi cuerpo: el crecimiento del cabello y todo mi vello facial; el crecimiento de las uñas de mis pies. Y sin embargo, sigo sin saber cuánto tiempo ha transcurrido desde que estoy aquí.
Dentro del cuarto donde estoy postrado, se puede decir que lo tengo todo: hay un librero repleto de libros, se mira bastante decente; hay una cama de tamaño regular, un buró repleto de bolígrafos y hojas amarillentas, y un reloj sin pilas. Me detengo a verle y descubro que no tiene baterías. La última hora que marca son las doce en punto: no sé decir si fue a mediodía o a medianoche cuando se detuvo por completo. Y, respecto a la fecha, marca un quince con letras negras dentro de un cuadro color coral. Pensarán que, a merced de aquello, puedo suponer el tiempo que ha transcurrido a partir de que el aparato cesó su labor. Resulta imposible: no me percaté cuándo fue que se paró; sin embargo, aún sabiéndolo, sería imposible: desconozco desde cuándo estoy aquí. Así que, para mí, concluyo: sólo es domingo y no hay horas ni minutos más que valgan.
Pensando, me percato que el lugar que habito, ese cuarto inmaculado, tiene sólo una puerta, que funge como entrada y salida al mismo tiempo. Por ahora, resulta imposible salir. Al clamor de los recuerdos, descubro que fui yo quien se metió en esto: nadie me obligó, sólo yo, y yo solo estoy aquí. Vuelve a mí la inquietud de estar siendo observado. Me descubro desnudo y de inmediato cojo la sábana blanca que cubre la cama para cubrir mi cuerpo.
Nunca supe qué fue lo que acepté. Vinieron a mí ofreciéndome resguardo y yo acepté; además, pagaban muy bien la reclusión. Accedí por el dinero y por la soledad. Quería saber qué tan solo era capaz de estar. Al paso del no-tiempo, descubro que no mucho. Me está comiendo la ansiedad, se está materializando dentro de mí y está exigiendo su libertad. No la mía, la de ella.
No hacía más que caminar por ese cuarto, que luego descubrí, era amplio. Decidí acercarme al librero, tomé el primer libro que estaba en el espacio más alto del mueble, y fue entonces que hallé que las portadas de aquellos ejemplares estaban vacías: eran de color negro mate, y, en su interior, todo estaba escrito con un idioma ininteligible. Leía sin entender nada; si es que a esa acción se le puede llamar lectura. Más bien, lo que yo hacía, era tratar de adivinar. Aunado a ello, ninguno de los libros tenía título, mucho menos descripciones. Vencido por el desconocimiento, seguí caminando por el cuarto. No comía y no bebía nada, y eso era razón suficiente para que permaneciera con cefalea y mareos eternos. Sobrevivía a cada respiro.
Por el tiempo transcurrido, supuse, seguiría siendo domingo.
Ahora me pregunto, bastante inquieto, quién habrá preguntado qué día era si nadie más estaba conmigo en ese cuarto.
¿De dónde habrá salido el calendario? ¿Alguna vez hubo alguno?
Recorrí el cuarto entero, que para entonces parecía más pequeño y no había calendario alguno. ¿Y el reloj? ¿Dónde está el reloj? Hace un momento lo tenía en mis manos. Aún descompuesto como estaba, me brindaba calma pensar que alguna vez existió un tiempo. El que fuera. Se había desvanecido entre mis manos, como recuerdo. Volteé, exaltado: los libros se habían esfumado también.
Todo estaba desapareciendo.
Desperté. Alguien estaba golpeando a la puerta. El teléfono estaba sonando con estridencia. El perro ladraba sin cesar. Yo estaba recostado en el suelo, sudando, con los pantalones a las rodillas y la camisa desabotonada. Sobre la alfombra se había derramado la copa de vino.
La puerta dejó de ser golpeada; seguro no era una emergencia. Quien llamaba había colgado ya. El perro seguía ladrando, seguro tenía hambre. Levanté la copa, la puse sobre la mesa de centro. La casa olía muy mal. Tomé el teléfono. Vi el reloj: las manecillas marcaban mediodía.
Afuera aún era domingo.