Lo cuento aquí porque el vecindario, desde Buñuel en La ilusión viaja en tranvía, lo permite. Somos vecinos, que no vencidos, y nos contamos lo que la facha permite. No se aburran, por una vez lo pido.
Fue lunes (Aquí y desde ahora, el CaraLibro, la licencia de la primera persona del singular). Llegué con la única camisa disponible, rosa, y un pantalón presentable a la dirección de una revista deportiva en la que dije, tajantemente, trabajaría, aunque no conocía nada de ella. Alfonso Pérez, mi hermano, algo más, mi carnal, me dijo, lo recuerdo como ahorita: será. Relataría aquí la historia de Francois Mitterrand y su mujer, pero los enfadaría. Fue, en términos de ahora, un decreto. Papá me llevó por un accidente de adverbios de tiempo y distancia. Me dijo, al bajar de coche, ojalá sea lo que buscas. Contra muchos, yo sí quería ser algo, alguien: reportero. Nervioso, humilde y pobre (no es lo mismo), subi aquel elevador al que una muchacha joven, con autoridad, tenía trabajo (yo era naide), me ordenó seguir al fondo. Esos siete pisos fueron una subida al cielo. Esperé, como todo joven educado, unos 40 minutos hasta que el jefe se desocupara. Pensé en El Hombre Araña y J. Jonas Johnson y el puro. Era 22 de julio de 1991.
Me recibió, por fin. Me cuestionó como si fuera a la milicia de Bagdad. “El Campeonísimo”, el “Siete Pulmones”, los “Siete Hermanos”; Fanny Blankers-Koen, Owens y Alí. Fumó la pipa. Me miró con desprecio. Pasaron segundos. Un milenio. Y me dijo, Francisco Javier Camargo (todo mi agradecimiento): mañana a las 9:00 horas te veo aquí, tienes el puesto.
No me dijo, según yo, ¿qué era el puesto? Tenía, eso sí, lo que los jóvenes buscábamos con aliento: trabajo. Ese día soleado de hace 25 años, debuté como periodista deportivo.
Hoy, en medio de la lluvia del mismo verano, sigo los pasos del oficio más lindo que perseguí aquella tarde, el de reportero deportivo…
soy aquel, claro, con el cabello perdido en las páginas del diario, diario, el mismo
y así.
Categorías