Un cuento de Maupassant: El pastel

Es una narración para reflexionar, más allá de la historia anecdótica…

Pensé empezar el año con el cuento “En familia” porque es una historia llena de ironía, muy ad hoc para la época, pero es demasiado larga. Es una narración que no tiene ningún desperdicio. Si te da curiosidad, puedes encontrar la versión original en la página 151 de La maison Tellier en el siguiente link.

Les hablaré del cuento que traduje, titulado “El pastel” (Le gâteau). El 19 de enero de 1882, hace exactamente 141 años, Guy de Maupassant lo publicó en el periódico Gil Blas. Al encontrar fechas tan cercanas en días y meses, pero lejanas en años, me imagino a Maupassant en ese París del siglo XIX, sentado en un gran escritorio de madera, escribiendo a mano con pluma de ave y tinta, a la luz de una vela…

Eso me hace pensar en el paso de la vida, los cambios. Siempre los inicios de año sirven para recordar que sólo somos unos pasajeros en este mundo. Como dice el mismo cuento: “Tal estado de cosas duró mucho tiempo… pero los cometas no siempre brillan con el mismo resplandor. Todo envejece en el mundo.” Es una narración para reflexionar, más allá de la historia anecdótica…

Como siempre, esta traducción es directa de: MAUPASSANT, Guy. Le père Milon.Ollendorff, Paris, 1900. Si quieres leerlo en francés busca la página 45.

El pastel

Digamos que se llamaba la señora Anserre, para que no se descubra su nombre verdadero.

Era uno de esos cometas parisinos que dejan tras de sí como un rastro luminoso. Hacía versos y relatos, tenía un corazón poético y era muy hermosa. Recibía poco, sólo a las personas distinguidas, a quienes se les dice príncipes de algo. 

Ser admitido en su casa era un título, un verdadero título honorífico; al menos así se apreciaban sus invitaciones.

Su marido desempeñaba el papel de un satélite oscuro. Ser el esposo de un astro no es cosa que carezca de inconvenientes. Pero había tenido una idea feliz: crear un Estado en el Estado y poseer un mérito propio, mérito de segundo orden, es verdad; pero en fin, conduciéndose de aquel modo, los días en que su esposa recibía, él también lo hacía; tenía su propio público que lo apreciaba, escuchaba y ponía más atención que a su brillante compañera.

Se había dedicado a la agricultura de gabinete. Hay agricultores de gabinete, como hay generales de gabinete (¿acaso no lo son todos los que nacen, viven y mueren sobre los redondeles de cuero del Ministerio de la Guerra?), marinos de gabinete (los del Ministerio de Marina), colonizadores de gabinete, etc. Había, pues, estudiado la agricultura de manera profunda, en sus relaciones con las demás ciencias, con la economía política, con las artes (que entran en todas las salsas, puesto que hasta los horribles puentes de los ferrocarriles son llamados “obras de arte”). En fin, había logrado que se dijera de él: “Es un experto.” Lo citaban en las revistas técnicas y su mujer hizo que lo nombraran miembro de una comisión en el Ministerio de Agricultura.

Esa gloria modesta le bastaba.

Bajo el fútil pretexto de reducir gastos, invitaba a sus amigos el mismo día que su mujer recibía a los suyos; de manera que unos y otros se mezclaban; mejor dicho, formaban dos grupos. La señora, con su escolta de artistas, académicos y ministros, ocupaba una especie de galería amueblada y decorada con arreglo al estilo del Imperio. El señor se retiraba con sus labradores a una habitación más pequeña, que hacía las veces de fumadero, y que la señora Anserre llamaba irónicamente el salón de la Agricultura.

Ambos bandos estaban bien atrincherados. A veces el señor entraba sin envidia en la Academia, donde cambiaba cordiales apretones de manos; pero la Academia desdeñaba infinitamente el salón de la Agricultura, y era raro que uno de los príncipes de la ciencia, del pensamiento o de cualquier otra cosa, se mezclara entre los labradores. 

Estas recepciones se hacían sin gastos: un té, un brioche y nada más. Al principio, el señor había reclamado dos panes: uno para la Academia y otro para los labradores; pero la señora replicó que eso daría a entender que había dos bandos, dos recepciones, dos partidos, y el señor no insistió; de manera que sólo se servía un brioche, cuyos honores hacía primero la señora Anserre en la Academia y luego lo pasaban al salón de la Agricultura.

Pues bien, en la Academia, el brioche pronto fue motivo de observación de los más curiosos. La señora Anserre nunca lo partía con sus manos. Este papel siempre recaía en uno u otro de los ilustres concurrentes. Esa función particular, honrosa y solicitada, duraba más o menos tiempo para cada uno, en ocasiones tres meses, pocas veces más; y se observó que el privilegio de “cortar el brioche” parecía incluir una multitud de superioridades más, una especie de realeza o, mejor dicho, de vicerrealeza muy acentuada. 

El cortador reinante hablaba más alto que nadie, tenía un marcado tono de mando; y todos, absolutamente todos los favores de la dueña de la casa, eran para él.

A estos afortunados en la intimidad, a media voz, por detrás, les decían “los favoritos del brioche” y cada cambio de favorito ocasionaba en la Academia una especie de revolución. El cuchillo era un cetro; la pastelería, un emblema; se felicitaba a los elegidos. Los labradores nunca cortaban el brioche. Hasta el señor estaba excluido, aunque sí comía su parte. 

El pan fue partido por poetas, pintores y novelistas. Un músico célebre midió las porciones durante algún tiempo; le sucedió un embajador. En ocasiones, un hombre menos conocido, pero elegante y solicitado, uno de esos a quienes llaman, según las épocas, verdadero gentleman (perfecto caballero, dandi o de otro modo), se sentó delante del pastel simbólico.

Cada cual, durante su reinado efímero, daba al esposo una consideración mayor; luego, cuando llegaba la hora de su caída, pasaba a otro el cuchillo y se confundía de nuevo entre la multitud de cortesanos y admiradores de la “hermosa señora Anserre”.

Tal estado de cosas duró mucho tiempo… pero los cometas no siempre brillan con el mismo resplandor. Todo envejece en el mundo. Se diría que, poco a poco, disminuía la diligencia de los partidores; en ocasiones parecían vacilar cuando se les tendía el plato; aquel cargo, antes tan envidiado, cada vez se solicitaba menos y se conservaba menos tiempo, pareciendo los comensales cada vez menos orgullosos de él. La señora Anserre prodigaba las sonrisas y las amabilidades; pero ¡ay!, ya nadie partía el pastel con gusto. Los nuevos invitados parecían negarse a efectuarlo. Los “antiguos favoritos” reaparecían uno a uno como príncipes destronados a quienes se coloca por un instante en el poder. Luego, los elegidos se hicieron raros. Durante un mes, ¡oh prodigio! El señor Anserre partió el pastel, luego pareció cansarse, y una noche vieron que la señora Anserre, a la bella señora Anserre, lo cortaba por sí sola.

Esto parecía molestarle mucho y, al día siguiente, insistió tanto con un invitado, que éste no se atrevió a desairarla.

Pero el símbolo se conocía de sobra. Se miraban unos a otros con disimulo y semblante asustado, ansioso. Partir el pastel no era nada, pero los privilegios que tal favor siempre había dado ahora causaban miedo; así que, en cuanto la bandeja aparecía, los académicos pasaban en tropel al salón de la Agricultura, como para guarecerse detrás del marido, que sonreía sin cesar. Y cuando la señora Anserre, ansiosa, se dejaba ver a la puerta con el pastel en una mano y en la otra el cuchillo, todos parecían alinearse en derredor del esposo como para pedirle protección.

Pasaron dos años. Ya nadie partía, pero por una vieja costumbre inveterada, aquella a quien se seguía llamando galantemente la “hermosa señora Anserre” buscaba con la vista todas las noches un individuo fiel que tomase el cuchillo. Siempre se producía el mismo movimiento a su alrededor: una huida general, hábil, llena de maniobras combinadas y diestras para evitar la orden que veían en sus labios.

De pronto, una noche se presentó un joven tan inocente como ignorante. No conocía el misterio del brioche; así que, cuando el pastel apareció y todos escaparon, cuando la señora Anserre tomó de manos del criado la bandeja y el cuchillo, el joven continuó a su lado con tranquilidad.

—¿Tiene usted, querido caballero, la amabilidad de partir este brioche? —le dijo la dueña de la casa.

Él se apresuró a quitarse los guantes, entusiasmado con el honor. 

—Cómo no, señora. Con el mayor placer —contestó.

A lo lejos, en los rincones de la galería, en el marco de la puerta, abierta de par en par, del salón de los labradores, los invitados miraban estupefactos. Luego, cuando vieron que el nuevo invitado partía sin vacilar, se aproximaron vivamente.

Un viejo poeta festivo dio al neófito un par de palmaditas en el hombro.

—¡Bravo, joven! —le dijo al oído. Le miraban con curiosidad. Hasta el esposo pareció asombrado. El joven se asombraba de la consideración que, de repente, le mostraban, extrañando sobre todo las marcadas atenciones, el evidente favor y la especie de mudo agradecimiento que le daba la dueña de la casa.

Pero parece que al final entendió.

¿En qué momento o lugar se produjo la revelación? No se sabe. Pero a la velada siguiente, tenía un aspecto preocupado, casi avergonzado y miraba con inquietud a su alrededor. Dio la hora del té. Apareció el criado. La señora Anserre, sonriente, cogió la bandeja y buscó con los ojos a su joven amigo, pero éste había escapado tan rápido que ya no estaba. Entonces lo buscó y lo encontró en el fondo del salón de los labradores. Tomado del brazo del esposo, le consultaba con angustia acerca de los medios empleados para la destrucción de la filoxera.

—Querido amigo —le dijo—. ¿tendría usted la amabilidad de partirme este brioche?

Él se ruborizó hasta las orejas y balbució algo, perdiendo el tino. Entonces el señor Anserre tuvo piedad de él y, volviéndose hacia su esposa, le dijo:

—Querida mía, ¿serías tan amable de no molestarnos? Hablamos de Agricultura. Que Bautista te parta el pastel.

Y desde aquel día, nadie volvió a cortar el brioche de señora Anserre.

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