Le Saut du Berger es un cuento muy cruel. Apareció por primera vez en Gil Blas, el 9 de marzo de 1882, y en la novela Une vie (aunque ahí es un poco diferente). Maupassant es un mago para crear atmósferas, sus descripciones nos sumergen en los espacios y, quizá, por eso este cuento es tan impactante. Podemos imaginar (y detestar) al sacerdote. Es tan cruel, que encabeza la lista de la selección que hizo Esperanza Cobos Castro para la Universidad de Córdoba: El salto del pastor y otros cuentos crueles.
Maupassant pertenece en sentido estricto al Realismo francés del siglo XIX. En esa época, la cuestión del celibato de los sacerdotes era un tema literario. Como dice Mauro Armiño: «La lectura de La Faute de l’abbé Mouret, de Zola, había impresionado a Maupassant hacia 1877, momento en el que piensa en la redacción de este relato. Antes que Zolá habían abordado el tema entre otros, Lamartine y Barbey d’Aurevilly.»
Le Saut du Berger también es un cuento muy triste. Nos hace reflexionar en las injusticias de la vida, en el poder que pueden tener los sacerdotes, en la violencia hacia los animales, la impunidad… en fin, ya lo leerán ustedes y nos darán sus impresiones.
Como siempre, hice la traducción directo del francés. Si quieres leer el cuento original, busca la página 57 de Le père Milon. Aquí te dejo la bibliografía: Maupassant, Guy. Le père Milon. Ollendorff, Paris, 1900.
El salto del pastor
De Dieppe al Havre, la costa presenta un acantilado ininterrumpido, más o menos de cien metros de alto y recto como una muralla. De vez en cuando, esa gran línea de rocas blancas se rompe con brusquedad y un pequeño valle con laderas cubiertas de hierba rasa y juncos marinos, desciende desde la meseta cultivada hacia una playa de guijarros donde desemboca por un barranco parecido al lecho de un torrente. La naturaleza hizo esos valles, la lluvia de tormenta los terminó con esos barrancos, entallando lo que quedaba de acantilado, excavando hasta el mar el lecho de las aguas que sirve de paso a los hombres.
A veces, se encuentra algún pueblo en esos valles por los que entra el viento de alta mar.
Pasé el verano en una de esas escotaduras de la costa, alojado por un campesino, cuya casa, orientada hacia el mar, me dejaba ver desde mi ventana un gran triángulo de agua azul, enmarcada por las laderas verdes del valle y salpicada a veces por las velas blancas que pasaban a lo lejos, bajo el sol.
El camino que se dirigía al mar seguía el fondo de la garganta, se hundía con brusquedad entre dos muros de marga y se convertía en una especie de surco profundo, antes de desembocar en una bella capa de cantos rodados, redondeados y pulidos por la secular caricia de las olas.
Ese paso encajonado se llama “El Salto del Pastor”.
He aquí el drama al que debe su nombre:
Se cuenta que, en otros tiempos, el pueblo estaba gobernado por un sacerdote joven, austero y violento. Salió del seminario odiando a las personas que vivían según las leyes naturales y no las de Dios. De inflexible severidad para consigo, mostró una implacable intolerancia con los demás. Sobre todo, una cosa lo exacerbaba de ira y asco: el amor. Si hubiera vivido en la ciudad, entre personas civilizadas y refinadas que disimulan tras los delicados velos del sentimiento y la ternura los actos brutales que la naturaleza ordena; si hubiera confesado, en la sombra de las grandes naves, a las elegantes pecadoras perfumadas cuyas faltas parecen mitigadas por la gracia de la caída y el envoltorio de ideal que rodea al beso material, quizá no habría sentido esas locas revueltas, esos furores desordenados que sentía ante el apareamiento vulgar de los harapientos en el barro de una zanja o en la paja de un granero.
Comparaba con las bestias a toda la gente que desconocía el amor y que sólo se unía como los animales; la odiaba por lo grosero de su alma, por la sucia satisfacción de su instinto, por la repugnante alegría de los viejos que hablaban todavía de esos inmundos placeres.
Tal vez, muy a su pesar, lo torturaba la angustia de apetitos insatisfechos y secretamente atormentado por la lucha de su cuerpo sublevado contra un espíritu despótico y casto.
Pero todo lo relativo a la carne le indignaba, le hacía salir de sí. Sus sermones violentos, llenos de amenazas y alusiones furiosas, provocaban la risa de las chicas y chicos que se echaban miradas por debajo, en la iglesia; mientras los granjeros de camisa azul y las granjeras de pañoleta negra decían al salir de misa y regresar a sus casas cuya chimenea lanzaba al cielo un hilillo de humo azul: “El señor cura no bromea con esas cosas.”
Una vez (y por nada), se enfureció hasta perder la razón. Fue a visitar a una enferma. En cuanto llego al patio de la granja, vio a un grupo de chiquillos, los de la casa y los de los vecinos, agolpados junto a la caseta del perro. Miraban algo con curiosidad, inmóviles, con una atención muda y concentrada. El padre se acercó. Era la perra que estaba pariendo. Delante de la caseta, cinco cachorritos se movían alrededor de la madre que los lamía con ternura, y, justo cuando el cura alargó la cabeza por encima de la de los niños, un sexto perrito apareció. Todos los chiquillos, presas de alegría, se pusieron a gritar aplaudiendo: “¡Otro más, otro más!” Era un juego para ellos, un juego natural donde no había nada de impuro; contemplaban este nacimiento como el caer de las manzanas. Pero el hombre de la sotana negra se crispó de indignación y, perdiendo la cabeza, levantó su gran paraguas azul y se puso a golpear a los niños. Todos huyeron. Entonces, al encontrarse solo frente a la perra dando a luz, la golpeó con todas sus fuerzas. Encadenada, no podía escapar y, como se debatía gimiendo, se subió en ella y aplastándola con los pies, la hizo traer al mundo un último perrito y la mató a taconazos. Luego, dejó el cuerpo ensangrentado en medio de los recién nacidos, llorosos y torpes, que buscaban los pezones.
Daba largos paseos, solo, a grandes pasos con una actitud salvaje. Una tarde de mayo, cuando volvía de un largo paseo y seguía el acantilado para volver al pueblo, un violento aguacero lo sorprendió. No se veía ninguna casa a lo largo de la desnuda costa, que el chaparrón acribillaba con sus flechas de agua.
El mar agitado arrojaba su espuma y unos nubarrones negros se aproximaban desde el horizonte, arreciando la lluvia. El viento soplaba, inclinaba las jóvenes cosechas y sacudía al abate empapado, pegaba a sus piernas la sotana calada, llenaba de ruido sus oídos y de alboroto su corazón exaltado.
Se quitó el sombrero ofreciendo su frente a la tormenta y, poco a poco, siguió por el camino. Pero lo alcanzó una ráfaga tan fuerte que no pudo avanzar más. De pronto, vio junto a un redil de ovejas la choza ambulante de un pastor.
Era un refugio y corrió hacia él.
Los perros, azotados por el huracán, no se movieron cuando se acercó. Llegó hasta la cabaña de madera, una especie de caseta sobre ruedas que los guardianes de los rebaños trasladan en verano de un pastizal a otro.
Encima de un taburete, la puerta baja estaba abierta, dejando ver la paja del interior.
El cura iba a entrar cuando vio en la sombra una pareja de enamorados que se abrazaba. Entonces, con brusquedad cerró el postigo y lo atascó; luego, se agarró de las varas, curvando su delgada figura, tirando como si fuera un caballo, jadeando bajo su sotana de paño mojada, corrió, arrastrando hacia la inclinada pendiente, la pendiente mortal, a los jóvenes sorprendidos abrazados, que golpeaban las paredes con el puño, creyendo sin duda que era una broma.
Cuando estuvo en lo alto de la pendiente, soltó el ligero habitáculo que se puso a rodar por la cuesta empinada.
Precipitaba su carrera, locamente desbocada, cada vez más rápida, saltando, tropezando como un animal, golpeando la tierra con las varas.
Un viejo mendigo, resguardado en una cuneta, la vio pasar saltando encima de su cabeza y oyó gritos horribles lanzados desde el cofre de madera.
De repente perdió una rueda arrancada en un choque, cayó de lado y empezó a rodar como una bola, como rodaría una casa arrancada desde la cima de un monte. Al llegar al borde del último barranco, saltó describiendo una curva y, cayendo al fondo, se estrelló como un huevo.
Recogieron a los enamorados machacados, hechos trizas, con todos los miembros rotos, pero abrazados, con los brazos enlazados al cuello tanto en el espanto como en el placer.
El párroco negó la entrada a la iglesia a los cadáveres y su bendición a los féretros.
Y el domingo, en la homilía, habló con vehemencia del séptimo mandamiento de la ley de Dios, amenazando a los enamorados con un brazo vengador y misterioso y citando el ejemplo terrible de los dos infelices muertos en su pecado.
Cuando salía de la iglesia, dos gendarmes lo detuvieron.
Un aduanero lo había visto todo. Fue condenado a trabajos forzados.
Y el campesino que me contó esta historia añadió con gravedad: -Yo lo conocí, señor. Era un hombre rudo, no le gustaban las tonterías.