La narración que les presento esta vez es muy triste, pero tan actual e impactante que no pude sacarla de mi mente. Siento que describe algo que a veces pensamos, pero no decimos porque es políticamente incorrecto.
« Misère humaine » Se publicó en Gil Blas el 8 de junio de 1886. Después, en La Revue des journaux et des livres el 24 de agosto de 1886 y en La Vie populaire el 14 de octubre del mismo año.
Para mí, la literatura es un viaje de sensaciones… y esta vez no es un viaje agradable.
Jean d’Espars se animaba:
Déjenme en paz con su felicidad de topos, de imbéciles satisfechos con cualquier cosa, un vaso de viejo vino o el roce de una hembra. Yo les digo que la miseria humana me destroza, que, con ojos agudos, la veo por todas partes, la encuentro donde ustedes no perciben nada, ustedes, que caminan por la calle pensando en la fiesta de esta noche o de mañana.
Miren, el otro día, en la avenida de la Ópera, en medio de un público alegre embriagado por el sol de mayo, vi pasar a un ser innombrable, una vieja encorvada, vestida de andrajos que fueron vestidos, cubierta con un sombrero de paja negro, despojado de sus antiguos adornos, cintas y flores desaparecidas desde tiempos indefinidos. Arrastraba los pies de forma tan penosa que sentí en el corazón, tanto como ella, más que ella misma, el dolor de todos sus pasos. Dos bastones la sostenían. Pasaba sin ver a nadie, indiferente a todo, al ruido, a la gente, a los coches, ¡al sol! ¿A dónde iba? ¿Hacia qué cuchitril? Llevaba algo envuelto en un papel, colgando en el extremo de una cuerda. ¿Qué era? ¿Pan? Sí, seguro. Como nadie quiso o pudo hacerlo por ella, tuvo que emprender ese horrible viaje, desde su buhardilla hasta el panadero. Dos horas de camino, mínimo, para ir y venir. ¡Y qué camino tan doloroso!¡Un calvario más espantoso que el de Cristo!
Levanté los ojos hacia los techos de las inmensas casas. ¡Iba hasta allá arriba! ¿Cuándo llegaría? ¿Cuántos descansos jadeantes sobre los peldaños, en esa escalerita negra y tortuosa?
¡Todo el mundo volteaba a verla! Murmuraban “pobre mujer” y, luego, seguían adelante. Su falda, su harapo de falda, arrastraba sobre la acera, apenas sujeta a lo que quedaba de su cuerpo. ¡Y ahí dentro había un pensamiento! ¿Un pensamiento? No, ¡pero sí un sufrimiento espantoso, incesante, agobiante! ¡Oh! La miseria de los viejos sin pan, sin esperanza, sin hijos, sin dinero, sin ninguna otra cosa que la muerte delante de ellos, ¿ustedes piensan en eso? ¿Piensan en los ancianos de las buhardillas? ¿Piensan en las lágrimas de esos ojos apagados, que, en otro tiempo, fueron brillantes, emotivos y joviales?
Se calló unos segundos, luego continuó:
—Toda mi “alegría de vivir” (para servirme de la expresión de uno de los novelistas más poderosos y profundos de nuestro país, Émile Zola, que ha visto, comprendido y contado como nadie la miseria de los ínfimos), toda mi alegría de vivir ha desaparecido, se fue de pronto, un día de caza en el otoño de hace tres años, en Normandía.
Llovía, iba solo por la llanura, por los grandes campos de labor, de barro fértil que se deshacía y resbalaba bajo mi pie. De vez en cuando, una perdiz sorprendida, acurrucada contra un montón de tierra, levantaba el vuelo con dificultad bajo el diluvio. Mi disparo, apagado por la cortina de agua que caía del cielo, sonaba como un latigazo y el gris animal caía con sangre en las plumas.
Me sentía triste hasta el punto de llorar como las nubes que lloraban sobre el mundo y sobre mí, empapado de tristeza hasta el corazón, tan cansado que ya ni levantaba las piernas embarradas de arcilla. Iba a regresar cuando vi, en medio del campo, el cabriolé del médico que tomaba un atajo.
El coche negro y bajo cubierto con capota redonda y tirado por un caballo pardo, pasaba como un presagio de muerte errante por la campiña en ese día siniestro. De repente, se paró; el médico asomó la cabeza y gritó:
—¡Oiga! ¿Señor d’Espars?
Fui hacia él. Me dijo:
—¿Le tiene miedo a las enfermedades?
—No.
—¿Quiere ayudarme a asistir a una diftérica? Estoy solo y necesito que la sujete mientras que le arranco las infectas membranas de su garganta.
—Voy con usted— respondí. Y subí a su coche.
Entonces, me contó lo siguiente:
La angina, la horrible angina que ahoga a los hombres desdichados entró en la granja de los Martinet, ¡unas personas muy pobres!
El padre y el hijo murieron a principios de la semana. Ahora la madre y la hija estaban muriendo también.
Una vecina que las cuidaba, sintiéndose enferma de repente, huyó la víspera, dejando la puerta abierta y a las dos enfermas abandonadas sobres sus camastros de paja, sin nada que beber, solas, jadeando y agonizando, ¡solas desde hacía veinticuatro horas!
El médico acababa de limpiar la garganta de la madre y la había hecho beber; pero la niña, enloquecida por el dolor y por la angustia de los sofocos, había hundido y escondido la cabeza en su colchón sin dejarse tocar.
El médico, acostumbrado a estas miserias, repetía con voz triste y resignada:
—No puedo, a pesar de todo, pasar las jornadas en casa de mis enfermos. ¡Cristo! Estas me oprimen el corazón. Cuando pienso que estuvieron veinticuatro horas sin beber. El viento lanzaba la lluvia hacia sus lechos. Todas las gallinas se refugiaron en la chimenea.
Llegamos a la granja. Ató su caballo a la rama de un manzano delante de la puerta y entramos.
Un fuerte olor a enfermedad y humedad, a fiebre y moho, a hospital y cueva nos impregnó la garganta. Hacía un frío de ciénaga en esta casa sin fuego, sin vida, gris y siniestra. El reloj estaba parado; la lluvia caía por la gran chimenea, cuyas cenizas esparcieron las gallinas, y se oía en una esquina sombría un ruido de fuelle ronco y rápido. Era la niña que respiraba.
La madre, tendida en una especie de caja grande de madera (el lecho de los campesinos) y escondida bajo viejos harapos, parecía tranquila. Giró un poco la cabeza hacia nosotros.
El médico le preguntó:
—¿Tiene una vela?
Respondió con una voz baja, fatigada:
—En el aparador.
Prendió la luz y me llevó al fondo de la habitación hacia la cama de la niña.
Jadeaba con un aspecto horroroso, las mejillas hundidas, los ojos brillantes, el cabello enredado. En su cuello delgado y tirante, con cada respiración se formaban profundos huecos. Recostada de espaldas, agarraba con las dos manos los andrajos que la cubrían; y en cuanto nos vio, giró la cara para esconderse en el colchón.
La sujeté por los hombros y el doctor, forzándola a mostrar la garganta, le arrancó un gran pedazo de piel blanquecina, que me pareció seca como el cuero.
De inmediato, respiró mejor y bebió un poco de agua. La madre, apoyada en un codo nos miraba. Balbuceó:
—¿Ya está?
—Sí.
—¿Nos quedaremos solas?
Un miedo horrible hacía temblar su voz, miedo a ese aislamiento, abandono, a las tinieblas y a la muerte que sentía tan próxima.
Respondí:
—No, mi valiente señora. Esperaré aquí hasta que el señor Pavillon envíe un guardia —y girándome hacia el doctor, le dije—: Envíele a la madre Maudit. Yo la pagaré.
—Perfecto. Se la mando enseguida.
Me estrechó la mano, salió y oí su cabriolé partir por la húmeda carretera.
Me quedé solo con las dos moribundas.
Mi perro Paf se acostó delante de la negra chimenea y me hizo pensar que un poco de fuego sería bueno para todos. Salí a buscar leña y paja. Pronto, un gran fuego iluminó hasta el fondo de la habitación la cama de la pequeña que empezaba a jadear.
Me senté, extendiendo las piernas hacia el hogar.
La lluvia golpeaba los cristales, el viento sacudía el techo; escuchaba la respiración corta, áspero, silbante de las dos mujeres y el aliento de mi perro que suspiraba de placer, echado frente al fuego.
¡La vida! ¿Qué era la vida más que esto? Estas dos miserables que siempre durmieron sobre paja, comieron pan negro, trabajaron como animales y sufrieron todas las miserias de la tierra ¡iban a morir! ¿Qué habían hecho? El padre murió, el hijo también. Sin embargo, estos míseros seres pasaban por buenas personas, eran queridas y estimadas, ¡gente sencilla y honesta!
Contemplaba cómo humeaban mis botas y dormía mi perro… y entró en mí una alegría desconocida, profunda y penosa al comparar mi suerte con la de estos esclavos.
La niña volvió a agonizar y, de repente, su respiración ronca se me hizo intolerable; me desgarraba como una sierra mordiendo mi corazón con cada jadeo.
Fui hacia ella y le dije:
—¿Quieres beber?
Ella movió la cabeza para decir que sí y le vertí en la boca un poco de agua que no pudo tragar.
La madre, más calmada, volteó para ver a su niña. De pronto, un miedo me rozó, un miedo siniestro que resbaló sobre mi piel como el contacto de un monstruo invisible. ¿Dónde estaba? ¡Ya no lo sabía! ¿Soñaba? ¿Qué pesadilla me había embargado?
¿Era verdad que ocurrían cosas semejantes? ¿Qué se moría así? Y miraba en las esquinas sombrías de la choza como si hubiera esperado ver, acurrucada en un ángulo oscuro, una forma horrible, innombrable, espantosa. La que acecha la vida de los hombres y los mata, los carcome, los destruye, los ahoga; la que ama la sangre roja, los ojos encendidos por la fiebre, las arrugas y la marchitez, los cabellos blancos y las descomposiciones.
El fuego se extinguía. Eché más leña y me calenté la espalda, tenía frío en los riñones.
¡Al menos yo esperaba morir en una buena habitación, con médicos alrededor de la cama y medicamentos sobre las mesas!
¡Y estas mujeres se habían quedado solas veinticuatro horas en esta cabaña sin fuego! No teniendo más que agua para beber y agonizando sobre la paja…
De repente, escuché el trote de un caballo y el circular de un coche; la mujer entró, tranquila, contenta de haber encontrado trabajo, sin asombrarse delante de aquella miseria.
Le dejé algún dinero y me largué con mi perro; me escapé como un malhechor, corriendo bajo la lluvia, creyendo oír siempre los silbidos de las dos gargantas, corriendo hacia mi casa caliente donde me esperaban los criados preparando una buena cena.
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