Un lugar en Cuajimalpa

Si los amigos son la familia que escogemos, ¿qué son los jefes que nos cambian la vida sin darse cuenta?

Para Ugo Pipitone

Prendo mi cámara. Hola, profesor, ¿escucha?, le digo. Espero que la conexión sea la suficientemente buena como para que mi voz se escuche en México. La cara del otro lado de la pantalla me hace sonreír mientras escucho el ya habitual “hola, Sofía”. Tenemos la conversación de siempre: cómo estoy, qué hecho, qué cosas nuevas he probado, cómo es la gente, qué lugares he visitado. Le pregunto cómo está. Yo, mujer, bien. Pero yo no estoy del otro lado del mundo, cuéntame más, me invita a seguir hablando. Le digo que ya pasó otra semana y yo sigo sin entender el checo. 

Poco a poco la sala (virtual) se llena de oídos chismosos que deben estar cansados de escuchar la misma cantaleta. Oídos de segundo semestre que quieren escuchar sobre la historia universal y no de mi experiencia en Praga. ¿Ya empezamos?, me pregunta el profesor. Cuando el número de participantes ronda los quince, le digo que sí y ante las miradas curiosas apago mi cámara, pero no me voy. 

En el corazón de Cuajimalpa, en la calle de Guillermo Prieto —el lugar al que llegan los cacomixtles pero no el metro— hay una casa que huele a hogar. Justo ahí, oculta por el ajetreo de la vida cotidiana, está construido un sueño amarillo y azul. Detrás de la puerta negra, está la historia de su vida. Disponible para cualquiera que se atreva a preguntar. Al entrar a la casa, lo primero que llama la atención es la mesa del comedor que está repleta de libros de historia en varios idiomas. Una pequeña pista de su trayectoria: ha sido siempre sobresaliente. Hay cuadros de Turín, paisajes mexicanos y platos de cerámica de diversas partes del mundo por todas partes. Si tuviera que escoger mi adorno favorito, sería el cuadro que está al fondo de la cocina. El que pintó su hija cuando era pequeña. La misma hija que ahora, de adulto, me escribe mensajes para recordarme que alguien, más, está al pendiente de mí mientras viajo por el mundo. 

Hace un año y medio jamás me hubiera imaginado ahí. Eran tiempo diferentes, era el mundo antes del COVID y los martes-jueves-viernes de citas en el cubículo más frío del CIDE para solucionar problemas técnicos, juntar bibliografía y verificar que el manuscrito de Nostalgia comunitaria y utopía autoritaria estuviera en orden. Desde que empezó la pandemia intentamos hacer todo por llamada o correos electrónicos, pero ciertas cosas tienen que solucionarse presencialmente. 

Perdón por hacerte venir hasta acá, me dice. No’mbre, usted sabe que no hay ningún problema, le contesto. Él me guía por el estacionamiento, pasamos por la sala y, después de la parada obligatoria para lavarme las manos más de treinta segundos, llegamos al estudio. Me fijo en los libreros que flanquean toda la habitación. Hay libros en todas partes. Ahí está la computadora, me dice. Me siento y hago todas las cosas que se supone que deben (saber) hacer los asistentes y juego a que sé lo que estoy haciendo. Ya quedó, le digo después de pelear con la tecnología. En un segundo de valor, me atrevo a hacer la pregunta que quiero hacer desde antes de empezar a trabajar. Finjo que no es mi jefe y que no me quiero morir de la pena cuando las palabras salen de mi boca. ¿Puedo ver sus libros?, pregunto atropelladamente. Risas. Qué perdón por el atrevimiento, le digo. Más risas. Dice que puedo ver lo que quiera, pero que si a él lo enorgullece algo no es su biblioteca. La afirmación me sorprende ya que, como su asistente de investigación, conozco sus hábitos de lectura y su currículo como si fuera el mío.

El profesor camina al fondo del estudio y ahí, justo enfrente del sillón donde lee, está la puerta a un pequeño paraíso en la ciudad. Nada me enorgullece más que mis plantas y mi jardín, me confiesa sin la pretensión que uno espera de la gente que más admira de la academia. Sonrío y me pregunto si es coincidencia que todos los miembros del sistema nacional de investigadores nivel 3 amen las plantas. Me respondo que tal vez es un requisito indispensable del CONACyT. Escucho la historia —que suena irreal— del inmenso árbol que resguarda la parte trasera de la casa. Justo el mismo árbol que está representado en la pintura que adorna el estacionamiento: el regalo de una vieja amiga antropóloga que debió de ser pintora. También me entero de la vida de las suculentas que llegaron a ese rinconcito de Cuajimalpa de muchas partes del país. 

El recorrido acaba justo donde empezó con la promesa de llevar una suculenta la próxima vez que lo visite, intercambio mediocre considerando que me regaló el libro que tanto había estado buscando: Los detectives salvajes en la colección de compactos de Anagrama. Ni me acordaba que lo tenía, me aseguró cuando me atreví a pedirlo. 

Miro el reloj de la computadora, como son casi las 11:15 en México —para intentar funcionar con dos horarios he optado por tener la hora local en el celular y la de mi país en la computadora— vuelvo a la video llamada. Quince pares de ojos miran su respectiva pantalla. Yo no siempre prendo mi cámara, pero ahí estoy. Ahí sigo. Para despedirme. Para afirmar que nos vemos el lunes o el miércoles (según sea el caso), a la misma hora. Deseando tener algo nuevo que contarle. Todos se desconectan. Finalizo la reunión y pienso: si los amigos son la familia que escogemos, ¿qué son los jefes que nos cambian la vida sin darse cuenta? 

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