Encontré a la escritora Verónica Delgadillo por una de esas hermosas casualidades, cuando ambos coincidimos escribiendo sobre cine en la misma publicación. Con el tiempo, conocí su poesía y encontré un bálsamo literario cargado de melancolía, lo que me provocó una profunda reflexión sobre la existencia y las contradicciones de la naturaleza humana.
Nacida en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, Verónica es comunicadora social de profesión y poeta por destino. Ha participado en publicaciones, antologías y eventos literarios en Bolivia, Argentina, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Honduras, Perú, Chile, Ecuador, México, Venezuela, Puerto Rico, España, Portugal, India y Grecia. Gran parte de su obra ha sido traducida al inglés, griego y portugués.
Su libro más reciente, Invasión de los muros (2025), fue condecorado en España, un poemario que fusiona espacios, invasiones y los mundos de Lynch, Wenders y Wong Kar-wai.
A propósito del galardón recibido y la inminente presentación de la obra, platiqué con Delgadillo para Revista Purgante. Hablamos de arte, nostalgia, cine, los proyectos en puerta y del buen momento que atraviesa la literatura en Bolivia.
En un mundo tan desconcertante y violento, ¿por qué seguir escribiendo poesía, Verónica?
Tengo días, semanas a veces, en que no salgo de casa. Con frecuencia es porque no quiero tener contacto con el mundo, todo me asusta, todo me sobrecoge. Las palabras que utilizaste: desconcertante y violento, son muy acertadas. Pienso que quizá por eso mismo elijo la poesía a la calle, desde niña escribir es la forma que tengo de sostener todo lo que no entiendo. La violencia, la confusión, el cansancio del mundo se sienten cada vez más cerca, y la poesía me permite convertir ese ruido en algo que pueda mirar de frente, cuando me toca salir. Cuando leo y cuando escribo también.
No creo que escriba para resolver nada, yo creo que es más para acompañar lo que me duele, para darle un cauce, o para soltarlo. Leer poesía es lo que más amo hacer, y también lo primero que hago al despertar, “bienvenir” el día con un verso de cualquiera sea el libro que esté leyendo, usualmente tengo uno o dos libros de poesía en la cama y abro al azar una página, aunque parezca una acción pequeña, sin importancia, a mí me recuerda que la sensibilidad todavía importa, y que ahí es donde están las respuestas y las buenas noticias. Hay personas que empiezan el día con un versículo de la Biblia encontrado de la misma manera, yo lo hago con poesía.
¿Cuál consideras que es tu aportación al movimiento de mujeres escribiendo desde la entraña, desde el hartazgo, desde la emoción?
No es algo en lo que piense, sinceramente no tengo una respuesta exacta para esta pregunta. Insistir en la vulnerabilidad como un territorio legítimo desde donde decir las cosas que quiero decir, eso podría ser un aporte. Escribir desde la entraña no es, para mí, una declaración de guerra, sino un ejercicio de honestidad. Me interesan mucho las emociones que piensan, trato de hilvanarlas con ternura; el propósito esencial es escucharme, no importa frágil, agotada o enojada, dolida las más veces. Escucharme sin disculparme por ser honesta. No tengo miedo de asumirme frágil, ¿de qué otro lugar partiría hacia la fortaleza si no es desde la fragilidad?
Creo que la intimidad que ofrezco no es complaciente, se permite la duda, el cansancio, la nostalgia, y también la claridad. La escritura femenina no debe pedir permiso para ser compleja, contradictoria, o política en lo íntimo. Porque lo íntimo es un espacio donde la emoción no es una debilidad, sino una forma de entender el mundo.
En Invasión de los muros los espacios funcionan como personajes; pareciera que la nostalgia busca hacer regresar al origen de todo. ¿La melancolía es materia prima de tu obra?
Sí, la melancolía es uno de mis materiales más constantes, creo. Pero no como un estado detenido, sino más bien como una herramienta. La memoria, los espacios que habité, las casas en las que viví, las voces familiares son territorios que revisito porque ahí están las primeras heridas y los primeros refugios. La melancolía, para mí, es un modo de volver sin idealizar, buscar dialogar con aquello que aún me pesa o me duele, volver cuantas veces sea necesario. Y en ese regreso aparecen preguntas y tensiones que construyen el poema. Por eso quizá es que tengo muchos lugares, objetos y formas como temas reincidentes, y los tengo desde mi primer libro: las ventanas, las paredes, la calle, la montaña, la figura del ser amado presentado como geografía o fenómeno natural (montaña, volcán, lluvia, borrasca, huracán, tormenta…).
Pero es una nostalgia que no es solo del pasado, nostalgiar el futuro es donde me permito ficcionar, ensayar… en lo no vivido, en lo por venir. Algunos poemas que escribí como ficción, luego se hicieron realidad. Como si al nombrar una realidad en el poema, esta hubiera dado lugar a su propia existencia.
¿Qué diferencias hay entre Invasión de los muros y 37 armónicos para una fuga, Ausencia del árbol y Las tejas de Job, tus libros anteriores?
Pienso que cada libro ha tenido condiciones de nacimiento diferentes y por lo tanto cada uno tiene su propia respiración. Este año me tocó reeditar Las tejas de Job después de varios años de estar agotado. Leerlo y escucharme 13 años después de haberlo publicado fue una experiencia muy nutritiva.
En su momento de nacer Las tejas de Job fue un libro más descarnado, más inquieto, osado. Ahí estaba aprendiendo a nombrar, tanteando sombras, escribiendo desde un desgarro que aún no sabía ordenar las emociones, pero que no tuvo miedo de mostrarlas.
En Ausencia del árbol ya aparece la memoria como un cuerpo vivo: la familia, los silencios heredados, los pequeños duelos. Es un libro más contemplativo, más atento al paisaje interno. Está dedicado a mi padre, a su muerte y a su ausencia. La voz que habla no es una sola, es la suya, sí, pero también la mía, la de mi madre, la de mis hermanos.
En 37 armónicos para una fuga entré en un diálogo con el ritmo, la musicalidad, la idea de la fuga como estructura y como escape. Ahí ya había una conciencia técnica que antes no tenía. Todo debía sonar bien, esa era mi prioridad. Ya se va haciendo presente el cine, y también cierto erotismo “moderado” en las palabras del poeta venezolano Juan Calzadilla, pero que está presente en todo el libro. Creo que el cuerpo fue ganando espacio en mi escritura, primero a manera exploratoria, luego creo va tomando forma de una defensa de principios.
Invasión de los muros es la casa a la que llegan todos los caminos y que los reúne. Es un libro más maduro, más sereno, y a la vez más emancipado donde los espacios hablan y la casa deja de ser fondo para convertirse en interlocutora, en un personaje vivo. Creo que la voz está más segura de sí, menos temerosa de mirar de frente lo que la hiere. Es, quizás, el libro donde me permito ser más clara y más íntima a la vez.
En algún lado leí que la ternura te parece el nuevo punk, ¿es cierto?
Sí. Lo creo firmemente. Se lo escuché decir al director de cine noruego Joaquim Trier hace unos meses y me adscribo a ese pensamiento. Vivimos en un tiempo donde la ironía, la distancia emocional, la dureza son los lenguajes dominantes, y elegir la ternura es desafiar esa lógica. La ternura es profundamente subversiva en un mundo que está acostumbrado a ese tipo de lenguajes. No hablo de una ternura ingenua, sino de esa ternura que exige atención, que se atreve a mirar, a cuidar, a detenerse. La ternura desarma, expone lo humano donde todos se afanan en ocultarlo. En ese sentido, tiene la misma rebeldía del punk: va contra la corriente, incomoda, propone otra forma de ver y de estar vivos.
La ternura como revolución íntima ha estado siempre presente en el cine, en la poesía, en la vida misma. Agnès Varda, Hayao Miyazaki, Wim Wenders, por nombrar directores que admiro, trabajan la ternura con una delicadeza casi radical. En poesía, lo mismo ocurre con Lorca, Juan Ramón Jiménez, Idea Vilariño, la ternura en sus obras no es un adorno, es una postura ética: iluminar lo frágil.
En estos tiempos de brutalidad, la ternura es perturbadora. Ser tierno es una forma de insurrección. Me viene a la mente ese grafiti de Banksy, El lanzador de flores. Eso. Así.

El cine es medular en los poemas de tu reciente trabajo. ¿Cómo conectas universos tan diversos como David Lynch, Wim Wenders o Wong Kar-wai con tus letras?
A mis ocho años mi padre me dio a leer Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga. Siempre vuelvo a ese libro cuando intento explicar por qué las palabras me conmueven de la manera en que lo hacen. Yo no guardo tanto la trama de los cuentos de ese libro, sino las imágenes: los animales sangrando, las sombras, esa selva húmeda, la sensación de peligro. Es una memoria más visual y sensorial que literaria. Creo que desde entonces mi cabeza trabaja así: registro primero la imagen y luego la emoción que esa imagen contiene.
Por eso también soy la peor persona contando la trama de una película que me gusta. Me quedo trabada en la emoción que me produjo un encuadre, o un silencio y muchas veces termino llorando sin contar realmente la historia. Lloro con mucha facilidad en el cine. Y también cuando alguien me cuenta algo triste, porque mientras escucho ya estoy imaginando la escena. Es como una traducción automática que hace mi cerebro de la palabra a la imagen.
El otro día una amiga me describía cómo un padre, enojado, arrancó la tarea mal hecha y se la lanzó a su hijo. No pensé en la historia en sí, sino en el sonido del papel al rasgarse, en la textura de la hoja arrugada, en ese instante de silencio en que la mano la lanza y luego el sonido del golpe seco de la bola de papel en la cara del niño. Me pareció tan brutal. Me estremecí. Lloré.
Me interesa mucho entender cómo una imagen logra contener una emoción completa: un pasillo vacío, un reflejo, una luz que se apaga, un rostro en la lluvia. El cine, entonces, me ofrece atmósferas que envuelven o se vuelven poemas. Esos directores que mencionas son directores cuya obra admiro mucho, y de ellos tomo diferentes cosas, no su estilo, sino su forma de mirar.
En Invasión de los muros quise jugar abiertamente con guiños de cine que están presentes con nombre y apellido en el libro, poemas que tienen claves de lectura como: “léeme como si estuvieras viendo a Lynch”, o “imagina esta lluvia como si fuera una de Won Kar-wai”. No para imitar sus lenguajes, sino para tratar de establecer un pacto con el lector, y estemos de acuerdo en que la imagen manda y la emoción se monta como en una sala de edición.
Yo escribí así el libro, limpiando, ajustando, cortando, como si cada palabra fuera un fotograma que debía encontrar su sitio exacto hasta que algo en mí dijera “ahora sí, aquí está lo que quería mostrar”.
No es la primera vez que recibes galardones por tu trabajo, pero ¿qué significó ganar en España con Invasión de los muros?
Es el primer reconocimiento en un Premio a nivel internacional que un libro mío obtiene. Sin dudas, el Accésit del XII Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador fue una afirmación. Una prueba de que la voz que sale desde mis espacios más íntimos puede encontrar eco en lectores que están lejos. Me emocionó mucho que un jurado de la talla del que se ocupó de esta edición del Premio, después de leer más de mil doscientos libros, reconociera a mi voz como una de las más valiosas.
Y, claro, fue un impulso. Me dio confianza para seguir explorando, para no quedarme en lo seguro, para comprender que la poesía puede escribirse en un cuarto y luego salir a dialogar con el mundo. Me abrió puertas, atrajo atención e interés en mi obra. Y ahora me toca habitar con alegría y disciplina todos esos espacios nuevos de poesía.
Hacia las últimas páginas del poemario aparece una insistencia en la fuga, en volver a empezar. El poema final se titula “El principio”. ¿La vida y el arte son ejercicios cíclicos? ¿Volvemos aunque nadie nos espere?
Yo creo que sí. Siento que la vida avanza en círculos más que en líneas rectas. Vivimos volviendo, volvemos a la infancia, a las heridas, a las pequeñas felicidades, a lo que dijimos, a lo que callamos. Y el arte, de alguna manera, funciona igual: es un ensayo permanente, un continuo empezar otra vez. Cuando escribo, siempre estoy regresando a algo que me marcó, tratando de mirarlo desde otro lugar, con otra luz, mirarlo mejor.
Y sí, volver aunque nadie espere, es una forma de lealtad con una misma. No siempre los regresos tienen que ver con los otros, ni con repetir algo, sino con escucharse, entenderse, reconciliarse. El poema que mencionas, El principio, arranca con un epígrafe que es un verso mío: Lo que ha quedado de nosotros no lo sabe nadie. Todo nace ahí, en la certeza de que volver no requiere testigos, porque casi siempre se trata de un ciclo silencioso que nos devuelve a nosotros mismos. Al menos así lo vivo yo.
Además de ti, escritoras como Magela Baudoin y Liliana Colanzi han tenido considerable atención internacional. ¿En qué momento actual se encuentra la literatura boliviana?
Hace ya varios años que estamos viviendo un momento muy fértil. La literatura boliviana dejó de escribir desde la expectativa externa y empezó a hacerlo desde una confianza interna. Eso cambió todo. Ahora hay voces diversas -jóvenes, femeninas, indígenas, queer- que no necesitan imitar modelos, que escriben desde su realidad concreta, con fuerza y sin miedo.
La atención internacional que han tenido varios autores como las narradoras que mencionas y otras como Giovanna Rivero, Gabriel Mamami o Rodrigo Urquiola, Edmundo Paz Soldán, no solo abrió puertas, también abrió imaginarios. En la poesía igual, Norah Zapata es referente de poesía boliviana en Europa, no hace mucho la poeta Anahí Maya Garvizú ganó un Premio muy importante en México, el poeta Gabriel Chávez Casazola fue recientemente homenajeado en Salamanca. Escritores como ellos están demostrando que lo boliviano no es una nota al pie, sino un territorio literario con identidad propia y que viene saliendo de una insularidad con una capacidad notable para dialogar con el mundo sin perder su raíz.
No sé si estamos en un “boom”, pero sí creo que es algo así como una ebullición. Hay varias voces en la narrativa y en la poesía sin miedo a correr riesgos a fuera, hay libertad y búsqueda. Y eso, para mí, es mucho más interesante. Y quizá la labor de gestores culturales y poetas como Valeria Sandi, César Antezana, Oscar Gutiérrez que trabajan con niños y jóvenes están trabajando la tierra y dejando semillas, con esta misma mirada de libertad.
¿Qué viene para ti, Verónica? ¿Un nuevo libro? ¿Una novela o cuentos en algún momento?
Sigo escribiendo poesía, porque es mi casa. Pero también quiero dedicarles tiempo a los libros que ya tengo publicados, llevarlos de viaje, que se escuchen en otros idiomas, en otros países. Tengo tres proyectos personales de libro, uno en el que la memoria familiar tiene un peso fuerte a la vez de establecer un diálogo con las voces poéticas que me formaron y voces actuales que admiro y vengo estudiando; y dos más que exploran la animalidad, el tacto y el deseo.
Y sí tengo la inquietud de probar otros géneros. Honestamente, no me atrevería con cuento, ni novela. Creo que me seducen más los géneros híbridos con narrativa periodística, como la crónica, los perfiles. Todavía no lo sé del todo. Me gustaría escribir para cine, por ejemplo.
También me gustaría darle más visibilidad a mi Consultorio de Acupuntura Literaria, tengo un par de pacientes que ya voy a dar de alta, y quiero darle más tiempo y espacio a ese proyecto que está muy bonito y nutritivo.
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Libros publicados y reconocimientos de Verónica Delgadillo:
Las tejas de Job (2013) Mención de honor X Premio Nacional de Poesía Yolanda Bedregal; Ausencia del árbol (2018); 37 armónicos para una fuga (2020) Segundo Premio XLVI Concurso Municipal de Literatura Franz Tamayo-Categoría Poesía; 200 años de Poesía en Santa Cruz (2025) Colección del Bicentenario (en coautoría con Valeria Sandi y Oscar Gutiérrez para la Biblioteca Municipal Enrique Kempff Mercado); Invasión de los muros (2025) Accésit XII Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador (España); Las estancias (2025) Segundo Premio LII Concurso Municipal de Literatura Franz Tamayo- Categoría Poesía.

