La vida de un escritor resulta siempre confusa, atormentada por la presión de vivir fuera del molde de la cotidianidad y a la espera de encontrar espacios donde hacer flotar sus letras. Escribir resulta un acto pensante y de insurrección al mundo de la idiotez, pero qué va con las teorías si mejor lo puedo narrar.
Soy joven y soy pobre, soy rebelde y escribo; pocas son las actividades que disfruto como mis letras. Sin embargo, cada día resulta más complicado hacerlo, cada hora se vuelve tortuosa cuando se vive en la casa de las pantallas. Y no es crítica al aparato en sí o las series o las películas, es a quienes la consumen como necesidad.
Despierto con el sonido de algún programa matutino como fondo de mi sala y entonces maldigo mi manera de conocer el mundo: a través del oído. Pasa el mediodía y en el cuarto contiguo comienza el eterno maratón que me hace dudar de la resiliencia humana. Es que si alguien puede pasar siete horas seguidas frente a una pantalla del tamaño del espectador, qué otra cosa no puede hacer.
Finalmente llega la noche: el concierto. Se alinean las series de algunos de los servicios de streaming junto a mi cuarto; al fondo, en la recámara principal, alguna película violenta resuena con balaceras y gritos de agonía. Todo esto mientras un burgués narra desde la sala el acontecer diario, sumido siempre entre tragedias.
Por fin llega la calma, el silencio de la madrugada. Entonces me desprendo de todo aquello que en el día me persiguió y leo a mares para escribir ríos: llega mi momento de ser escritor en el mundo de pantallas.