Cuentan que a lo que Genaro siempre le tuvo más miedo fue a ser torturado. Es por eso que sintió alivio cuando todavía con los ojos llenos de agua, alcanzó a distinguir que al otro lado del río había dos hombres blancuzcos y fantasmales. Al verlos, se sintió convencido de que él también ya era como esos dos, de que él también ya era un muerto.
Mientras miraba alrededor tratando de entender dónde estaba, Pedro y Juan cruzaron el Río Verde hasta pararse frente a él. Ellos lo miraron de arriba a abajo y le preguntaron qué le había pasado, él les respondió que no estaba seguro. De algún modo, no estaba mintiendo y les contó que cayó del Peñasco de San Ramiro al río pero que no sabía si se había muerto a consecuencia del golpe o más bien ahogado, todo eso era verdad. Tampoco ocultó que fuera carrancista, ni que perteneciera al grupo que esa tarde había llegado a San Ramiro, lo que sí negó fue haber sido uno de los casi 30 hombres que poco antes de llegar al pueblo, habían llenado de mezcal sus cantimploras y ya calientes por el trago y la loquera que genera una guerra, se habían puesto a masacrar familias enteras, aquí Genaro dijo la verdad a medias. Finalmente en lo que fue totalmente deshonesto fue al contar que había caído del risco en su búsqueda por huir pero que al hacerlo había resbalado. Agregó, para concluir, que tuvo el tiempo para cerrar los ojos antes de caer.
A pesar de que Pedro y Juan tenían facha de zapatistas, desde el primer momento en que los vio, Genaro decidió no alejarse de ellos porque también tenían toda la pinta de que sabían qué es lo que debía hacer uno cuando está muerto. Además de que seguía un poco ido y mirando alrededor con cierta zozobra por no poder hallarse, pues no sabía aún dónde había quedado su cuerpo.
Fue entonces que Pedro y Juan le explicaron que ellos habían muerto en las calles de San Ramiro, y que el alma se sale justo en el lugar en el que uno se muere, pero que a veces el cuerpo no permanece ahí. Se lo pueden llevar personas, animales o la corriente de un río, por ejemplo. En este caso el agua bajaba hasta Zimantepec, justo el pueblo al que se dirigían Pedro y Juan para encontrarse con su bisabuela Refugio. Asimismo, ellos tampoco mintieron respecto a su filiación política pues en efecto eran zapatistas, aunque le aclararon que eso no les importaba tanto. No querían más guerra, ya que creían que solo se trataba de mexicanos desdichados, sucios y malcomidos, matando a otros mexicanos desdichados, sucios y malcomidos. Lo que en realidad les importaba eran las familias de Río Verde, así que ellos nunca habían salido con los guerrilleros a ningún lado y más bien habían optado por quedarse a defender de los forajidos a sus pueblos. Pedro y Juan no mintieron en nada de eso pero al igual que Genaro, solo contaron la verdad a medias.
Río Verde era como se le conocía a toda la zona que atravesaba el torrente y que iba desde San Ramiro hasta Zimantepec. Se le llamaba así porque el agua parecía ser profundamente esmeralda, sin embargo, era todo lo contrario, pues en realidad era tan transparente que se pintaba de verde porque en él se reflejaban todas las hierbas, matas y árboles que lo cobijaban. Era quizá el río más cristalino que se hubiera visto durante toda la revolución, aun así, lucía lleno de verdor. Es decir, todo era tan solo un espejismo.
Por su parte la bisabuela Refugio era la guía de almas de toda la zona de Río Verde, un oficio que solía heredarse entre la misma estirpe y en el que ya llevaba décadas y décadas. Era por eso que sus nietos Pedro y Juan sabían tanto sobre el mundo de los muertos.
Genaro, entretanto, aún estaba algo destanteado pero ya había recibido algunas enseñanzas por parte de Pedro y Juan. El acuerdo era ir juntos hasta el final del río en Zimantepec, ya que suponía que podría encontrar su cuerpo flotando al llegar a la laguna o tal vez encallado en una piedra a mitad del camino.
Al empezar la caminata, lo primero que le explicaron fue lo que pasa cuando uno es alcanzado por la muerte. Para empezar es como si tu alma se desmayara un momento. Luego despiertas y tras una ligera confusión te sabes muerto. Algunos lloran, otros patalean, otros se sienten aliviados, otros no lo aceptan, incluso hay algunos que se confunden. Si ves tu cuerpo, te desprendes de él y si no, empiezas un calvario en su búsqueda.
Cuando vuelves en sí, eres entendido de tu propia muerte, pues recuerdas lo último que pasó justo antes de que perdieras la consciencia. Entonces tienes claro el sabor del trago de café negro que todavía tenías en la boca cuando tu corazón decidió dejar de latir, o el ruido de la bala que destazó tus sesos, o el viento sobre tu cara mientras caías como un misil hacia el suelo.
Después de eso todo depende de si alguien te enseñó o no a estar muerto. Si lo sabes o si alguien llega y te enseña, entonces tienes un mayor control de ti y de lo que quieres hacer, como ir a despedirte de alguien o tratar de cumplir algún pendiente. Si no lo sabes, entonces poco a poco empiezas a desaparecer perdido en tu propio olvido. En ese sentido el mundo y el inframundo no son tan distintos, pues se trata de almas que andan penando y siendo víctimas del tiempo. La diferencia es que el espíritu de un muerto, si es de los que no le sabe, se convierte en nada más que ecos de lo que fue. Termina por ser tan solo una energía que da tumbos adoloridos. Esos chicotazos de muerte y vida es lo que a veces se escucha en las noches o en las profundidades de las calles oscuras. Son los restos de un muerto con el que ni siquiera el mejor de los guías se podría comunicar, pues en realidad solo son espíritus derruidos que ya no tienen ni idea de lo que quieren decir. Un muerto así termina siendo solamente destellos de dolor, que ya no sabe siquiera por qué siente ese penar.
Para continuar con la clase, le aclararon que no todos los muertos pueden ser vistos o escuchados, puesto que hay que saber cómo hacerlo y hay que querer hacerlo, pero que si un muerto sabe cómo, puede sostener una conversación normal con un vivo. Por último, le dejaron algo muy pero muy claro: entre los muertos se pueden sentir, pero es total y absolutamente imposible que los vivos toquen a los muertos.
La tarde empezó a caer y faltaba poco para llegar a Zimantepec cuando le contaron a Genaro algunas de las historias que guardaba la abuela Refugio durante todos sus años como guía.
Entre otras cosas le contaron sobre muchos soldados o guerrilleros aún vivos que acudían a ella porque veían muertos, muchas veces viejos enemigos de guerra. Genaro ya lo había escuchado, pero le recordaron que se dice que luego de tener un gran susto, pero un susto de verdad, uno mea verde. Así que muchos de los que visitaban a la bisabuela Refugio le contaban que mojaban la cama color verde cuando veían a los aparecidos. A veces terminaban tan locos que ni siquiera encontraban forma de matarse.
La noche llegó y Genaro, Pedro y Juan finalmente pisaron Zimantepec. Incluso a esas horas, el río lucía verde, por supuesto era más espeso y oscuro pero verde al fin. De lo que no había rastro alguno era del cuerpo de Genaro, quien no dijo nada y simplemente les preguntó a Pedro y Juan con los ojos. Ellos se acercaron y sin más lo miraron fijamente y fríamente, y le dijeron con voz artera que todavía apestaba a mezcal. Genaro se quedó atónito, entonces por su mente pasó la verdad que al principio contó solo a medias.
A pesar de haber dicho que no, sí fue uno de los casi 30 hombres que llegó borracho a San Ramiro. Era verdad que él no se puso a masacrar familias al azar, sin embargo, al recibir tiros desde el interior de un hogar, respondió con furia y a sabiendas de que su puntería estaba disminuida por su borrachera, disparó, sin blanco específico, a toda la fachada del pequeño jacal. Cuando se sintió a salvo, entró para asegurarse de que había acabado con el hombre de ese enfrentamiento, pero lo que encontró fue a tres niños que pataleaban en un chapoteadero rojo. Genaro vio a uno de ellos a los ojos, la mirada del niño se quedó inmóvil en un espacio fijo entre Genaro y la nada. Fue el que murió primero, los otros dos lo hicieron mientras Genaro ya corría hacía el peñasco con una idea clara.
Genaro cayó en la guerra porque hay cosas de las que no hay escape. La miseria tiene varias formas y andarse matando los unos a los otros es una de ellas, aunque no sea lo que tú quieras. Nunca había matado a un niño, así que luego de haber matado a tres, Genaro buscó entre sus propias entrañas pero se dio cuenta de que a su vida no le encontraba ningún sentido. Se resignó, caminó hasta la orilla del peñasco, cerró los ojos y ni siquiera se arrojó, simplemente se dejó caer.
Pedro y Juan ya muertos, también durante el ataque a San Ramiro, habían visto cuando Genaro mató a los niños. Eran sus vecinos, y sus padres habían sido de los primeros en ser asesinados a la entrada del pueblo. Cuando vieron que Genaro salió del jacal, Pedro y Juan decidieron seguirlo. Lo vieron arrojarse al río y vieron cómo la corriente se llevaba su cuerpo.
Después de todo, cuando Pedro y Juan encararon a Genaro, bajo la noche de Zimantepec, él no hizo más que correr y tratar de perderlos de vista. Se alejó un poco hasta encontrarse con una fogata que alumbraba a un grupo de unos cinco hombres que velaban al pueblo. Detuvo su carrera, los hombres alzaron sus armas y le apuntaron, él por mero reflejo alzó las manos pero se encontraba muy confundido y extrañado. Aquellos hombres, que no estaban para nada pálidos ni blancuzcos, se acercaron y le exigieron que dijera quién era, pero a él no le salían las palabras.
Estaba claro que ninguno de esos hombres pertenecía al mundo de los muertos. Hartos de su impavidez, finalmente lo alcanzaron y lo esculcaron. Justo cuando lo tocaron, Genaro peló los ojos y se sintió más vivo que nunca.
Le preguntaron si venía solo, así que volteó alrededor y vio que Pedro y Juan estaban ahí parados, además con tres niños; los ojos de uno de esos niños le fueron totalmente familiares. Uno de los hombres de la fogata concluyó que en efecto venía solo, mientras jaloneaba a Genaro, quien seguía viendo a tan solo un par de pasos a Pedro, Juan y los niños, quienes también lo veían fijamente con una mirada seca que parecía neutra pero que tenía toda la intención de ser socarrona y macabra.
Los vivos se llevaron al pueblo a Genaro, mientras que Pedro y Juan fueron al encuentro con su bisabuela Refugio, una mujer incluso ya un poco más joven que ellos dos. Pedro y Juan eran primos, y Refugio murió cuando dio a luz a la madre de Juan. Estaba cansada, pues primero esperó durante 50 lentos pero esperanzadores años hasta la muerte de sus esposo, para que las almas de ambos finalmente pudieran reencontrarse en la misma dimensión de nuevo y así poder volver a sentirse, pero eso no pasó, se quedó más bien, madrugada tras madrugada, esperando la vuelta de su amado pero de él nunca supo más.
Por su parte, Pedro, por ser el mayor, era el encargado de convertirse en el nuevo guía pues Refugio ya no podía más. Había esperado ya en total cien años, ya no había esperanza y ya no podía seguir medio existiendo en soledad. Tanto la vida como la muerte es algo de lo que uno se agarra, y para decir adiós solo hay que aprender a soltarse. Entonces el alma de Refugio se sumergió en la laguna para dejar el mundo de los muertos y dirigirse hacia un mundo del que nunca nadie ha sabido jamás.
Genaro fue llevado a la cárcel tras esa noche y luego fue encerrado en el loquero de Zimantepec. Pedro, Juan y los niños lo continuaron visitando durante algunos años, aunque tiempo después el hastío los abatió, así que lo abandonaron. A pesar de ello, Genaro nunca los dejó de ver.
Cuentan que a lo que Genaro siempre le tuvo más miedo fue a ser torturado. Cuentan también que todas las madrugadas aún se despierta gritando lleno de terror y que todavía se levanta escurriendo agua verde.