Babosada y media sobre cine (XIV)

Hoy se reúnen dos películas del mismo autor; la otra es un punto culminante e inicial (así de engañoso, así de paradójico, así de personal) en mi infancia. Larga vida a Heath Ledger.

Decimocuarta Babosada. El número se lee cada vez más elegante, más formal. Ni el Real Madrid tiene tantas Copas de Europa como yo Babosadas. Catorce vidas son dos gatos, cantan Fito y los Fitipaldis. Hoy reúno, quizá por vez primera entre tanta Babosada, dos películas del mismo autor; la otra es un punto culminante e inicial (así de engañoso, así de paradójico, así de personal) en mi infancia. Larga vida a Heath Ledger.

El ciudadano ilustre (Gastón Duprat y Mariano Cohn, 2016)

Me aviento esta película y pienso en Ariana Harwicz, en Leila Guerriero y en incontables posturas y argumentos interesantísimos sobre lo que es -o debería ser, o aspira a ser, o habría de aspirar a ser- la literatura y el mero acto de escribir. Daniel Mantovani es un escritor que parece englobar éxito, calidad y reconocimiento, ceñido en una carrera literaria de relatos basados en su ciudad de origen. Pero todo es un cuento, todo es ficción dentro de la ficción. O no. O sí. Todo es una historia contada en primera persona, sin el facilón recurso de la voz en off. ¿La literatura es panfleto moral? ¿Debe -o aspira a- aleccionar? ¿El autor es responsable de los valores que sus personajes encarnan? ¿Es posible ver a un personaje como ente independiente de su creador? ¿Importa qué es realidad y qué es ficción en la escritura autorreferencial? ¿Es prudente escribir sobre la oscuridad y la bestialidad humana bajo el riesgo de que puedan idealizarse? ¿Esto último es, en último caso, responsabilidad del autor o del espectador? ¿El arte puede o debe interpelar? ¿El escritor es por antonomasia vanidoso? ¿No es la escritura autorreferencial un acto egocéntrico pero inevitable? Qué padre es acabar una película con preguntas, más que con respuestas. Pensé, por ejemplo, en varios autores cancelados a partir de los valores que manejan sus letras, o sus personajes, o sus obras. ¿Hay distancia entre el autor cancelado por la inmoralidad de su personaje y el autor cancelado por la inmoralidad bajo la que se maneja en su vida real? ¿La obra es espejo de la vida real? ¿Soy un maldito por crear personajes malditos? Chingada madre: más preguntas.

Mi obra maestra (Gastón Duprat, 2018)

Película del género Francella en voz en off. Me encanta ese final donde, hablando sobre las inevitables consecuencias del engaño fraguado durante el último tercio del filme, el protagonista dice que su debate moral interno se lo guarda para tratarlo con su psicoanalista. Hay acá un montón de detalles sobre la profunda futilidad y perversidad del mercado del arte, el incomprensible (y muy comprensible) hecho de que un artista muerto valga lo que jamás valió en vida, la torpeza bien llevada del thriller donde los perpetradores del delito son todo menos criminales (el final podría parecer torpe, en efecto, pero su inevitable tartamudeo se explica a partir de la incapacidad misma de los personajes para llevar a cabo un acto así). ¿Qué es el arte? ¿Qué es, más bien, el valor del arte? ¿Dónde se ubica? Es una comedia bien lograda, con ramificaciones que pueden extenderse hacia varios lugares. Dos personajes hacen un fraude en pos de encarecer la producción artística de uno de ellos; cuando son descubiertos, el acto es considerado una obra de arte en sí misma y su producción se infla aún más. Señoras y señores: el mercado del arte.

Corazón de Caballero (Brian Helgeland, 2001)

Aquí está. Uno de los suyos, nacido a sólo unas cuantas calles de este campo, y ahora se los presento yo. El hijo de John Thatcher: Sir William Thatcher. No sé cómo dirá Paul Bettany esto en inglés; solamente le conozco su voz en español. No es su voz, en realidad: es la voz de cualquiera menos Paul Bettany. Debería decir: es la voz de quien debe doblar a Paul Bettany y a trescientos actores más. Wat se acerca a William: ése es tu nombre, Will. Sir William Thatcher. Tu padre escuchó eso. Heath Ledger, encarnando a quien fuese Ulrich von Liechtenstein y ahora volvió a ser William, decide enfrentar al Conde Ademar (villano entre los villanos) sin armadura. Puro empuje. Si me matan, que me maten. Son las justas: caballo, lanza, encuentro a medio camino. A mitad del trayecto grita su nombre: ¡WILLIIIAAAAAAAAAAM!, y mete el guamazo. William quiso ser Ulrich, invención absurda, para justificar su presencia en el torneo: solamente los nobles podían participar. Cuando derrota, al final, cargando el nombre propio, real, nombrado caballero tres escenas antes por el Rey de Inglaterra, la redención es doble: con la competencia y con su apellido. Ese es tu nombre, Will: Sir William Thatcher. Tu padre te dio el nombre, y tu padre escuchó eso.

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