¿Es posible echar de menos a la ciudad en que se vive? Yo soy brasileña, de la capital, Brasilia, pero lo que extraño ahora mismo no es a mi tierra natal, sino a Barcelona, la metrópoli que elegí como mi nueva casa hace casi un año y medio. Y aquí estoy, confinada en un piso del Clot, con una ventana desde donde sólo veo el patio de luz.
Cuando me mudé aquí podía pasar hasta 16 horas al día delante de mi ordenador, escribiendo. Ahora añoro las calles de la ciudad condal como un animal que vivió siempre en una jaula de zoo. Empiezo a buscar Barcelona, mi Barcelona, dentro de mi propia casa, en fotos, en visitas virtuales, en películas y libros. Una rutina que conozco bien, pues antes de establecerme en la ciudad solía refugiarme en ella.
En aquel entonces compré La Sombra del Viento, de Carlos Ruiz Zafón, pero fracasé en mi intento. Confieso que el libro no me atrapó demasiado y lo dejé a medias. Quizá porque la historia es ambientada en la Barcelona de la mitad del siglo XX y yo ya esperaba otra cosa de la ciudad.
Esta vez decido ponerme en marcha con una obviedad: Vicky Cristina Barcelona, el largometraje de Woody Allen, que muestra una visión mucho más cosmopolita de la ciudad. Identifico el parque Güell, la Pedrera, la Sagrada Familia, el museo Joan Miró, el parque de la Ciudadela y las callejuelas de la Ciudad Vieja. Aunque visto en perspectiva, lo que más me llama la atención es el carismático pintor Juan Antonio, interpretado por Javier Bardem. No porque me sienta especialmente atraída por el actor, sino por los paralelismos entre el personaje y la ciudad misma: virtud artística, amante inigualable, capaz de despertar en muchas personas a la vez el deseo, la pasión, la locura.
La película se acaba, pero mis ganas de mirar Barcelona siguen, y hago otro intento, algo más insólito: El Perfume, historia de un asesino, de Tom Tykwer. En ese caso, la cinta es ambientada en Francia. Sin embargo, diversas escenas fueron rodadas aquí, lo que me permite reconocer muchos de esos sitios: la plaza mayor del Poble Espanyol, la plaza de la Mercè, el puente del Bisbe y el laberinto del parque de Horta, cuyo dédalo, como bien lo plasma la película, fue inspirado en los juegos eróticos y la galantería del siglo XVII. Realmente es apasionante internarse en él (de eso me acuerdo muy bien).
Es entonces que la fatiga ocular me hace dejar de lado las pantallas y buscar un libro. Elijo Tatuaje, de Manuel Vázquez Montalbán, una novela negra protagonizada por el detective Pepe Carvalho, llena de misterios y de referencias a Barcelona. Ya al principio, Pepe busca pistas sobre su investigación cerca del parque de la Ciudadela. El mismo por donde Penélope Cruz y Scarlett Johansson pasearon sacando fotos. Se trata de el primer parque público de la ciudad, donde todavía hay vestigios de la ciudadela amurallada de principios del siglo XIX.
Sigo tras las huellas de Pepe. En algunas páginas salimos de su casa en Vallvidrera, pasamos por la Plaza Real y llegamos a un bar en la calle de Ferran. En otra parte, paseamos por la plaza del monasterio de Sant Cugat, vamos hasta el paseo marítimo de Badalona y volvemos hasta el bar Pastís, cerca de la iglesia de Santa Mónica. Más adelante, encuentro una descripción perfecta de la calle más famosa de Barcelona: el paseo de Las Ramblas.
“Las Ramblas habían conservado el sabio capricho de las aguas descendentes que le habían dado origen. Tenían voluntad de aguas con destino, como las gentes que las recorrían a todas las horas del día, despidiéndose con morosidad de los plátanos, de los kioskos policrómicos, del caprichoso comercio de loros y macacos, del mercenario jardín de los puestos de flores, de la arqueología de los edificios que marcaban tres siglos de historia de una ciudad con historia. Carvalho amaba aquel paseo como amaba su vida, porque le parecía insustituible.”
Tatuaje; Manuel Vázquez Montálban.
No hay nada como recorrer Barcelona a través de las palabras de Montalbán, un verdadero hijo del Raval, quien, como él mismo definió, era periodista, novelista, poeta, ensayista, antólogo, prologuista, humorista, culé y cronista prolífico, además de gastrónomo. No es casualidad que sus historias están atiborradas de recetas, por lo que me termino el libro con un hambre de perros.
Abro la nevera. Me preparo una tortilla, butifarras y pan con tomate. Ya no me basta con mirar escenas de la ciudad condal y redescubrirla en líneas y entre líneas. Quiero oler la capital catalana, sentir su sabor; aunque al primer trozo que me llevo a la boca me acuerdo de mi condición de extranjera: me he olvidado del aceite (de hecho, odio las olivas). Y decido, pues, acompañar el plato con otra película, más acorde a mi situación: Piso Compartido (L’auberge espagnole), de Cédric Klapisch.
Entonces me veo a mí misma reflejada entre aquellos estudiantes, quienes paso a paso van desvelando la ciudad, para pronto, inevitablemente, echarla de menos. Por eso, nostálgica, tomo prestadas las palabras de Carmen Laforet en Nada para describir mi circunstancia: “Inmediatamente fue una percepción nebulosa, pero tan vívida y fresca como si me la trajera el olor de una fruta recién cogida, de lo que era Barcelona en mi recuerdo”.