La frontera entre la niebla

Como Dante, entendimos que la principal diferencia entre el infierno y el purgatorio es que al menos en el segundo todavía hay esperanza.

“A mí no me va a mover de aquí, y no me importa a quien me traiga”, dijo Cara de Piedra. La Niña, una mujer de unos veinticinco años, nos miraba suplicando que alguien alejara a ese subnormal del mostrador. Para su desgracia, sus ojos encontraron una jauría de subnormales que, al igual que Cara de Piedra, clamaban sangre y venganza.

Era obvio que iba a pasar, tan obvio que lo difícil era darse cuenta de que iba a pasar. Desde el amanecer la niebla salió del océano reptando por la zona fronteriza, lenta e indetenible, y para la medianoche había envuelto por completo a la ciudad. Teníamos la mirada fija, unos en las pantallas de los vuelos y otros en los ventanales, como un apostador que se ha jugado todo a una carta que sabe que no va a salir. La esperanza nos aferraba al milagro, pero como la mayoría de los milagros: no llegó. Lo que llegó fue la sentencia simultánea, idéntica e inapelable para cada pasajero que se encontraba esa noche en el aeropuerto de Tijuana: espera indefinida.

Todos los vuelos, de todas las aerolíneas que tenían como origen o destino el aeropuerto de Tijuana, habían sido cancelados, retrasados o desviados. El pánico volcó a los pasajeros desde las salas de abordaje a la zona de los mostradores, como si ahí todavía pudieran despegar aviones. Los empleados de Viva Aerobús se atrincheraron para regurgitarle las mismas palabras a todo el que buscaba una solución: “al ser un evento meteorológico no es responsabilidad de la aerolínea”. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen. Lléguele. Buenas noches. Gracias por su preferencia. Ojos Tristes y la Niña, trabajadores de Viva aerobús, se volvieron el rostro de la corporación que no los capacitó para lidiar con esta situación. Abandonados a su suerte, hicieron gala de la totalidad de sus capacidades para resolver el problema. Desafortunadamente, sus capacidades no eran tan capaces y así les (y nos) fue.

Vale, no está fácil dar la cara y salir a decir: estimados: están jodidos. Eso ya lo sabíamos, incluso lo entendíamos, habíamos manejado, caminado, nadado, comido, besado, comprado y cruzado la frontera a través de la niebla. La cuestión climática ahí estaba, sin culpa ni remordimiento. Ese era el problema original y nadie podía hacer nada al respecto. Fue el problema secundario, la eliminación automática de todos los vuelos, lo que detonó el caos, pero lo que enardeció a la gente fue tener como única respuesta la cantaleta de no es mi problema es tu problema. Y así, desde la misma niebla salió la primera “solución” del personal de Viva Aerobús: no se me preocupen, todos tienen lugar en el vuelo de las once de la noche … del miércoles. Hombre, haberlo dicho antes, muchas gracias, qué detalle.

El público culto y conocedor reaccionó como se esperaba: gritos, chiflidos y sombrerazos. “Que devuelvan las entradas” -¿para qué?-; “A mí me lleva a México en este instante” -porque no lo dijo antes señor, permítame sacar el teletransportador-. Wapi, mi novia, tenía la mirada furibunda generalmente reservada para mí cuando cometo un error.

En este momento, Líder Sindical, uno de los pasajeros, tomó la voz de la horda: “¿Cómo crees? ¿Qué? ¿Y no trabajo?” ; seguido por los clásicos, yo sé que no es tu culpa, que tú sólo eres una hormiga, un microbio… peeeero… eres un [inserte aquí el adjetivo de estupidez de su preferencia] seguido de “tu [insulto] compañía no sirve para un(a) [insulto]”. Después, en algún lugar del aeropuerto, se estaba haciendo una lista de pasajeros para resignarlos en las sobras de cualquier vuelo cuya característica fuera llegar a un destino que estuviera a un viaje en autobús a la Ciudad de México. Wapi alzó la mirada y mientras su voz decía “acepten su responsabilidad” en realidad decía los voy a matar a todos y a ver si así me llevan a México. Yo le respondí “revisa si hay vuelos en Mexicali” pero en realidad decía, ya hay gente que se puso la etiqueta del loco intransigente, deja que ellos lo hagan y con eso resolvemos nuestro problema: GoodCop-BadCop. “A mí no me va a mover de aquí, y no me importa a quien me traiga”, dijo Cara de Piedra cuando dedujo que su mejor opción representaba un descuento de dos días de sueldo, claro está si es que todavía tenía trabajo. La Niña alzó la cara suplicando, pero se dio cuenta que una vez que terminara con aquel necio desesperado seguiría otro igual o peor. Como siempre en el momento en el que uno piensa que no puede ser peor, se puso peor.

Foto: Ángel Horta.
Foto: Ángel Horta.

Ante la notoria incompetencia de sus compañeros, Cabeza de Pie decidió tomar el control de la forma en la que un piloto de Fórmula uno toma control de una apendectomía: sin tener la más mínima idea de que está haciendo, pero con absoluta seguridad y certeza de lo que está haciendo. Cara de Pie dio marcha atrás con lo poco que se había avanzado y regresó a la perorata de “la aerolínea no controla el clima”, después ordenó que la masa se volviera una sección de filas ordenadas y por último pidió que se le hiciera entrega de la lista fantasma para atender en el orden en el que aparecieran los nombres. Por su puesto, nadie le hizo caso. Lo único que obtuvo fueron gritos de Líder Sindical y Cara de Piedra. Ojos tristes le lanzó una mirada que no reprimía su estupidez sino su iniciativa y La Niña aprovechó para escabullirse de ahí y salir, asumo, rumbo a San Diego.

Al fin fue nuestro turno en el embudo. Afortunadamente me arrojó con Ojos Tristes, quien para este momento había entendido que la mejor opción era ayudar de cualquier forma. Cuando le pedí un vuelo desde ahí a donde fuera obtuvo dos asientos en el avión de la una cuarenta y cinco de la tarde hacía el Bajío. Bueno. Ya que. De lo perdido lo recuperado, dicen.

Media vuelta y fue Wapi quien recordó: “la Maleta”. Con el problema del vuelo supuestamente resuelto, ahora venía el siguiente, todas las maletas documentadas se encontraban en el lado del aeropuerto al que ningún pasajero podía pasar. Entonces, Ojos Tristes salió del mostrador a explicarnos qué teníamos que hacer. Paso uno, darle el boletito de la maleta. Paso dos, describa su maleta y se la vamos trayendo. Aquí hay otro problema porque, salvo contadas excepciones, las maletas tienen forma de maleta, colores de maleta y son de marcas de maleta; entonces cuando uno dice: es una Samsonite, de rueditas, cuadrada y de color gris (negra o azul) es como decir mi aguja tiene forma de aguja, ahora vaya a buscarla en el pajar.

Wapi prefirió, como cientos de personas, sentarse en el piso y publicar su ira en redes sociales. En ese momento, su alma oaxaqueña buscó una explicación para nuestro penar. “Esto me pasa por venir en muertos a Estados Unidos y no a Oaxaca, con mis abuelos y con todos los muertos. Todo por cambiar el mole por hamburguesas”. Le respondí alguna mamuquez intelectual, pero pensé en donde podríamos conseguir velas y cempasúchil a esa hora para ver si cumpliendo con la ofrenda nos liberaban de la niebla. Sin embargo, que apareciera un avión con nuestro nombre se vislumbraba más fácil que poner un altar. Además, los muertos son muertos, no tontos; no es cuando uno quiera, es cuando uno cumple.

Las filas y la gente parecían incrementarse. No sabía a dónde iban o en que aerolínea, pero en todos vibraba la expresión perdida de la resignación. Esta era la primera vez que veía el reloj desde el anuncio de la cancelación, ahora son las dos de la mañana. Los adultos pensaban en qué hacer y los niños dormían entre los brazos de sus madres o en camas improvisadas con maletas y cobijas. Sus rostros angelicales descansaban con placidez, en completa discordancia con el ambiente, haciéndome envidiar la soledad a la que se llega a través del sueño de los justos.

La maleta salió. ¿Y ahora qué? “Checa los hoteles cercanos”, dijo Wapi, mientras yo contemplaba la idea de dormir ahí mismo. Pero la renta y ocupación en el piso del aeropuerto se habían incrementado exponencialmente. A eso había que sumarle la mirada de Wapi, esa que ahora sí estaba diseñada para señalar y subrayar mi estupidez.

Salimos. La niebla seguía ahí. Mientras el Uber flotaba dentro de la nube al borde de la tierra de nadie, me puse recitar la única oración que podía ayudarnos en ese momento: “vampiro fronterizo, por las noches volarás, a pesar de tus hechizos… vampiro fronterizo, por las noches volarás, a pesar de tus hechizos…” No vaya a ser. Los hoteles del aeropuerto aparecieron. Uno había sido alcanzado por el mismo destino de los vuelos, aglomeración de pasajeros que buscaban transformarse en huéspedes. El segundo, parecía distinto y solo se veía una persona en el front desk. Me bajé y pregunté. “Na mas nos queda una triple con tres camas individuales”. Por la suerte que veníamos arrastrando entendí: o tomábamos esa opción, o iríamos como peregrinos de hotel en hotel hasta acabar en un Oxxo viendo salchichas girar esperando al amanecer.

Uno, equivocadamente, piensa que una habitación de tres camas será más grande que una con una cama; pero lo que uno no piensa es que si uno pone una cama sobre la otra acaban ocupando la misma superficie. Nuestra habitación estaba acorde con el desarrollo de los eventos, una litera y una cama individual en el espacio de una cama queen. La ventana tenía una panorámica directa al letrero del hotel, brillando con un resplandor azulado y espectral filtrado por la bruma. La habitación olía mal, “a patas” dictaminó la nariz experta de Wapi. Encendimos el aire acondicionado y se dejó sentir el frio de desierto artificial correspondiente a la luz del letrero.

Amaneció. El sol brillaba en el aire marrón de la frontera. La aridez hacía imposible entender cómo la noche anterior uno no podía ver más allá de cinco metros a causa de la humedad. Todo era una pesadilla colectiva entendida sólo por aquellos que la seguíamos viviendo. Baño, desayuno continental y de regreso al aeropuerto en menos de seis horas.

Como Dante, entendimos que la principal diferencia entre el infierno y el purgatorio es que al menos en el segundo todavía hay esperanza. La mañana continuó en la estela del evento nocturno: todos los vuelos de ese día estaban retrasados, pero con la certeza de salir. Los cientos de personas que seguían ahí habían diluido el enojo con un sueño sin descanso o con el hambre que se construye en la vigilia. El precio de un vuelo directo a México alcanzaba las proporciones de un pulmón, y con escala las de un riñón. El aeropuerto ahora estaba hecho un palacio de tortura. Esperar, esperar, esperar y seguir esperando. Mi vuelo de la una cuarenta y cinco salió hasta las tres. Los lectores intentábamos escindirnos de la realidad. Al ver a una chava leer Pedro Páramo, un escalofrío subió por mi espalda cuando entendí que ese día Comala y Tijuana se parecían demasiado, siendo fronteras entre un aquí y el otro lado.

Al final, la cosa fue fácil, sólo hubo que volar a León y de ahí en camión a México. Nos dimos cuenta que una familia nos había acompañado en el viacrucis: el mismo vuelo perdido, el mismo vuelo a León y el mismo camión a México. Eran dos señoras (madre e hija) y dos chavos, cuates o gemelos de prepa a los que la cancelación del vuelo les había caído como bendición, al volverse la excusa perfecta para no llegar a dos exámenes y obligar a algún profesor a que se los aplicara el jueves.

Llegué a mi casa al alba del martes, veinticuatro horas después del itinerario. Consideré descansar una hora, pero me dio miedo quedarme dormido y despertar en la playa una mañana fría de noviembre, viendo desaparecer la frontera entre la ciudad y la niebla.

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