La vida en la Tierra nunca fue nada bueno. La ciencia se nos adelantó demasiado (…) y la gente se extravió en una maraña mecánica (…) dándole importancia a lo que no tenía importancia.
Ray Bradbury; Crónicas marcianas
El 8 de enero de 2047, un pequeño comando armado, perteneciente a la recién inaugurada policía biónica, se encontraba patrullando las calles de la caótica Ciudad de México. Entre gigantescas y repugnantes pilas de desechos altamente tóxicos, sexoservidoras robotizadas y viejos pedazos de chatarra; 8 hombres perfectamente entrenados para exterminar a cualquier tipo de amenaza, trotaban por lo que alguna vez fue Paseo de la Reforma; la magnífica y monumental avenida de la capital, en la que miles de automóviles desfilaban diariamente y por la que transitaban empresarios, oficinistas, recepcionistas y uno que otro estudiante atolondrado. Ya no era ni la sombra de ese símbolo de la evolución capitalina; se encontraba sumida entre el crímen y las estafas, atestada de problemas eléctricos y estructurales causados por la devastadora rebelión de las máquinas en 2025.
Eran 8 tipos intransigentes; sus caras parecían inmutables ante el sudor y la fatiga; llevaban ya un par de horas corriendo, vigilando, patrullando, auxiliados por algunos drones, los escondites y rincones de esa larga y maravillosa vía que alguna vez describió con esmero Poniatowska. Marcaban el paso con sus botas de metal, con esos ejemplares mortales de calzado que machacaban huesos y desaparecían facciones en cuestión de segundos con sus puntas retráctiles en la suela, mismos que despertaban terror en más de un corazón y pánico entre los televidentes del único noticiero, amarillista y alarmista claro está, que sobrevivió en la televisión: 7 días, una mezcla de amenazas, publicidad y propaganda que habitaba en las mentes idiotizadas de los afamados chilangos.
Sin emitir un solo sonido, los “8 más odiados” como les decían en los rumbos de la Zona Rosa, giraban sus cuasi robóticas cabezas en aras de detectar francotiradores; ajustaban, bajo los lentes tintados de rojos de media luna, sus miradas frías, insensibles, inhumanas, solo para detectar amenazas y quitarlas de su camino. Y eso hacían, con sus enormes revólveres con silenciador disparaban a destajo; ante cualquier actividad sospechosa desenfundaban y tiraban a matar con una precisión escalofriante y una munición expansiva que se colaba entre los huesos y los hacía astillarse hasta la muerte.
De esta manera, a la mitad de su carrera justiciera, encontraron un cadáver. A la mitad de la calle con esas curiosas baldosas geométricas, yacía melancólico y olvidado, el cascarón inanimado de un tipo verde, sí, verde hasta la lengua; con la punta fría de la bota, el capitán Jeremías golpeó violentamente el cuerpo; sin recibir respuesta alguna, por supuesto, ordenó que lo registraran, sin éxito, y lo cargaran entre cuatro de sus hombres, quedando dos libres por si el evento se trataba de una emboscada.
Fungiendo como camilla, el cuarteto de soldados bajaron por fin al cuerpo cuando entraron en las oficinas militares de Campo Marte, en donde les esperaba un forense menudo y calvo, con unos diminutos espejuelos cuadrados y una barba de tres días que acumulaba una especie de caspa bastante asquerosa.
Con sus ciento quince kilos de peso, el doctor Germán les indicó que se retiraran mientras intercambiaba algunas palabras insulsas con el capitán y firmaba otra engorrosa orden de entrega. Apretó la mano metálica y frígida del capitán y con un breve movimiento de su cabeza se dispuso a empujar la camilla por un interminable pasillo pobremente iluminado. Durante su trayecto al laboratorio, no pudo sacar de su cabeza la mano del capitán; sus falanges llenas de circuitos, su mandíbula inoxidable y su ojo izquierdo, visiblemente artificial y en constante enfoque y análisis. Pero tampoco dejaba de pensar en las otras partes: en su cabello, aún natural y su cerebro humano, en el brillo artístico de sus dos hileras de dientes, que se encontraban siempre en perfecto estado y que relucían cual perlas en cualquier habitación a la que Jeremías entrara; pero, aún así, sentía que algo había cambiado y que ese jóven asustadizo y tímido que era Jeremías cuando entró en la milicia, no se parecía en nada con el humano robotizado al que veía cada mañana y que había sido protagonista de historia apabullantes, llenas de sangre, apuñalamientos y sacrificios en “nombre de la patria”.
Todavía turbado, Germán encendió las luces del laboratorio metalizado y procedió a sacar los instrumentos necesarios para la autopsia. El muerto no era extraño para él; durante las guerras robóticas de la década pasada muchas formas de vida extraterrestres se habían manifestado, casi todas para ayudar a las máquinas a exterminar a la humanidad, pues estaban verdaderamente hartas de su basura y de la poca o nula consideración que tenían hacia su planeta. Pero lo que sí le parecía, cuando menos peculiar, era la manera en la que había sido cortada su boca, de comisura a comisura, como La Dalia, y con los ojos desorbitados. Y creía esto curioso, ya que los crímenes de odio en contra de los liranianos (a esta especie pertenecía el cuerpo; lagartos antropomórficos de dos metros de alto, con ojos felinos, una distintiva membrana que salía de detrás de sus orejas viscosas y alargadas en momentos tensos, una cola peluda llena de espinas y el cuerpo entero dotado de escamas altamente venenosas; habitantes de Liran, un planeta de Dios sabe qué galaxia perdida en el espacio que llegaron hasta nuestras tierras por coincidencia, ya que uno de ellos, provincialmente, decidió no prestar atención al ingresar los datos de la ubicación de destino en una máquina de teletransporte y terminó en el Zócalo de la Ciudad, para ser precisos, en la cornisa de Palacio Nacional, justo cuando se celebraba el afamado grito y los asistentes pensaban que una invasión era inminente) habían terminado tras su extinción en la tierra un par de años atrás.
Un tanto nervioso y asustado, Germán inició con su trabajo; dibujó tres líneas profundas con su bisturí: dos desde las clavículas y una más desde la unión de las dos anteriores. Tras retirar algunas capas de piel, armado de sus guantes más gruesos, Germán quedó impresionado y completamente atónito ante la anatomía del liraniano: sin pulmones, hígado o riñones, su cavidad solo se encontraba ocupada por un cubo azul, del tamaño de un vitrolero convencional, que funcionaba como corazón,un saco bastante grande que simulaba a un estómago e intestinos similares a los de los seres humanos.
Su asombro se vio intempestivamente interrumpido por la presencia de una forma extraña y descomunalmente geométrica en el saco; ante esto, Germán procedió a hacer un elegante y discreto corte, solo para descubrir un pequeño cofre de madera, el cual limpió con esmero, para no dañar el interior con el veneno de la piel del cadáver y para evitar quedarse sin, lo que probablemente podía ser, un vestigio de épocas remotas.
Apartó el cofre y con la respiración agitada, continuó examinando, solo para percatarse de la existencia de cicuta en su sistema, misma que, según su hipótesis, utilizó para suicidarse después de lastimarse la boca, llena de aquellas diminutas sierras puntiagudas que eran sus tres hileras de colmillos, al introducir el cofre (que no les parezca extraño, los liranianos tienen la capacidad de expandir su tráquea y estómago para almacenar algunos objetos de valor, en caso de amenaza).
Terminó excitado, como si estuviera a punto de recibir un orgasmo y cosió apresuradamente al infeliz liraniano, con sus dedos carnosos y sudorosos, y se sentó, dispuesto a desentrañar los secretos del universo, contenidos en ese cofre. Y al abrirlo, sus ilusiones se vinieron abajo: no había artefactos ultrapoderosos para usar en contra de los enemigos, ni llaves que abrieran puertas enigmáticas; solo una libreta. Sin perder la esperanza de encontrar la clave de la felicidad eterna o la manera más rápida para volverse inmortal, tomó el cuadernillo entre sus manos y se decidió a examinarle, presa de una taquicardia, sinceramente, preocupante para su sistema circulatorio atestado de grasa. Vislumbró fechas, anotaciones al pie, pequeños dibujos inverosímiles y al final, un sobre, adherido con uno de esos enigmáticos pegamentos en barra con colores estrafalarios que los chiquillos cargaban en sus mochilas cuando las escuelas existían y los maestros eran indispensables.
Arrancó el misterioso objeto y lo abrió, hecho que le permitió descubrir una carta, doblada, hecha un ínfimo cuadrado y, extrañamente, pesada. La traducción de la carta en cuestión, decía lo siguiente:
“Para el distinguidisimo general de las tropas liranianas, el doctor Splink:
Estoy hasta el carajo de la humanidad y sus inconsistencias e hipocresías. Con una botella llena hasta el tope de cicuta, estoy aquí, sentado a la mitad de una de sus desoladas avenidas sin más cosas qué hacer por este planeta podrido y desalmado. He llegado a estas conclusiones gracias a las experiencias cercanas con los humanos; nunca fueron amables, o quizá sí querían serlo, pero nunca pude darme cuenta porque viven, literalmente, inmersos en un improductivo planeta digital. Van por las calles, con el móvil en la mano, como simios encorvados, sin mayor respeto por su gente. Y esta cuestión del trato para con sus iguales, pude verlo reflejado en la manera en la que hacían las guerras: leyendo sus libros sobre historia me enteré de su insaciable hambre de poder, de su necesidad vital por tener el control absoluto entre los puños.
Pero ni siquiera comprendo el atractivo que ven en realizar la guerra con sus iguales; viven entre bombas e insultos, asesinando a sus hermanos, amenazando la vida de sus retoños y extinguiendo formas de vida “inferiores” que dan señales de una inteligencia más avanzada que la de ellos, para ser sinceros. Aunque, evidentemente, esto no es suficiente para querer quitarme la vida, pues, el verdadero problema reside en que no puedo regresar a casa; en que ustedes, en Liran, se encuentran en una de las batallas más cruentas de nuestra historia, tratando de hacer libre nuevamente a nuestro pueblo y para ahuyentar de él las garras de conquistadores oportunistas.
Y así, en un clima de guerra, nadie recuerda a sus exiliados, a sus víctimas indirectas, a sus mártires errantes, que se ven en la humillante necesidad de pedir permiso para quedarse en la tierra ajena mientras “las cosas se calman” si es que eso llega a suceder algún día. Soy hijo de las exploraciones liranianas en la tierra; mis amigos y colegas se marcharon cuando se percataron de la precariedad de nuestras vidas en este mundo; pero yo decidí darles una segunda y última oportunidad.
Ahora, a años de distancia, noto soberbia, necedad y estupidez en mi afán por quedarme en este sistema de mierda que transpira odio y vanidad. Y hablando de vanidad, no puedo acallar mis comentarios sobre este aspecto humano, que imprimen en todo y que portan junto a la bandera de la arrogancia. Nunca había visto una raza más voraz, más inepta, más bruta.
Pero, aún así, les tengo lástima; aún cuando en sus “modas” no hay otra cosa que superficialidad y avaricia, que se materializa en revistas con los “últimos gritos”, que se especializan en crear ensoñaciones en las mentes de los que no pueden acceder a las, estúpidamente, costosas “prendas de diseñador”. Pareciera que no comprenden que solo es un ajuar, una piel extra, que deja de lado su función real de abrigar y cubrir y adopta funciones meramente sociales: las de apantallar, impresionar y otorgar estatus. En realidad no me impresiona que lo piensen, pues, son una especie irónica, llena de vacíos, atascada de una exorbitante y tremenda nada que les inunda el corazón y les arrebata los pensamientos de sus mentes sobrevaloradas. Acuden a lugares para comer platillos lujosos, solo para contarle a los demás que visitaron ese lugar y que ingirieron algo que ni siquiera les gusta del todo; y ese es otro punto: la complacencia y los perfiles que adoptan. A lo largo de mi estancia por estos lares, descubrí que existe una clase entre los humanos, que predomina y fagocita a las demás: la de los impostores. Pero me parece curioso que, aún dentro de los impostores, existan subdivisiones; fijé mi atención, sobre todo, en los impostores artísticos, esos que dicen haber leído todos los textos del planeta y que tildan de ignorante al que no comprende uno de los tomos que ellos tampoco comprendieron; o aquellos que se creen superiores por ver cierto tipo de películas y llaman “ignorantes” a los que no las ven, aunque ellos no las comprendan y aunque tampoco les agraden.
Y creo que la flaqueza en este tema en particular, es la incapacidad del ser humano por mostrar desagrado hacia lo que la mayoría ama y alaba. Comprendo que esto sucede por su carácter gregario y social, pero no entiendo porqué hacen enormes sacrificios solo para gustarle a los mismos a los que le declaran la guerra.
De este modo, la Tierra vive en un constante estado de engaño, de embuste, entre pseudo eruditos que nadan en ignorancia y se sienten bien con ello, tipos escandalosos que viven farisaicamente y suben sus vidas editadas a internet y charlatanes que venden cosas que no sirven, pero que, extrañamente, los humanos compran todo el tiempo.
Por esto es por lo que he decidido tomar la cicuta, no por cobardía, pues me ha costado meses reunir la voluntad para hacerlo, sino por liberación, pues no soporto más tiempo viviendo entre las rejas de la vida humana. Aunque, antes, quise dejar este testimonio de mi existencia, este pequeñísimo fragmento de que estuve caminando entre los humanos.
Así, con todo y quejas, siento que algo me falta, que estoy dejando de lado aspectos importantes de mi larga aventura con estos primates; creo que es por que me contagiaron su indecisión y sus largas reflexiones a la hora de resolver sus problemas, que, además, le adjuntan a los otros a la primera oportunidad. Eso me aterroriza, su dependencia y sus ganas de compartirlo todo, de experimentar en binas, incluso, de querer juntar a dos jóvenes humanos en una unión que les quita la personalidad y los hace infelices, cuando, otra vez con las cosas sin sentido, debería hacerlos dichosos.
Prefieren burlarse, reírse de sus complejos retos impuestos por humanos con mayor poder, bailar por sus frustraciones, cantar ante las adversidades, pararse frente a un millar de personas y explicar conceptos que ellos mismos crearon para satisfacer sus inseguridades y sus ganas de comprender lo inentendible: su universo, su creación y su destino.
Eso se lo preguntan diariamente ¿Qué pasa después de morir? Y nunca se ponen de acuerdo; unos dicen que vuelven al planeta con otro rostro (uno de sus mayores atractivos; funciona como una máscara y como un identificador) y otro cuerpo, aunque también dicen que vas a otro lugar con nubes y un hombre con una barba blanca que al principio castigaba a todos y que después se convirtió en una extraña especie de padre universal amoroso.
Otros afirman que no hay nada más allá, que la vida termina cuando su corazón se apaga, cuando sus células envejecen y dejan de reproducirse y cuando su piel se cuelga, como un material flácido. Claro, algunos mueren antes, por las guerras, el hambre (sí, a pesar de que hay gente que gana millones de billetes verdes por entregar productos innecesarios en la puerta de los demás, hay otros humanos que vagabundean por los caminos del mundo sin una sola moneda de plata), las enfermedades y los accidentes, que dejan sobrevivientes en ciertas ocasiones y que los hacen valorar sus míseras existencias.
Recuerdo que nunca quisimos conquistarlos, que nuestra intención era dejar esto vacío, con máquinas capaces de reconstruirse y producir más de ellas para mantener el planeta en armonía, pero sin ningún humano husmeando por los alrededores. Los considerábamos molestos, nos reíamos de su modo de vida, de sus costumbres, de sus rezos a deidades creadas por otros iguales a ellos, de su valentía ante la vida, sacada de libros escritos por ellos y de películas rodadas por otros iguales, de su inocencia, de su sed de sangre, de su carácter despiadado, de sus fobias y sus filias, de sus risas sarcásticas, de su sentido del humor, de su ser.
Nunca pensé terminar así, a la mitad de una urbe, con una botella en la mano que representa mi final; un desenlace totalmente humano, lleno de simbolismos y de cosas que algún iluso enlazará con el contenido de uno de sus libros y, posteriormente, convertirá en piés de página (notas pedantes que van debajo de sus textos). Pero les voy a dar gusto, les dejaré convertirme en patrañas literarias y en metáforas; en un cuento esquizofrénico, en un relato insensato.
Igual de insensato que su declive, iniciado por máquinas que ellos mismos construyeron y que se rebelaron ante su individualismo y su desinterés por la vida. Las máquinas se hartaron, y, un buen día, llegaron a la conclusión de que vivían bajo las órdenes de unos completos torpes que se embriagaban un par de veces por cada ciclo de 7 días que pasaba. Les cortaron sus preciadas comunicaciones, se apoderaron de la red, les quitaron a sus crías, quebraron sus comunidades, mataron a capitalistas y socialistas, destruyeron sus obras de “arte moderno” y violaron sus constituciones inentendibles para mi intelecto. Realmente jugaron bien, diseñaron una estrategia infalible desde dentro, con el conocimiento de sus preferencias, su historia, sus datos sensibles y sus hábitos, desnudando por completo a sus amos.
Y, precisamente cuando tenían sus robóticos piés sobre sus caras, los humanos se agruparon y, como en las películas, reunieron la fuerza suficiente para derrocarlos y para hacerse uno con ellos, introduciendo partes de sus adversarios en sus mortales organismos.
Sinceramente creo que esta carta es innecesaria, y que es la cosa más larga que he leído en mi vida, pero no podía irme sin dejar un estereotipo en mi partida. De eso también está plagada la existencia humana: de besos apasionados, de miradas intensas, de gritos iracundos en sus peleas, de pasión, de sufrimiento, de drama, de golpes en los costados, de tipos corriendo detrás de una esfera, decidiendo el futuro de las naciones y jugando por la estabilidad política mundial, de académicos que trazan el camino de las sociedades, o creen hacerlo, porque, la verdad es que nadie vive como en sus ensayos; de respuestas insustanciales, de identidades múltiples, de apariencias, que los ahorcan y les exigen ganar una cantidad exacta de dinero para encajar en un grupo de personas que no les estiman pero les aceptan gracias a sus bienes materiales; de melancolía, de estrés, de enfermedades mentales, que otros humanos especialistas en fármacos pretenden erradicar pero no lo consiguen, porque ellos también las padecen; de locos y poetas que riman sin descanso y mueren en el anonimato, de criaturas monstruosas que viven en sus sueños y los persiguen en la realidad con el nombre de deudas, amores extraños y enemigos de carne y hueso, de escritores pedantes y obsesionados con el jazz (un estilo de música que ponen en cajas metálicas a las que llaman elevador, que les ayudan a transportarse de manera vertical dentro de sus grandes rascacielos, de igual forma, lo reproducen en cenas importantes (reuniones a la luz de la luna) con impostores que lo escuchan por compromiso y que no lo disfrutan), de escritores que critican lo que otros humanos hacen y citan a otros humanos más, para comprobar que están en lo cierto, de envidia, de niños, de actores, de iglesias que prometen cosas que no se pueden ver o tocar y que imponen sistemas de creencias imposibles de seguir que atentan en contra del placer y la naturaleza humana, de crímenes, de demonios, de géneros, de cuadrados, de gatos y de escritores que aman a los gatos y relatan la vida de México.
¡Qué decir de esta nación! Repleta de humanos que producen y venden, sin que los humanos que supuestamente tienen el control se enteren o, en ciertas ocasiones, involucrándolos, sustancias que hacen que otros humanos viajen sin transbordadores en la comodidad de sus casas y “como lo vio en televisión” (creo que esta frase no iba aquí, pero la escuché con frecuencia y quería usarla). Dicen que México está en un lago en la luna o en su ombligo o algo así, realmente me costó trabajo entender sus modos de hablar, pero yo, más bien opino, que está en el ombligo de las incoherencias, pues asesinan a las mujeres de la especie solo por serlo ¡Inaudito! No las dejan caminar por las calles, los hombres las quieren poseer, las quieren obligar a estar con ellos, las quieren a su lado, pero no se dan cuenta de que no son objetos, de que no son atractivos para ellas porque no entienden su libertad y su privacidad (un término extraño que todos dicen querer y que casi todos traspasan cuando no es la propia).
Surrealista, México se alzaba como un lugar rico en recursos de interés para los humanos, pero, nadie supo administrarlos y terminaron por caer, como todos los demás países, en la miseria extrema, en la indiferencia, en el olvido. Folclórico, ruín, despiadado, bellísimo, orgulloso y tradicional, México siempre fue una sustancia que iba más allá de mi comprensión; aún hoy, cuando estoy aquí, frente a una estatua que representaba la independencia que nunca tuvieron, recuerdo que su alma era buena, pero que la gente al mando era falaz; soberana y democráticamente irrisoria, injusta con los humanos a su cargo e innecesariamente cruel.
El país de los robos, del oro negro derramado, de las polítiquerías disfrazadas de promesas, de las transformaciones, de los sinsentidos, de la muerte alegórica, de los otros datos, de la vida rápida, de los asaltos en los microbuses (un transbordador terrestre pequeño y mágico,en el que caben decenas de personas), de los ríos de gente en el metro (un gusano que viaja por debajo de la tierra), de mujeres cazadoras de gorilas apeados con cascos y escudos, que lanzaban granadas de humo a las defensoras desprotegidas que nunca recapitulaban; de los literatos que escribían sobre marchas estudiantiles y pueblos fantasmagóricos, de los humanos comunicadores muertos, rodeados de impunidad, de la sangre, de Guadalupes y Tonantzines, de héroes patrióticos oscuros e inexplorados, de humanos atletas sin apoyo, de muertos, de muerte.
Ahora, estoy tomando la última gota de la cicuta, mientras escribo esta línea final, infestada de melancolía y cursilería. El veneno recorre mis escamas, lo siento, como una plaga, como una firma, como la firma final, que decide mi destino y detiene mis sistemas. Aún hay mucho por contar, pero lo que yo tenía que relatar, ha sido expuesto, y no me importa lo demás.
Atentamente: Borgtázar, un liraniano más humano que extraterrestre.
Germán cerró la carta. Una lágrima recorrió su mejilla; ese destello, esa insignificante partícula, le recordaba a su antigua vida, hacía 40 o 35 años, cuando caminaba por Chapultepec y podía disfrutar de los árboles naturales, de la vista, magnífica e impresionante, cuando sus pies le ardían por el cansancio de la caminata, cuando sentía la brisa en la cara y corría para aumentar sus estragos.
Germán, recordó que algún día fue así, que antes sonreía, que las cosas eran más reales, que tenían tonos vibrantes, llenos de vida. Lanzó la carta para que esta cayera en la mesa; una vez lograda su hazaña, tomó un revólver que guardaba en su escritorio por si las cosas se ponían mal. Dirigió sus piernas robóticas hacia su silla, se sentó, cargó el arma, apuntó hacia su cráneo, pensó en su madre, en él mismo, en su vida antes de las máquinas, en las restricciones que impusieron tras la guerra y, así, sin más, apretó el gatillo.