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Historias

Ciudad testigo

Estamos aquí. Una foto, dijiste. Y clic en menos de lo que yo pude acomodarme la chamarra y la borrachera.

A la fugacidad y lo inconcluso

Era una noche fría, recuerdo, en esas inverosímiles calles de la ciudad. Salimos de aquel lugar y se acabó nuestro silencio y se inició una aventura. Quién hubiera sabido lo que duraría aquello. Las estridentes luces de los autos y los sonidos que emiten al querer atravesar la ciudad en segundos, el claxon a cada cambio de semáforo. Y nuestras manos enlazadas cruzando calles, y, por allá, el palpitar de la gente y de las luces que recubren las calles, y la música de los bares de esa avenida concurrida. Todos fueron testigos, aunque no estuvieran enterados de nada. Eran partícipes de aquel instante. El invierno asomaba ya sus narices en las fauces del otoño. Sobre todo, lo recuerdo porque yo calzaba ya una chamarra negra bastante cálida, y me atreví a usar aquel día, también, un suéter que usaba sólo cuando el frío era indigno, y era negro también, porque sabía que corría peligro de mirarte. Y tú -y ahí dudé acerca del invierno a pesar de mí-, te bajaste de uno de esos taxis maltrechos que navegan por la ciudad y yo te vi llegar, pero no de frente, sino reflejada en el espejo del lugar, en una fachada llena de pintas y una puerta de vidrio, y tú, con una falda a cuadros de color negro, con detalles en verde y rojo, una blusa gris que combinaba perfecto con ese saco negro que matizaba la formalidad de la ocasión. Formalidad, sí. Debo reconocer que no supe cómo comenzar a creer aquel suceso en que te acercabas a mí y yo debía girar hacia ti para arroparte en mis brazos, y sentir, quizás la calidez de tu respiración cerca del cuello. Luego ese beso en no recuerdo qué mejilla que hizo viajar a los transeúntes a una velocidad inimaginable. El tic tac de la ciudad ornamentaba el encuentro. Tic, tac. Y el perfume tuyo quedó adherido a mí todo el rato, hasta la mañana siguiente. El tic, tac de la ciudad ahora sólo era tac en los instantes que la música de aquel bar infame nos atrapó entre sus paredes. Una cerveza más; otra copa más. También comida espantosa, como si estuviéramos ya en pleno ritual de resaca y no iniciando aquel festín inolvidable. Fría y de terrible sabor. Como un olvido. Charla, mucha charla. De pronto un roce de tu rostro frente al mío. La timidez de una situación meramente pueril se hizo presente. Otro roce. Más. Recuerda dónde estamos. Tic, tac. Fuera la ciudad; dentro nuestra vida, entre roces y ruidos, entre paredes rojas y techos altos, y besos al aire que terminaban entre copas, y nosotros, fuera de todos. Que nadie nos mire. Pero que la ciudad siga arropándonos. Y dentro tic. Promesas de balcón dentro de una cerveza barata. Vamos a dibujarnos una vida juntos en este pedazo de papel, en una nota cualquiera que desaparezca pronto porque estas son puras ilusiones. Ellos pronto volverán. Y la ciudad fuera, resistiendo la fuerza de la cotidianidad. Y dentro nosotros, a punto de encontrarnos con la noche. Y dentro tic. La cuenta. Es espectáculo hastioso de pagar por mierda. Pero lo valieron los tragos. Cruzamos el umbral que separaba la puerta de salida y la banqueta de aquel bar y de pronto tic, tac. Al unísono en nuestra incredulidad. Destellos. Ese recorrer la calle en sentido contrario a todos, agarrados de la mano como si existiese un peligro inminente. Quién está a punto de morir. El tiempo, me dijiste. Corramos. No, hay que descansar. Y nos cubrió la noche y un parque repleto de árboles con hojas que caían y crujían al tocar el concreto. Tic, tac, crash. Esperemos, que la borrachera no se irá fácil. Y se fue cuando las palabras hicieron cimbrar nuestra comodidad. Por qué lo haces, espetaste. Qué, dije yo. Esto. Tic, tac, pum. Un choque a contra esquina, de lado de la cafetería aquella. Lo hago por no morir, dije yo. Aquél que iba manejando pude ser yo. Morir sin esto nunca. Imbécil, me dijiste tú. Metiste tu lengua en mi boca y me arrastraste por diez o quince infinitas calles hasta tu apartamento. Es espacio imaginario entre lo que se quiere creer, pero no puede creerse. Historias que uno no cuenta. Estaba casi finado a devolver mi vida a cambio de un respiro. Ya estamos aquí, dijiste. Y desperté. Salí del letargo. Fuera del edificio tomaste mi mano, no recuerdo cuál. Sobre tu cintura, entre tu vientre y la falda, me dejaste sentirte. Sudor y risas. Bésame que una vez dentro de casa eso será imposible, alcancé a escuchar. Nos colgamos de un instante. Aquellos segundos pudieron haber derrumbado un imperio. Sólo nos derrumbaron a nosotros. Entramos. Subimos por el elevador. No recuerdo el piso, e inventar alguno sería únicamente con el objetivo de llenar espacios. Estamos aquí. Una foto, dijiste. Y clic en menos de lo que yo pude acomodarme la chamarra y la borrachera. Otro clic. El elevador marcaba el piso. Es a la izquierda, dijiste. Temblaba yo. Y afuera tic, tac. Me encontraba yo pensando en aquel que se había estrellado hacía unos segundos y que pudo haber sido yo. Crash. La puerta del ascensor pitaba invitándome a quitarme de la entrada. Es a la izquierda, me gritaste. Otra caricia antes de entrar. Ding, dong. Es hora, dijiste. Un último beso. Uno más. En la puerta sentí correr lo mejor de lo peor. El anuncio aquél de una tragedia que se avecina, pero que no termina mal y en realidad no es tragedia pero que se siente como tal. No había espacio ahí para que interfiriera el tic, tac. Qué terrible es no conocer a nadie, ni siquiera a ti. Qué estás haciendo, pensaba. Cuánto bebieron, decía alguien por allá. Sí, claro, a ver, que si quieren cenar. Cómo que no. Una cerveza sí, pues, qué va. Lo sabía. Tengan. Salud. Qué gusto conocerte, que nos han constado bastante de ti. Pensamos que eras sólo alguien que habitaba sus pensamientos. Esto es real, aunque no parezca, digo yo. Qué tarde es ya. Deberías quedarte en casa o irte ya porque tienes que recorrer la ciudad entera, según lo que sabemos. Entonces quédate. Pero di a tu jefe que no llegarás mañana a laburar. Ya estamos tranquilos, entonces. Y ya no había tic, toc. Y tú me sostenías de las manos y yo, sencillamente, desaparecía. Yo era el tic, toc que no aparecía. Otra foto, me dijiste. Clic. Qué lindos nos vemos. Por qué no sonríes. Cómo que no sabes. ¿Qué no eres feliz? Es que contigo no se sabe. Pero si estamos juntos… (por ahora). Ese ahora está extinto. ¿Otra cerveza? Por supuesto. También tenemos más cosas. Lo que quiero no es posible sin salir de aquí manchado por la inmundicia del deseo, pensé yo. Pero qué bonitos adornos. Claro, por supuesto, es tu época favorita. Siempre lo supe. Y yo seguía mirándote la falda. Perdido en los cuadros. Y las manos apoyadas en la cordialidad para que nadie sospechara nada. Y yo ahogado en sentimientos, junto contigo. Pero qué pasa. Suena el teléfono una y mil veces, pero no puedo responder o se derrumba absolutamente todo. Y se derrumbó, pero tiempo después, y eso ahora no importa. Mientras, yo miraba el televisor y recordaba todo. Una noche que no era esa que antes intenté narrar. Afuera no había tic, toc, ni ding, dong; ni tampoco nadie se estrellaba en su auto, ni había manos conjeturadas recorriendo la ciudad. Aquí nada pasa, ni pasaba. ¿Pasará? No lo sé. A veces sólo quisiera verte bajar de aquel taxi una y mil veces, y envolverme en esos instantes; y mirarte a ti envuelta en esa falda de colores y tu saco negro, mientras yo hago de cuenta que no te miro sino hasta que corres y el abrazo y el beso y todo se repite… y no terminamos nunca. Y pensar que, si aquello no hubiera comenzado jamás, ahora no estaría fuera del edificio donde vives, escribiendo esto. Parece haberse desvanecido el tic, toc. Sólo se oye el avanzar de las manecillas de mi reloj que han visto pasar las últimas dos horas a un ente inmóvil, postrado en el árbol como esperando todo menos poder mirarte. Debe estar harto el tiempo de esperar un accionar de mi parte. De soslayo, miro la luz prendida de tu apartamento. De nada sirve si puedo hacer lo mismo que nada, ya no estamos tranquilos. Ya no estoy ni en ninguna parte. Qué si decidiera volver a las desgracias propias, a esas mismas que se han erigido con el tiempo. O volver a ti, quizás. A ese taxi. Un roce más. A ti. Al taxi; el ding, dong. A ti. Tic, tac. A esa noche. O, quizás, sea bueno volver a la comida rancia y fría y a los tragos infames. A donde nada se derrumba ni se estrella además del deseo propio, que con nuestras heridas basta. 

Por Demian García

Lector permanente. Devoto de la poesía y el fútbol. Escribo, hablo y habito en Revista Purgante, Interferencia IMER y Diario 24 Horas.

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