Los dioses latinoamericanos (o la separación entre pelota y autor)

Mata, pues, a tus ídolos de pies de barro. Jueguen a la pelota o no.

¿Por qué separar el artista de la obra cuando puedes contextualizarlo y posicionarlo para entender mejor su significado?

Esta fue una de las primeras críticas que encontré en Twitter un 26 de noviembre, tras la resaca antitética de un #25N (día mundial contra la violencia machista) y una Argentina que llora la muerte de Maradona. Se la adjudico a Proyecto UNA, un colectivo de escritura, antifascismo y feminismo. 

La separación de obra y autor siempre vuelve cada vez que un icono muere, habla sobre una polémica que creíamos cerrada o realiza actos execrables. Una corriente más formal promulga la separación total entre obra y autor, otra más política une a ambos de manera inexorable, incluso a veces moralista. 

Separar a iconos como a Maradona de su incuestionable juego y estrategia futbolística, parece no solo difícil sino culposo, injusto, sobre todo cuando al futbolista se le adjudican precisamente consignas a priori prosaicas: la revelación del villero argentino, la muestra de poder ante la guerra de las Malvinas, el orgullo patrio ante una nación dolida o injustamente tratada. Héroe y patria son aquí inseparables y constituyen no solo el “Dios” de un país, sino la construcción misma de masculinidad que todo lo puede, que todo desafía, todo gana. También, por desgracia, aquella que se cree dueña y señora de excesos, abusos de poder, abusos sexuales, maltrato, abandono paternal. Sin embargo, pesó más la idolatría, el orgullo. Como a un Zeus del Olimpo, argentinos y latinoamericanos en general exaltamos héroe, fútbol y una suerte de revelación ante el colonialismo, obviando la mitomanía y el maltrato, adjudicando las cualidades negativas a pequeños deslices de un Zeus travieso y de rampante testosterona. Testosterona, esa hormona masculina que mueve el mundo pero que también (según muchos biologicistas) propicia que a veces se pierdan los estribos. Los mismos instintos primarios que supuestamente salvan un país, también menosprecia a esa mitad del país (léase, a las mujeres). 

Me dispongo, pues, a contextualizar a Maradona y no me queda más remedio que recordar a las (muchas) figuras que componen la Argentina contemporánea: Borges, Pizarnik, Carlos Acuña, Messi, Cortázar, Evita Perón, Ricardo Darín, Héctor Alterio, Federico Luppi, Maitena…y Joaquín Salvador Lavado (alias Quino). No todos nacen en la misma Argentina, pues bien es sabido que no todos nacemos en las mismas circunstancias, pero contextualizar a Diego Armando Maradona significa ponerlo en su contexto biográfico, cultural e histórico: se entiende cómo se construye una hegemonía a partir de una masculinidad hoy, a 2020 y pisando el 2021, rancia, despreciada, hasta caricaturesca, partiendo de un niño villero con el sueño de destacar por encima de su paupérrima condición social y, una vez atravesada esta atmósfera, ganarlo todo y representar un país. Maradona tal vez fue víctima secundaria del propio patriarcado: nula gestión emocional, egolatría, falta total de empatía y, a la postre, maltratador. Pero Maradona es, pese a todo, la hegemonía, y la hegemonía no se discute, aunque admitamos que hoy sea violenta y abusiva con eufemismos varios como “Maradona con sus luces y sus sombras” o “Maradona y sus excesos y errores” o “la pelota no se mancha”. Que la pelota sirva, pues, de detergente. 

Entender el significado del endiosamiento de Maradona no implica querer hacerlo, como muchos dicen, desde una óptica eurocéntrica o de raza (menos aún en países tan racistas como los del cono sur). Comprender el significado del icono de Maradona implica conceder la importancia que le damos al fútbol como arma política de consecución de metas y construcción de masculinidades que justifican, no solo ciertos abusos hacia la mujer, sino también la corrupción fuera y dentro de los clubes de fútbol, su venta de merchandising al obrero (casas de apuestas) y la ideología política que relacionamos con ciertos equipos, los ultras, las barras, etc. No es óbice que, tan solo dos meses antes, muriera Quino (sí, ese caricaturista que tuvo a bien exiliarse en Europa durante y después de la dictadura argentina) casi sin pena ni gloria. Mafalda y otras muchas de sus obras que retaban lo establecido, murieron, estos sí, sin Casa Rosada, sin aglomeraciones en pandemia, sin rumores de barras argentinas que persiguen a un pelado por sacarse una foto al más puro estilo Mario Puzo. Quino murió solo con homenajes de los sospechosos habituales: el mundo cultural, artístico, literario. Joaquín Salvador Lavado no tenía tatuado al Ché ni se había ido de turismo sexual por Cuba, pero creó un emblema que también definiría a la Argentina y a esa sátira tan característica. Quino, no obstante, no crea la mitomanía que tanto daño nos hace a los pueblos latinoamericanos: el enfrentamiento, las religiones, la idolatría. Admiramos muchísimo a Quino, pero no lloramos por él. Ni nos metemos en contradicciones por él porque tampoco importó demasiado, o no lo bastante como Maradona o Evita Perón. 

Como argumentaría la periodista colombiana Sandra Yáñez:

“Está muy bien que seamos pueblos apasionados, que vivamos de manera intensa todos los aspectos de nuestra vida, pero eso no justifica perder el sentido crítico. Somos incapaces de admirar a alguien reconocido sin caer en el amor ciego. Si somos de izquierda, no podemos asumir que El Ché era un homófobo, el comunismo cubano tiene muchos problemas o que muchos líderes de izquierda son unos machistas y unos abusadores. Si somos de derechas, matamos y comemos del muerto si alguien se atreve a criticar a Uribe, a Bolsonaro o a Piñera. Si somos de un equipo de fútbol odiamos a los del equipo contrario hasta el punto de quitarles la vida.

La idolatría y el fanatismo nos convierten en pueblos susceptibles de ser gobernados por incompetentes, que saben que la pasión cegará sí o sí nuestra capacidad de crítica. No por nada las telenovelas llevan triunfando en América Latina durante más de cinco décadas, mientras que damos la espalda a las luchas y discusiones políticas sobre el futuro de nuestros territorios. 

Con este nivel de fanatismo ¿qué nos va a extrañar que las iglesias cristianas tengan tanto éxito en el continente, hasta el punto de poner y quitar presidentes?”. 

Situado a Maradona en su contexto y entendiendo su significado, tal vez solo nos quede admirar sus goles y su estrategia en el campo. ¿Seremos capaces de hacer esto sin caer en personalismos, partidismos y exaltación patriótica? Veo difícil algo así, si todavía llueven comentarios del tipo “es como si muriera Argentina misma”. Argentina no muere, y por fortuna y pese a todo, es bastante poliédrica, al igual que lo son todos los pueblos de América latina y sus referentes. Mata, pues, a tus ídolos de pies de barro. Jueguen a la pelota o no.

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