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Corrido del 8 de septiembre: la narración de un despojo

Carrizalillo representa la América desangrada por el colonialismo neoliberal. Es la lucha continua bajo el dictamen de una derrota vigente. Es la narración de un despojo contada por los vencidos para que otros no padezcan la misma suerte. Gracias a su historia, otros pueblos pudieron entender qué es el extractivismo minero viéndolo con sus propios ojos y han podido desarrollar estrategias para defender sus territorios hasta la fecha.

8 de enero señores, en el año 2007, un pueblo hace historia con su ejido y con su gente, defendiendo sus derechos de una empresa prepotente…

Como toda gran historia mexicana, Carrizalillo cuenta con su propio corrido. Un género deformado por la narcocultura que sin duda sigue siendo la principal forma de narrar hazañas colectivas y de personajes dignos de pasar a la historia local. No es para menos teniendo en cuenta que este ejido guerrerense anteriormente resguardado en el anonimato, adquirió fama internacional por ser de los primeros en México en recibir la bendición de lo que entonces se estaba convirtiendo en la nueva promesa del progreso y el desarrollo: la minería de oro a cielo abierto.

Por la mañana llegó el autobús repleto de periodistas hambrientos de novedades y curiosidades que relatar. Carrizalillo es un lugar misterioso, difícil, por no decir casi imposible de visitar, dado el control y la deformación geográfica que la mina y las consecuencias de su presencia ejercen sobre los accesos. Un lugar olvidado que solo sale en la prensa cuando hay conflictos entre el pueblo y la empresa o cuando van a simular la búsqueda de los 43. Prácticamente desconocido en México, pero famoso entre los accionistas canadienses de la Equinox Gold.

Solo tenían una oportunidad. Unas horas para permanecer en ese pueblo fantasma y empaparse lo máximo posible de lo que estaba sucediendo. La comunidad había detenido la actividad de la mina y les hicieron una invitación para recorrer los círculos del infierno de Dante. Imagino que de existir sería un lugar parecido a este con enormes escalones zigzagueantes de tierra polvorienta, calor insoportable y un aire tóxico que reseca los ojos e impone una carraspera metálica en la garganta.

Joaquín, uno de los habitantes del pueblo, acompañó a los periodistas a recorrer el interior de la mina. Señaló la punta de un cerro donde, de un lado, caía una loma más o menos verde cubierta de matorral y del otro, seccionado con la perfección quirúrgica de un bisturí, se abría el abismo del tajo abierto centenares de metros hacia el subsuelo.

—Ahí arriba en la mera punta del cerro se ve lo que fue una pirámide prehispánica porque esto era un sitio sagrado donde había manantiales y lugares de rezo. Cuando dinamitaron ahí los de la mina sacaron monitos, estatuas, y un montón de cosas de entonces, pero sabe que habrá pasado con todo eso. Se lo llevaba la gente y ni caso le hizo el gobierno ni el INAH ni nadie. —Explica nuestro improvisado guía.


Joaquín, uno de los líderes comunitarios, dando una rueda de prensa para explicar el cierre de la mina (Miriam Sanz).

Margarito me había invitado semanas atrás a conocer aquel paraíso de la perversión desarrollista. Coincidimos en la Ciudad de México, en un encuentro de organizaciones que trabajan en diferentes procesos comunitarios y desde entonces, me acompaña y me cuida en el caminar por este delirio de las defensas de los territorios contagiándome el sentimiento de la lucha por la vida y mostrándome mil y una formas de enfrentar esas peleas, siempre asimétricas y perversas, pero peculiares cada una en su forma. Pasaron varios días entre que llegamos al pueblo y aparecieron los periodistas.

—No creo que estemos más de una semana o dos. El ejido solo quiere revisar el convenio social porque ha habido varios incumplimientos, pero no creo que vayan a cerrar. —A finales de agosto pronunció esas palabras. Nos despedimos en noviembre, cuando tuve que salir de Guerrero.

Cuando lo vi (al progreso), lloré. El día que entramos a la mina nos detuvimos enfrente de lo que, con sorna, los vecinos de Carrizalillo llamaban el pastelito, una montaña amarillenta y oxidada de sulfuros mordisqueada en medio de una enorme cicatriz donde antes del desarrollo y del progreso había monte. 

 Llegamos al pastelito me dijo al ver en mi cara en una mueca de angustia, desazón y tristeza:

—Querida, todos lloran cuando ven esto por primera vez. —Y por supuesto, yo no fui la excepción.


Fotografía del paisaje minero “El pastelito” (Miriam Sanz).

Colocado a mi izquierda, pasó su mano por mi espalda hasta agarrar mi brazo derecho y me apretó con ternura contra su costado huesudo. Le devolví el gesto rodeándole el torso con mis dos brazos y permanecimos ahí unos minutos admirando la ópera prima de la estupidez humana, consternados, impotentes. 

El recorrido por aquellas tierras yermas y hostiles me encogió el estómago y me dibujó una expresión de espanto y rabia que aún utilizo. A veces para buscar la empatía en mis interlocutores y en otras ocasiones para expresar la repugnancia que me da pensar en la necrosis social en la que vivimos al amparo de gobiernos que, en contubernio con las empresas extractivistas y gracias al marketing verde, logran instaurar en el imaginario colectivo como un daño colateral del desarrollo, los genocidios y ecocidios silenciosos derivados de la extracción de minerales. 

Visitar uno de estos paisajes es tan impactante (ninguna fotografía de un páramo minero a cielo abierto hace la más mínima justicia a cómo se ve en la realidad) como terapéutico. Desde el primer momento una entiende que la lucha por el agua y por la vida es y será tuya también. Tal vez no como indígena, campesino o ejidatario. Sino como superviviente en un mundo donde literalmente todo, hasta el acceso al agua, está cotizando en bolsa.

El extractivismo minero rebautizó la región como “el cinturón dorado” dando origen a una pesadilla. Esta maldición que ha tenido como consecuencia 17 años de desollar cerros, ríos, acuíferos, huertos, granjas, almas, y todo lo que se interpone a su paso, está muy lejos de acabar y sigue devorando todo atisbo de vida y humanidad en el territorio con la premisa de escudriñar y saquear hasta la última onza.

Saquear implica apoderarse violentamente de lo que hallan en un lugar según describe la Real Academia Española (RAE) sin especificar si existe o no un pago por ello. Y es que pareciera que cuando el dinero interviene en el expolio, el engaño, el despojo o la violación de derechos, goza de aceptación por el agraviado y automáticamente se convierte en ese eufemismo que detona el progreso.

Con maquinaria pesada destruyeron el ambiente, porque esa empresa privada se declaraba incluyente, creen que con billetes verdes siempre compran a la gente. A las seis de la mañana, llegan los municipales, para llevarse a la gente que dormitaba en petates, el 25 de enero, una fecha inolvidable… ¡esta es mi gente! ¡sí señor!

Pero ¿el progreso de quién? ¿Cómo se mide? ¿Quién lo define? 

De las comunidades puedo asegurar que no. Como testigo de numerosos casos de minería y grandes trasnacionales extractivas, en ninguna comunidad afectada he visto progreso alguno. Todo lo contrario. El mismo abandono del estado, la misma indiferencia, solo que aderezado con el cinismo paternalista de la empresa privada. La misma que en su página web presume la minería responsable y el trabajo para la mejora de las comunidades, se ha clausurado por los habitantes de Carrizalillo en varias ocasiones por el incumplimiento del convenio social y se negó a recibir a los líderes comunitarios para atender las problemáticas. 

La misma que presume de pactos con las comunidades se negó a poner filtros de aire en la escuela para que los niños no sigan respirando el polvo tóxico desprendido de la actividad minera, que no cesa en las 24 horas del día los 365 días del año. Misma escuela que seguramente pintaron en su momento de un color llamativo y bonito. Pero así es el capitalismo verde si eres indígena o campesino: te pueden intoxicar, matar, provocar enfermedades y explotar a cambio de un bote de Comex que el mundo lo verá con buenos ojos.

La chiquilla, como apodan cariñosamente a una vecina del pueblo por su evidente estatura, pasó de ser campesina a ser minera. Ya no es capaz de reconocer los ciclos de la milpa o de la temporada de lluvias. Ha construido una casa en otra ciudad porque sabe que el destino de lo que queda de Carrizalillo es la dinamita.

La chiquilla tiene una camioneta del año como muchos ejidatarios del lugar. En ella lleva semanalmente a su nieta de pocos meses a diálisis porque nació con el cuerpo repleto de metales pesados que afectaron diferentes funciones de su organismo. Sin este costoso procedimiento la esperanza de vida de la niña es nula. 

Esa, y no otra, es la realidad de los habitantes de este lugar maldito para ellos, y bendito para quienes tomaron la lección y la usaron para rechazar la minería en sus territorios. Camionetas del año, casas de tres alturas, pero con la enfermedad y la muerte en cada peso que reciben. 

El día que llegamos fuimos a la comisaria ejidal. Allí Margarito, la chiquilla y los otros entonces encargados de la mesa agraria se reunieron para ver qué podían hacer ante el incumplimiento constante del convenio social que perpetraba la empresa con el pueblo. Para ser una multinacional que vende oro y cotiza en bolsa, no le pedían gran cosa. Agua limpia, becas para los niños, mejorar las condiciones de salud. Migajas. 

La empresa, en el ejercicio soberbio y salvaje a cielo abierto, les iba dando “atole con el dedo” que decían ellos. Algunas becas, un intento de llevar agua potable con una chapuza de bomba solar que hasta la fecha sigue sin funcionar, filtros de aire para la escuela, poca cosa. Más tarde entendí que la lucha no era por las becas. Ni por la escuela ni por dinero. La lucha era y sigue siendo por la vida. No había acuerdos. Solo omisión, desidia y desprecio. Desprecio replicante como en toda América Latina.

El 8 de enero del 2007 por primera vez el pueblo de Carrizalillo paró la actividad de la extinta multinacional GoldCorp, hazaña que retrataron en el corrido que lleva por nombre esa fecha.

El 3 de septiembre del 2020 el pueblo paró por cuarta vez la actividad de la presente Equinox Gold, la empresa que compró y heredó este proyecto de muerte continuando con la extracción de onzas de oro. 

Puerta 4 de la mina Los Filos, de Equinox Gold (Miriam Sanz).

El campamento era tremendo. Prácticamente todo el pueblo se fue al paro a un lado de la puerta 4 de la mina. Tapizado el terreno de casas de acampar, olía a tamales, elotes, mole, chicharrón, atole, y se veía la carne de vaca secando al sol en tendederos improvisados. Parecía más que un paro, un tianguis; uno de esos mercados infinitos que están por todo México donde puedes pasar el día entero comiendo, comprando, caminando y fascinándote con el lenguaje, la agilidad de los vendedores y los olores y sabores que enloquecen los sentidos a un ritmo vertiginoso. Solo que, en este, las señoras no gritaban: 

—¡Pásele güeraaaa! ¡Ya no le busque, aquí es! — ¡Llévese el pan! — ¡Lleve la crema! — ¡Fresas a diez a diez a diez a diez!  

Más bien nos invitaban a comer, a beber, a compartir y a conversar. Caminábamos entre la gente y todos nos ofrecían un taco, un trozo de pollo en salsa, un pan con café, un plato de carne con frijoles y arroz, una historia, un recuerdo. Para mi suerte allí no aplicaba el “no es no”. El no, era una grosería, un desprecio a la amistad y al cariño, así que siempre era sí.  Había tiendas improvisadas donde vendían galletas, tarjetas de Telcel, pasta de dientes o cerveza fría. 

Dicen los ejidatarios, que tontos los del gobierno, porque en lugar de retarnos, más nos estamos uniendo, con las organizaciones, que apoyan el movimiento. Para todas las empresas que les sirva de experiencia, somos unos gallos finos, unos gallos de a de veras, somos de Carrizalillo, que no anden con chingaderas.

El cotidiano nos atrapó y nos convirtió en familia. El mezcal, en hermanos. El problema con la mina ya era personal, era de todos. Margarito y su compañero quienes apoyaban desde la organización (una organización), ya eran para mí el mundo entero: mis mentores, mis amigos, mis compañeros, mis cuates, mi salvoconducto si algo se ponía feo. Todo el día juntos y a veces gran parte de la noche platicando, aprendiendo, riéndonos a carcajadas y estrechando un cariño genuino que perdura hasta el presente.

Pasaron las semanas y el campamento era el hogar de todos. Algunos estaban en casas de acampar. Otros levantaron carpas y metieron adentro sus camas. Hasta un cine improvisado había para los niños. Se celebraban los cumpleaños con botargas y mariachi. Conmemoramos a San Lucas con una noche entera de bailar los toritos, cabalgata y pozole, y por supuesto dimos el grito en lo que derivó en una fiesta de pueblo en la puerta de la mina. 


Celebración de cumpleaños con mariachi (Miriam Sanz).

Tienda improvisada dentro del campamento (Miriam Sanz).

Cine improvisado para los niños de la comunidad (Miriam Sanz).

Doña Ofe, que en paz descanse, se convirtió en mi madrina. Me regalaba ropa, zapatillas, me procuraba como si fuera a cumplir mis 15 años. La tía Carmen, que también se fue con el de arriba y seguro allá tampoco pasa desapercibida, nos enseñó la posición de la cucaracha. No daré más detalles. El tío Maya, a distinguir un buen mezcal. Llevaba siempre un carrizo en el bolsillo de su camisa con el que sorbía el vino para dejarlo caer en una jícara. Conforme caía el hilito de alcohol se iba formando un panal de burbujas en la superficie, síntoma de un buen mezcal artesanal procedente de Don Glafiro, el último maestro mezcalero de la región y el encargado de que los presentes pudiéramos aguantar el tipo día con día y mantener la cordura.

A las ternuritas y a los berracos, como llamaban a algunos habitantes de la comunidad, les aprendí los albures. Recién llegaba de otro continente y aún no entendía bien eso del doble sentido. Pero vaya que lo agarré como forma de supervivencia y mimetismo. Las chiquillas, otro contingente importante del cual no importa el género, me enseñaron entre bromas y tragos las variopintas estrategias de las negociaciones. 

Al principio, las reuniones con la empresa me daban mucho coraje. Trataban a la comunidad como a una bola de ignorantes en un ejercicio soberbio, colonialista y autoritario. Con el tiempo, entendí que destazar una vaca a un lado de los mineros en las reuniones que se hacían en el campamento, o pedir respeto cuando los emisarios llamaban “cariñosamente” a los ejidatarios por su apodo como sucedió con “la Chepepa”, no eran hechos arbitrarios.

 Pasaron diferentes negociadores y uno tras otro iban siendo destituidos porque no lograban avanzar en la resolución del conflicto. A unos, los aflojaba la presión. A otros el mezcal, la ignorancia o la soberbia. Los pobladores de Carrizalillo habían aprendido a negociar en una lógica incomprensible para la empresa y semana tras semana se iba extendiendo el paro en el tiempo por la ceguera y la necedad de la empresa convirtiendo cada reunión en un triunfo. Un triunfo dentro de la derrota.

Y en las noches, tras la tensión de largos y estresantes días, sonaba el corrido por un lugar y otro del campamento…

No se metan con mi gente, que ya no estamos durmiendo, despertó carrizalillo como una fiera rugiendo, porque la pinche minera su pueblo está destruyendo. Pido a los ejidatarios demos un aplauso grande, a los que nos apoyaron, sin condición ni detalles, también a los que durmieron en el plantón de las calles.

Margarito dice que “el futuro está en los pueblos que, en el presente, parecen mirar hacia el pasado.”  Y es indiscutible que tiene toda la razón. No es una opinión, es una fórmula. Lejos de abrir el eterno debate de definir el progreso y sus bondades está la realidad, sostenida en necropolíticas de estado que dan rienda suelta a la acumulación por despojo y al crecimiento infinito en un planeta finito. Nuestra realidad, es un oxímoron en sí misma inmersa, como dice Rhina Roux, en un sistema (el capitalista) que se autodestruye para poder sobrevivir.

Esta realidad los pueblos la entienden mejor que nadie porque les afecta de forma diferente atentando contra su vida y supervivencia. No hay una resistencia al progreso, sino a la destrucción y al agotamiento de los recursos. Ese mal llamado crecimiento es una ficción utópica sin sentido que compite para generar capital (ficticio) acabando con los recursos naturales (tangibles) y con quienes quieren cuidar de ellos. Así que, cuando el mundo se divida entre los que tienen agua y los que tienen oro, habrá que redefinir eso del progreso. 

Carrizalillo entendió tarde las consecuencias de la minería de tajo abierto porque no tuvo información. Pero se convirtió en el hermano mayor de las demás comunidades sirviendo como ejemplo para muchos pueblos que dudan en si la minería les puede traer o no progreso. Muchos líderes comunitarios de todo México han acudido a este paraje del horror para entender de qué se trata, y han logrado resistir en sus territorios contra el extractivismo.

En ese escenario empecé a comprender que la lógica de las trasnacionales es un mismo mecanismo: depredan un lugar hasta agotarlo, y cuando solo queda polvo se van a depredar a otro. Nadie se lo va a prohibir. No hay organismo en el mundo (en el mundo) que pueda obligar a una empresa a hacerse responsable de los daños, a mitigar sus impactos, a hacerse verdaderamente responsable y no a golpe de talonario. Nada ni nadie tiene la capacidad para limitar el mercado. 

Solo los que viven al margen, arraigados al territorio con el cordón umbilical de la identidad, el respeto por la tierra como sustento, como madre, como forma de vida, o más sencillo para los que somos de ciudad, aquellos que entendemos que el oro no se come, podemos enfrentar en el discurso y en la praxis un modelo que ve dinero donde los demás ven vida. Y la vida, hasta donde yo entiendo, no tiene precio.

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