Como quien busca una mano ajena y copia la suya en la superficie de una página, hace años, me acompañaba de libros en mis viajes. Como Alejandro Zambra. No acostumbraba a llevar, como hacía él, novelas voluminosas en maletas gigantes, sino delgados poemarios que guardaba en mi bolsillo.
Era el verano de 2010 y caminaba por las calles de Girona. Había visitado la catedral y el casco antiguo. Había comprado, en la librería Geli, las memorias de Charles Simic y los cuentos de Julio Ramón Ribeyro. Era de noche cuando me senté en una terraza con uno de esos libros. Miré alrededor. Pedí una copa de vino. Del interior del local salía una música agradable: había un trío de jazz tocando dentro. Yo escuchaba esa música y buscaba a alguien que llevara -como yo- un libro entre las manos. Recuerdo que había una joven, en la mesa de al lado, ojeando una guía turística. Recuerdo que mi timidez natural me disuadió de decirle algo. Pagué la cuenta, fui al café Bistrot y encontré a un tipo solitario leyendo a Bolaño.
Al día siguiente estoy en el andén de la estación esperando un tren que me llevará hasta Cérbere. He reservado una habitación allí porque quiero visitar Collioure, el pueblo donde está enterrado Machado. Durante el trayecto me pierdo en las travesías de El cielo. Compré ese libro -según reza la página de respeto- el 20 de junio de 2008. En ese preciso instante -agosto de 2010- el libro no lleva dedicatoria. Semanas después me lo firmará el autor, que dos años más tarde será el encargado de presentar mis poemas en su ciudad. Escribe Manuel Vilas: “Es legítimo que un hombre empeñe su vida en ser feliz”. Yo estaba llegando ese día a mi destino con el mismo propósito.
Cérbere es una localidad francesa de mil habitantes situada a pocos kilómetros de la frontera española. Lo primero que llama la atención al llegar allí es el hotel Belvédére du Rayon, un edificio art decó -con forma de proa- cerrado desde 1983. Yo me alojo en el hostal La Vigie, un establecimiento abierto al público pero muy viejo. La habitación -casualmente, la número 13- está desprovista de cualquier elemento decorativo: hay dos camas, una silla y un espejo, todo ello enmarcado en un blanco desgastado, ya caduco. Lo bueno del dormitorio es que tiene una pequeña terraza desde donde se ve la bahía. (Pienso que esa noche fumaré un cigarrillo mirando ese paisaje). Deshago el equipaje, me ducho y voy a comer, no sin antes guardar un libro en el bolsillo.
Mi ejemplar de Espejo negro nada atesora entre sus páginas que no sean los espléndidos poemas de Miriam Reyes. El cielo, sin embargo, está repleto de facturas de cafés y restaurantes. En algunas se vislumbra una cifra o el nombre de una ciudad: Madrid, Biarritz, Córdoba, Cadaqués. Yo he recorrido esos lugares con ambos libros en mis manos, celebrando una soledad dichosa rodeada de turistas. Los turistas nada decían de mí, y yo dialogaba con una poeta gallega eternamente exiliada. Espejo negro es un viaje al interior de uno mismo, una travesía por las postrimerías de las noches y los días: “No tengo casa a la que volver, ni esperanza a la que colgarme, por eso camino”. Yo camino porque necesito perspectivas desiguales para borrar la grisura de los cuadros cotidianos.
Tengo el libro de Miriam Reyes encima de la mesa en la que como. Lo miro de soslayo, contemplo el mar, parejas que pasan. Fumo despaciosamente mientras tomo una copa de pastís. Un tren de cercanías me llevará más tarde a Collioure. En el trayecto escucho -repetidamente- una canción de New Order. Paseo sin rumbo por un pueblo atestado de gente. Me acerco a la playa y me detengo ante la torre de la iglesia. Compro postales y tabaco, un souvenir para mi madre y el libro de una autora local que vende su obra en la calle. Se llama Marie Lande. Me lo dedica y deja en su interior una tarjeta. (Dentro de un libro se pueden encontrar mil cosas: fotos olvidadas, entradas de museos, un poema manuscrito que alguien escribió hace tiempo: un disparo). Después de visitar la tumba de Machado, regreso a Cérbere y ceno en una taberna del puerto. Enciendo un cigarrillo y me quedo sin fuego. Vuelvo al hotel al filo de las once y en la recepción ya no hay nadie. (Esperaba pedirle feu, sil vous plait, a la chica guapa que me ha recibido esta mañana, pero el edificio parece ahora un palacio fantasmal).
Accedo a la habitación con una clave, cierro la puerta con llave y salgo a la terraza. Miro la luna suspendida sobre la bahía. Tengo tabaco, pero no puedo fumar. Aspiro entonces una dosis ansiolítica de palabras: “En ninguna parte sin hablar con nadie estoy/pero si nos cruzamos/puedo enseñarte a caminar sonriente por la desolación”. Me miro en la sombra de esos versos y en el espejo del cuarto: veo un rostro envejecido -similar al mío- en un futuro no muy lejano. Nunca he visto a nadie tan solo en un paisaje más hermoso.