Los fanáticos del fútbol medimos nuestra existencia en diferentes unidades de tiempo: Mundiales, temporadas, jerseys y, por supuesto, la trayectoria profesional de nuestros más grandes ídolos.
Sabemos con exactitud lo que ocurrió en el cumpleaños 80 de la abuela, en el bautizo del primo más pequeño de la camada o en la boda del mejor amigo, porque tenemos perfectamente identificado si aquel día jugó nuestro equipo favorito, con qué tipo de indumentaria lo hizo, si era un partido amistoso o el partido decisivo por la copa, entre diversos datos que a otros les resultan, a la vez, innecesarios, ridículos y fascinantes.
Mi ejemplo más fehaciente –y favorito –de ello es mi padre.
Me resulta inverosímil y admirable a la vez la cantidad de información acumulada en su cerebro, pero sobre todo, la facilidad de encontrar la referencia futbolística exacta de cualquier efeméride familiar.
En cada sobremesa sin excepción y entre risas incrédulas, cualquier vago recuerdo arrojado en la charla, de inmediato se convierte en un viaje preciso en el tiempo con la pelota como hilo conductor.
Con el paso de los años, sobre todo en las últimas épocas, he perdido la costumbre de determinar mi estado de ánimo por lo que suceda alrededor de un equipo, sea el que sea. Por diversas razones, ya no encuentro fascinante querer tener razón cuando charlo sobre fútbol profesional y, salvo ya contadas excepciones, prefiero otro tipo de actividades que acudir al estadio o sentarme frente a la televisión durante noventa minutos.
Sin embargo, algunas horas previas a escribir este pequeño texto, al igual que mi padre lo hace en cada ocasión que la plática lo permite, hice un viaje en el tiempo; específicamente, un trayecto de 23 años.
El año 2000, aquel donde comenzó mi romance con el mejor futbolista de la historia, regresó a mi vida en un abrir y cerrar de ojos.
Conocer a mi jugador favorito, por el que mi amor por el fútbol se hizo aún más fuerte, aquél que protagonizó mis desvelos y desmañanadas de cada fin de semana, a ese que padecí como propias cada patada y lesión que sufría, al que lloré como un niño (a mis 32 años) el día de su despedida, se volvió un sueño cumplido.
Hoy, mis ídolos se encuentran en otra parte. Y lo mejor de todo es que los veo, abrazo y apapacho a diario, e incluso soy muchísimo más viejo que ellos.
Pero agradezco a la vida y aquellos que intercedieron para que, a mis casi cuarenta, pude volver a ser ese chico que construyó su mundo alrededor de un romano que al pasearse frente a mí e incluso aguardar paciente mi torpeza al querer tomar una foto (cero artística, pero totalmente milagrosa), me devolvió por instante la ilusión de aquellas épocas que parecían perdidas.