El divulgador es un adaptador de contenidos: David Rull

Cualquiera que haya coincidido con David Rull (Barcelona, 1972) en un aula, en una sala de conferencias, en una sobremesa o en un viaje puede certificar que se trata de un contador de historias de otra estirpe.

Ya sea desde su faceta de investigador, creador de contenidos, guía de expediciones científicas y culturales, egiptólogo o profesor universitario, Rull se ha propuesto desmontar la idea de la divulgación como un sucedáneo de la alta cultura.

¿Es verdad eso de que a la divulgación le falta emoción y al periodismo rigor?

Yo me reconozco más como divulgador que como periodista, porque además no soy periodista de formación. Empecé en la alta cultura, en la investigación, y yo veía que había algo que me tiraba a llevarlo al gran público. Y hubo un momento donde pude empezar a divulgar y me di cuenta de que había toda una dimensión allí: explorar un terreno que los periodistas no tocan, quizás porque les cuesta adquirir un cierto nivel de conocimiento. En mi caso era como bajar un poco a la arena. El problema es que hemos convertido la divulgación en una especie de sucedáneo de la gran cultura en la que si utilizas terminologías, si eres un poco pedante, como que sabes más. Y eso crea una distancia con el público. Entonces cuando la humanizas, cuando le metes emoción, la gente vibra muchísimo. 

¿Y es fácil desmontar ese pedestal?

Yo vivo de eso y para mí es fácil, pero reconozco que a veces me ven como un bicho extraño. Es decir, entiendo que no es tan sencillo para el resto. Para mí es muy fácil porque es una forma de contar lo que me gusta. Ahora hemos estado en Etiopía, contando historias sobre Lucy (el esqueleto fosilizado de la especie Australopithecus afarensis) de una forma más emocionante. En cambio si lo cuentas como una clase magistral de evolución humana y demás, la gente se duerme. Todo se trata de eso: historias. A veces, cuando me toca organizar algo, alguna exposición, conferencia, lo que hago es buscar esas historias bonitas y a partir de allí les pongo alma. Ese sentimiento, esas anécdotas que sirven para contextualizar. 

A partir de la democratización del viaje, de la aventura, cada vez cuesta más enganchar, emocionar y conmover, ¿no?

El problema es que en el viaje continuamos acudiendo a los topicazos. El tópico es lo que marca la línea. Y entonces no salimos de la Roma eterna, del Egipto de los faraones. Por ejemplo, ahora voy mucho a Sudán y esta la idea de los faraones negros. Es verdad que es muy difícil salir de los clichés, pero afuera siempre hay recompensa. Es como con las flores. Las recoges, armas un ramo de florecillas y la gente se sorprende y vibra con ellas.

¿En qué momento se impuso el egiptólogo, el viajero y el divulgador al filósofo de formación?

El viaje fue el siguiente: a mí me interesaban muchísimo las cuestiones de pensamiento; es decir: de cómo piensa la gente en general. Es algo que aún me continúa interesando. Y lo que encontré que se parecía más a eso era la filosofía. Y si te digo la verdad, lo único que hice fue estar leyendo durante cinco años. Creo que son los años más felices de mi vida porque solo leía. Y leía a Dostoyevski, leía a los clásicos, a Rousseau. Era una cosa como muy extraña. Y cuando acabé me di cuenta que me interesaba el pensamiento más antiguo. Busqué puertas, hice un máster sobre culturas del Próximo Oriente, las de Mesopotamia y Egipto. Y entonces ya tiré por especializarme en eso. Y así fue. Pero siempre estuvo allí, siempre ha estado allí, siempre estará allí. Y bueno: este viajero que empezó siendo un gamberro, acabó siendo un especialista.

Es una mezcla muy salvaje de pulsiones, de intereses, de registros…

Durante muchos años hubo dos versiones de mí mismo. Había una que, con 18 años, consiguió un pasaporte, se fue a Marruecos y descubrió que el mundo era un caos, que no entendías nada, que te perdías por allí. Y cada verano era lo mismo: cogía el pasaporte e iba sobre todo a África, y era todo aventura. Descubrir gente, descubrir el mundo… era insaciable. Y por otro lado estaba el David que iba a la universidad, que estudiaba, que se formaba, que quería ser profesor de universidad, que escribía, que publicaba. Y eran como dos vidas paralelas. Entonces hubo un momento que por casualidad, porque fue por pura casualidad, que las dos se unieron. A partir de aquí, se empezaron a generar sinergias. Una exposición de no sé qué, hay alguien que tenga fotos de no sé qué tribu, de no sé dónde. Y podía contártelo como profesor y como viajero. Cuando se unió eso fue letal para muchas de las cosas a las que me dedico.

Por la imagen solemne que tenemos de la academia, supongo que ese lado más viajero y aventurero no cazaba tanto con el arquetipo de egiptólogo.

Es un mundo en el que creo que nunca acabé de encajar como debía. Tenía un jefe en aquel momento que a veces me decía algo así: no se puede ser un buen egiptólogo y viajero al mismo tiempo. Y yo le decía: bueno, puedo ser un egiptólogo diferente. Y me dijo: no hay egiptólogos diferentes. Acabé fuera. Fue doloroso, porque sí, aquello era el camino de la academia clásica, del aula, de publicar, de la biblioteca. Y me consta que fui visto durante mucho tiempo como un díscolo, como alguien que no encajaba. No encajé, esa fue la verdad. Pero continúo manteniendo muy buenas relaciones con este entorno. Y de hecho estoy integrado y tal, pero siempre emerge ese David que conoce, además de Egipto, todo lo que hay a su alrededor. Claro, como que Egipto te exige que te consagres en exclusiva a Egipto y es un poco celoso en ese sentido. Y yo después de Egipto me enamoré perdidamente de Sudán. La fuerza que desprende para mí Sudán es mucho más grande, más auténtica, más genuina que Egipto. Sudán es como Egipto sin turismo, sin que lo hayamos mercantilizado todo. Es un país, digamos, para explorar. He sido muy feliz, profundamente feliz.

Enamorarte de Sudán por encima de Egipto confirmó tu condición de díscolo. 

Lo que pasa es que hubo un momento en que la tradición egipcia llegó allí, rompió y dejó un gran legado. Incluso hay más pirámides que en Egipto. Es un mundo egipcio tardío con el cual reconoces muchísimas cosas y en el cual, evidentemente, existe un hermanamiento muy grande.  Pero luego estás ahí y lo disfrutas más porque no tiene el peso con el que carga Egipto. Eso es maravilloso.

¿Egipto ha perdido su influencia cultural, casi mística, como el vínculo más tangible con nuestro pasado remoto?

Siempre está allí y siempre estará allí. Es un país mágico, tiene una fuerza especial, la luz, el Nilo, el paisaje, la gente y naturalmente la arqueología. Es un lugar único por diversos motivos. Allí fue donde se inventaron los viajes, las crónicas. Nuestra civilización prácticamente se explica a partir de aquí. Es uno de estos centros del mundo a nivel cultural. Pero creo que la globalización, el turismo entendido como grandes oleadas de gente, de hordas de gente que quieren hacerse fotos de lo mismo y tal, para mí lo han desmerecido un poco. Ahora mismo es un país en el que me encuentro bien, pero en el que me cuesta encontrar esa esencia. Hay una capa que no te permite tocar eso, pero está allí. Sigue allí.

¿Esa capa nubla a los propios egipcios o siguen reconociéndose y abrazando esa idea de grandeza?

Con el islam cambiaron muchas cosas, pero es algo que reconocen. Y luego, como es una fuente de ingresos, le da una cierta omnipresencia. Además hay proyectos como el gran nuevo museo egipcio, que es toda una gesta arquitectónica, en los que se han gastado mil millones de dólares,  con inversión extranjera, para abrazar ese legado. También hablamos de un país en el que la democracia no goza de una gran salud, por lo que, de algún modo, ayuda a que todos acaben bailando con los faraones, riendo con ellos, formen parte del ecosistema en el que viven. Pero en el día a día no está tan presente. Yo creo que eso ya no está. No está del todo incorporado. Está allí, les trae ingresos y tal, pero no es algo que forme parte de lo que son hoy en día.

Encima el Nilo es, por sí mismo, una fuente inagotable de historias, de narrativas.

Todavía tenemos mucho que explorar por ahí. Es un manantial inacabable, sí. Una fuente eterna de historias cruzadas. Muchas veces me preguntan: ¿cuál es tu país preferido? Y casi siempre digo: el Nilo. El Nilo es, quizás, el lugar donde más he crecido sentimental e intelectualmente. Y, desde luego, donde más he viajado ha sido alrededor y a través del Nilo.

¿Eres de idealizar sitios, de sumar pequeñas conquistas a tu hoja de servicio como viajero? Te he escuchado hablar con gran devoción de la cueva de los nadadores, a propósito de El paciente inglés.

Sí, sí, hay algunos sitios especiales, como la cueva de los nadadores. Últimamente, he viajado mucho en la frontera entre Sudán y Egipto, en la parte más oriental, donde descubrí que hay un lugar que es Terra nullius: tierra de nadie. Lo encontré un día por casualidad, luego empecé a investigar y resulta que hay dos lugares en el planeta que tienen esta denominación: una zona de la Antártida y esta. No pertenecen a nadie, no son de nadie. Y me fascinó esa idea, de que hubiera un lugar que no pertenezca a nadie, tierra neutral… Pero, especialmente, me gusta mucho volver a los lugares; es decir, soy más de conocer pocos a fondo más que de abarcar mucho. Prefiero viajar a pocos lugares muchas veces que coleccionar todos los países del mundo. Eso no me atrae para nada, no le encuentro el sentido.

También diseñas rutas, ¿no? Cuenta la leyenda que ayudaste a Xavier Aldekoa a cruzar una frontera inexpugnable.

Sí, fue así. Bueno, como la leyenda y él lo cuentan, lo puedo decir. Parte de mi actividad laboral consiste en ayudar o facilitar que gente que quiere trabajar en algunos de estos lugares complejos, pueda cruzar. Lo he hecho en Sudán, en Etiopía, alguna vez en Egipto. Y el caso de Aldekoa fue así. Nos conocimos en una presentación de un libro y al cabo de unos meses me llamó. Me dijo: ostras, David, no puedo entrar a tal país, saben que soy periodista, no sé qué y tal, y digamos que sin entrar en detalles lo camuflamos en un grupo turístico. Entonces, en mi caso, como tengo la coartada de arqueólogo, historiador, es fácil moverme por estos países, y fue relativamente fácil meterle ahí. Yo en aquella época quería abrir una ruta que era atravesar todo el Nilo desde Jartum hasta el Mediterráneo, entonces a cambio le pedí que me acompañara hasta Alejandría. Y recorrimos todo ese tramo juntos.

No se te ha resistido ninguna frontera, eh.

Africana, por lo menos. No quiero ser pedante, pero no. De hecho, se me da muy bien cruzar fronteras. Creo que, de las habilidades como gestor o no sé cómo llamarle, que reconozco que tengo y que tiene algún valor, digamos, en el mercado, es esa: la de cruzar fronteras con facilidad. Creo que por una razón de aspecto, quizás porque no parezco gran cosa y no soy un tío imponente, y entre que manejo el idioma y demás, conecto fácilmente con la gente y consigo cosas. Habría que ponerle un nombre a esto, ¿no? Gestor, no sé si gestor, pero algo. Sí, un amigo mío me llama conseguidor. Conseguidor, sí. El caso es que cruzar fronteras se me da.

También tienes una relación especial con África Oriental, ¿te parece que ha sido una zona poco valorada en términos de historias?

Cero explotado. Es decir, te montan un viaje a Etiopía y los cuatro topicazos del cristianismo, no sé qué y tal. Sí que te llevan a ver un día a Lucy, pero dices: ostras, si el país entero está atravesado por la gran falla del Rift. Entonces, he montado muchas rutas. Me acuerdo que una vez lo hice y me dijeron: esto no lo ha hecho nunca nadie. En un mismo viaje puedes estar en el lugar donde vivió Lucy, donde encontraron los fósiles, puedes estar donde encontraron los primeros homo sapiens. Es decir, puedes hacer un viaje por la cuna de la humanidad viendo lugares excepcionales y no se nos ocurre o no lo explotamos suficiente. Para nada, no se explota. Y la gente, en cambio, la mayoría de gente, claro, no quiere un discurso sesudo, pero si le cuentas un poco qué significa aquello adaptado, porque yo entiendo que el divulgador es un adaptador de contenidos, si se lo adaptas la gente vibra muchísimo. Y bueno, doy fe porque alguna vez, alguna no, más de una vez hemos llegado al lugar donde encontraron a Lucy y es un sitio seco, pero la gente llora. Y tú mismo lloras, te emocionas. O hay lugares donde cuando la gente llega allí y los ve y tal, y sabes lo que significa aquello. No hay historia más cercana que esa.

¿Y de quién crees que sea la deuda más grande en ese sentido? ¿De la academia, de los viajeros, del periodista?

Hace relativamente poco un amigo que es catedrático, me decía: David, tienes que intentar que no te encasillen como divulgador en la academia, porque es como algo peyorativo. Desde la academia la divulgación se ve como algo peyorativo. Desde fuera de la academia, cuando a una agencia de viajes le propones algún itinerario lo ven como algo muy sesudo. Entonces ven la cultura allí. Y yo creo que esto es una dicotomía que no se resuelve. Pero yo creo que he hecho nudos entre ambos lados, voy cosiendo. Si hay alguien que debería hacerlo, yo creo que sería el periodista. Encontrar de aquí y de allí, irlo uniendo. Yo creo que es una mina. Es una mina. Y debería haber alguien fuera capaz de ver a un lado y a otro y encontrar las sinergias, que son muchísimas.

Me dejé al final al David más aventurero, al que ha visto en Asia una salida a sus obsesiones más extremas.

Si yo tuviera que resumir mi vida, hablaría de un amor incondicional por África. Lo decía esta mañana hablando con una amiga: cuando llego a África mi alma está en paz. Pero en Asia he encontrado otra de estas pulsiones que me gusta mucho: la naturaleza, la montaña, escalar y demás. Allí está el Himalaya y Nepal es un lugar desde el que estoy profundísimamente enamorado. Y luego está la India, que es un país que no entiendo. Siempre me ha costado conectar con todo aquello. Lo intento, pero no acabo de entrar en ese lugar. Pero sí que he visitado varias veces la India, Nepal, Ladakh… Es otro de mis lugares donde perpetrar aventuras. 

El Himalaya es el Nilo de los aventureros.

Sí, sí. Ahora está en un momento en el que se ha convertido también en algo muy comercial, las expediciones, los lugares, es todo un intercambio monetario y ha perdido un poco la esencia. Hace 20 años lo recuerdo como algo idílico, me acuerdo que nos perdíamos allí, íbamos solos, no llevábamos porteadores, este tipo de cosas. Ahora está todo arregladísimo, todos son permisos, todos son agencias, y cuesta encontrarle esa esencia. Por ejemplo, llegar al campo base del Everest ahora hoy en día es una cosa terrible. No iría, o incluso subir al Everest, no iría ni que me lo regalaran, porque haces cola para llegar a la cumbre. Pero está lleno de valles paralelos y demás donde encuentras la esencia de las grandes montañas. Eso también me fascina.

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