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Historias

De taxis y taxistas (X)

Donde quiera que se esté bien, allí está la patria.

Marco Tulio Cicerón

MÉRIDA, YUCATÁN, MÉXICO
TRAYECTO: TEMOZÓN NORTE- ALTABRISA
10.35 hrs.

—¡Le tocó el fin de semana con la temperatura más fresca en meses!

El clima siempre ha sido parte del ritual de una no-conversación, una manera amistosa de no hablar sobre ningún tema de trascendencia. Tal como lo manifestaba la instrucción de voz que emitía el teléfono celular de la conductora de DIDI: “No hable de información personal con el pasajero”, que se repetía en intervalos de unos tres minutos. Cada ocasión que “la sugerencia” se escuchaba, me sentía con cierta culpa —por responder— y al mismo tiempo, avergonzado por la orden tan restrictiva en un oficio tan personal como es el traslado de seres humanos de un sitio a otro, por placer, necesidad o trabajo. Nadie debería estar sujeto a tal sometimiento (incluso entendiendo la situación tan delicada que en materia de seguridad el país se encuentra); ahonda en la señalización de los roles de patrón-empleado, haciendo que la convivencia se vaya haciendo cada vez más difícil. Quién puede decidir en nombre de alguna persona que necesite hablar.

Esta parte de la ciudad no existía hace diez años. Ha cambiado muchísimo, apunta Elizabeth, la conductora. Todo esto que ve aquí —señalando los comercios, plazas y edificios alrededor— no existía.

Ella maneja con la misma calma que transpira la ciudad “blanca”. Debe tener unos cuarenta, cuarenta y cinco años, aunque, a decir verdad, siempre he sido muy torpe para adivinar o sugerir la edad de una persona. Se le ve serena, al menos eso parece en su mirada, el resto de la cara está tapada por el cubrebocas que porta al manejar, negro con bordados mayas en color magenta y naranja. La blusa que lleva es de manta y unos pantalones vaqueros que le dan un toque de comodidad al ejercer su oficio. 

La mañana se desarrolla a una velocidad a la que no estoy acostumbrado recorrerla. 

Tenía trece años de no estar en Mérida, aquella vez por una boda, en esta ocasión para celebrar una amistad de ya más de cuarenta años. Los recuerdos de la ciudad que llevaba conmigo no eran lo suficientemente firmes, sin embargo, es evidente a juzgar por el poco desgaste de las construcciones y la cantidad de terreno vacío entre unas y otras, que toda la zona por la que circulaba apenas está atravesando su infancia. 

La verdad es que no soy de aquí. Llevo dieciocho años viviendo en Mérida. Vengo de Texcoco.  Y antes de eso, viví en el DF (ahora Ciudad de México). Vine por trabajo, de hecho, estuve primero en Cancún. Pero no me gustó para nada. Así que pedí el cambio a Mérida. Y estuve ahí desde entonces hasta hace solo algunos meses. 

Mi existencia, casi en su totalidad, se ha desarrollado en la capital de este país. No por gusto, pero tampoco como queja. Simplemente así ha sido. Las condiciones en las que se ha desarrollado han sido favorables, sin duda alguna. Yo no lo escogí, así que carguen la responsabilidad quien se encargué de hacer las listas de la ubicación de los nacimientos en este planeta. En estos cincuenta (y contando) años que he paseado por la superficie terrestre he visto cómo la calidad de vida ha ido a menos, a pesar de contar con una cantidad importante de tecnología que no existía hace tan solo veinte años, no hablemos (escribamos, escuchemos) sobre mi infancia, o la de mis padres. Se supone -todo ahora es un supuesto- que nos permitirían de mejor manera. Habrá que verificar la actual definición de “mejor” no parece que la que yo tengo esté actualizada. El tiempo “disponible” en grandes centros urbanos es cada día más escaso. Eso sí, ahora los traslados son más precisos, nos enteramos con exactitud la cantidad de tiempo desperdiciado en ellos, ya sea en transporte público o en automóvil. El tiempo de descanso, de convivencia o de ocio se ha ido extinguiendo, poco a poco nos conformamos con menos, con migajas de existencia. Vivir, en el sentido más sencillo de la palabra, se ha vuelto más complicado. Sobrevivir sería un verbo más acertado. 

Ahorita estoy con esto y buscando trabajo, renuncié al que tenía. O me renunciaron, la verdad es que no lo sé — dice esto sonriendo un poco— pero ya estoy avanzada con un par de entrevistas, pero ahora es difícil, no están contratando. Probablemente en enero haya vacantes, más oportunidades…

La distancia recorrida no es extensa, sin embargo, por alguna razón el traslado me ha parecido prolongado. Es muy factible que la desconexión con la rutina, me sensibilicen con lo que sucede a mi alrededor. Darme cuenta me alegra, pero también es una alerta para no postergar esa idea equivocada —y tan arraigada— de vivir/sobrevivir con la que he (¿hemos?) vivido. Fueron días enteros en tan solo unos kilómetros de distancia entre punto y punto. Es también viable (bien empleado en este caso) que hoy me puse atención a mi, no a mis preocupaciones o la mecanización de mis mañana y tardes. Respirar. 

El sindicato de taxistas no quería dejar entrar a servicios como este (DIDI, Uber). Pero era todo cuestión política. Pero la gente manda aquí y se impuso. ¿Sabe? Por el momento la “manejada” está bien, me da para vivir. Lo justo, pero no pierdo el foco para recuperar mi trabajo. Esto  —lo dice señalando a su alrededor— no me lo quiero perder. Ver a mi hijo salir en bicicleta o al parque con sus amigos, sin que tenga un miedo atorado en la garganta no lo cambio por nada. A pesar de las temperaturas que pasamos durante muchos meses, mi paz es innegociable.

Y sí. La vida es cabrona por sí sola. No todos podemos tomar nuestras cosas para buscar otro horizonte. No es tan sencillo, demasiadas cosas cargamos. Muchas de ellas, innecesarias. Elizabeth se agarra fuerte a su felicidad y a su tranquilidad. Para mi, escribir, contar historias es una de mis razones para seguir viviendo. Hay más, claro, por ejemplo, celebrar la amistad que me trajo a Mérida. Disfrutar los recuerdos, pero sobre todo lo que hoy tengo junto a mis amigos. Hacerlo de la forma más sencilla que podamos y no por el cliché de “solo se vive una vez”. La razón va más allá aún. Sí, si se vive una vez, hagámoslo bien. 

Por Juan Pablo Martínez Cajiga

Nací un lunes.

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