Foto: Cortesía.

Flechas que atraviesan la espesura de la noche

Leer a Ingrid Bringas ha sido todo un viaje. Comencé sin saber si realmente estaba preparada para la envergadura del camino y, sin embargo, me adentré en la le lectura de Flechas que atraviesan la espesura de la noche (Editorial Liberoamérica) con el corazón palpitante por el riesgo. A lo largo de este libro de poemas de apenas 70 páginas, he encontrado tanto o más, que en una vida. Porque Ingrid plasma la existencia de una manera visceral, casi primitiva. La encontramos describiendo el amor a través de una mirada amplia, desde los pies que encuentran tierra firme para avanzar, hasta las mejillas que son acariciadas por unas suaves manos que saben a cielo. 

Creo que una gran parte de su poesía es un reclamo a la pasión y calidez humana, ese fuego que nos palpita dentro y nos consume a la vez que alumbra. Hay muchos poemas donde Bringas nos susurra secretos, mostrándonos los recovecos de una alcoba llena de sexo, la unión de dos personas mediante el placer de ser libres juntas. Es en esa conexión, donde los ojos se cierran y los pies se retuercen, en la que las sábanas caen al suelo y la piel se eleva. Explica la desnudez sin tapujos ni adornos, describiéndonos como lo que somos: cuerpos, carne y sangre; animales recubiertos de una piel que nos contiene y nos abriga, conformando nuestra propia casa. 

El concepto de hogar está muy presente en la lírica de la poeta, con numerosas referencias a la naturaleza en calidad de refugio. Los árboles y sus ramas, las flores, el sol y los animales, conforman un espacio de conexión ciertamente panteísta en el que se unen a los propios seres humanos, sin apenas distinción. Esto queda bastante patente en el poema ‘Mujer que se disfraza de árbol’:

Quiero ser en este cuerpo un árbol,
quiero ser silencio de todos los cuerpos.
Otra especie, la voz,
el ladrido a medianoche.

Porque en este cuerpo soy una casa,
un exilio.

Quiero ser en este cuerpo un manual de cicatrices;
quiero ser en este cuerpo apenas yo,
elijo este cuerpo
y oler a mi sangre.

El papel que desempeñan las mujeres en los poemas de Ingrid es verdaderamente bello de leer. Son mujeres fuertes que alimentan al mundo y «hacen cantar al río». Habla, como comentábamos al principio, de nuestros cuerpos desde una mirada no exigente, mediante la cual acepta sus pliegues y formas, la sangre que brota de las entrañas y la memoria de nuestras cicatrices. Describe cuerpos que no se avergüenzan de sí mismos ni de ser vistos, cuerpos que se dan al placer, que se dejan llevar como marea en calma o tormenta furiosa, la sensualidad de quien está viva y sabe que tempus fugit.

A lo largo de las diferentes páginas, vamos descubriendo sombras llenas de matices, silencios cargados de urgencia; una noche demasiado larga, demasiado oscura, donde todo ocurre «aquí dentro/donde gotea la noche/algo/se ha/roto». Sentimos en nuestra piel la nostalgia sobre aquello que se fue o lo que podría marcharse, el peso de algunas ausencias, así como la consciencia de lo efímero y, sin embargo, el vitalismo de exprimir las experiencias hasta lo más profundo.

He disfrutado especialmente de los poemas dedicados a su padre, el corazón se me encogía ante los versos «la voz de sus ojos era más honda que todas las cosas». Hay música en Ingrid, tonalidad, canto y melodía. Existe cierto hilo conductor entre sus letras que las conecta a una musicalidad sencilla y tierna, que, sin llegar a rimar, me da la sensación de que sus versos podrían convertirse en canciones. Entonces no solo leeríamos la memoria de bosque y el sueño de la poeta, sino que también podríamos bailar a su compás, y es que «algo arde cuando dos bailan».

¿Qué me ha parecido en su conjunto? Una poesía bella hasta la médula, llena de metáforas y simbolismos que cada ojo lector podrá llevarlo a su terreno, hacerse a cada poema, quedarse a vivir en alguno, sentirse parte. Si bien es cierto que me ha costado conectar con los versos más religiosos, la poesía tiene el poder de la subjetividad de su mano. Yo me quedo con los ratos que me ha acompañado en las tardes de frío, agradecida de encontrar refugio en unas páginas que hablan desde la raíz, en las que la poeta afirma: «soy un pueblo/esta ventana donde entra luz/un lenguaje que heredé y no entiendo».

Quisiera agradecer a purgante la oportunidad que me ha brindado de leer y reseñar esta preciosa obra, así como a Denise Griffith, amiga de la autora, que nos la hizo llegar. Y por supuesto, gracias a Ingrid por compartir con el mundo su talento. Termino mi pequeña aportación con el poema que he sentido propio, ese en el que yo me quedo a vivir, como un espejo, un reflejo, ‘Casa abandonada’:

Me creció adentro una planta
adentro me creció un nombre
la copa, la casa y la palma
adentro su mano echó el aliento
debajo de este pecho
un pájaro revolotea.

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