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Doce pasos

Dos días después, el balón aún no descendía de su viaje. El penalti errado por Rafael Medina le daba la cuarta estrella al equipo universitario y los Pumas concluían así una sequía de trece años sin un título de liga. El fin de semana, que había empezado cinco días antes, aún tenía horas por consumir.

El calendario se había acelerado y de pronto, llegó junio con su humor variable y una boda en Acapulco a la cual estuvimos invitados desde 19 años atrás. Era un acontecimiento atípico, pero se percibía un ligero olor a nostalgia que llegaba del mar y era recibido por todos aquellos que tuvimos cierto recuerdo que incluía un balón y un partido de futbol jugado en el pasado, pero que se repetía por siempre en la memoria colectiva.

La carretera nos había llevado al puerto sin sobresaltos y algo empezaba a manifestarse de forma fortuita, con pistas dejadas quince mayos atrás, en el año en el que el muro se rindió al oeste. De pronto, nos vimos atrapados en una serie de anécdotas que se fueron diluyendo con tequila, buen humor y siete horas de sugerencias a Albert, el mesero originario de Iguala, para que fuera menos amargo con la vida. El olor de la nostalgia regresó entonces, provocando un letargo entre los presentes, por lo que el bar se quedó sin alma en el interior.

No podía diferenciar entre el aroma venido del mar y aroma del destino, no supe en qué momento comencé a respirarlo, probablemente fue desde siempre y viví sin darme cuenta de ello: al caminar por un día caluroso y preguntar por un amigo (hermano) que no encontraba; al entrar a un bar un día de mayo de cualquier año que viví; ahora, al marcar un número que me hace temblar la mano y conduce al lugar que siempre busqué, pero no supe de su existencia hasta que un poco de arena salió de mis ojos.

La mañana llegó en mi ayuda y mis amigos pensaron que la mejor manera de matar el día era dedicar tiempo en la alberca acompañados por dos horas de fútbol, una revista y visitas ocasionales a la playa. El plan no fue errado, usamos los minutos sin darnos cuenta y el reloj comenzó a apretar los preparativos finales para la boda. Lino, guayabera y una rara sensación de complejidad sentimental llevaron mi camino hasta el lugar de la fiesta. Tomamos nuestro lugar y dejamos que la música recorriera la memoria y el cuerpo, el sol había trabajado lo suficiente y en la mesa nos referíamos a los acontecimientos recientes en el ámbito deportivo que ocupaban las siete columnas de todos los diarios, vivíamos tiempos donde la basura política trataba de ser olvidada por unas horas. Veintiocho minutos y treinta y seis segundos después de estar sentado, la sensación de la noche anterior regresó a mi cuerpo y el destino llenó el aire de una manera que no he vivido y no volveré a vivir, pero que, de momento, sólo produce sensaciones en el estómago y en el punto que tenemos asignado para la felicidad dentro del alma. Las palabras se quedaron en el aire, veinticinco de ellas fueron necesarias para el caso y esa extrañeza cambiaba de tono para ser reconocida por el corazón.

Los novios bailaban -la amistad seguirá, el viento faltaba, pero la noche se consumió íntegra. Solo el color blanco podía ser testigo de una felicidad de años y de vidas enteras que buscaban lo mismo para sus hijos y los hijos de sus hijos y los descendientes de ellos.

San Antonio y su domingo, demasiado planeado para él, para el destino y para ese olor a tan conocido como lo es la nostalgia. El despertar llegó en punto de las nueve de la mañana y el agua de la piscina refrescó mis ideas y mi sentir. El fútbol fue el pretexto, y la felicidad de nuevo se presentó junto con él. Cuadros rojos, jeans y lentes, Pumas-Gol (¡cómo no te voy a querer!). El aire delgado se escapó tomado de la mano del momento, pero las horas del fin de semana seguirán por siempre. La carretera nos regresó por donde llegamos, pero dejó mucho más que una emoción embotellada que se guarda en el cuerpo. 4811-9262-74 fue la última noticia del día, una distancia recorrida a través de la fibra óptica que me hizo regresar a un nervio que por su desuso no reconocía y llenaba el cuerpo de ingravidez.

Llegó el lunes, de ese tipo de lunes que llegan después de un buen domingo, pero el fin de semana no se había ido del todo, el campeonato logrado por los Pumas de la Universidad había dejado la ciudad inconsciente y con ánimo de mantener la alegría por un buen rato. La dispersión de los recuerdos se había iniciado y el día se desplazó con lentitud hasta que la lluvia nocturna hizo su presentación. Llevaba todo el día tratando de reconstruir las últimas 72 horas sin poder conseguirlo, mi cerebro no dejaba de traer al frente las memorias de la felicidad disfrazada de persona, aquella que pudiera cambiar el destino que estaba escrito en la bitácora de cierta mujer medicinal de principio del Siglo XX. Dos horas fueron suficientes para convertir todo en caos y marcar un camino que sé recorrer solo, pero en el que espero tener la guía adecuada con la cual lo caminaré. El día siguiente duró una tercera parte de lo normal, y se llevó todo lo que podía llevarse. Se llevó mi emoción, también cargó con los abrazos, un beso que durará toda la vida y las palabras para dejar una serie de pensamientos y sensaciones que ocuparán algún día de agosto (y los que haga falta). Solo puedo decirlo así, gracias. El balón pateado en el penalti, cayó 3 días, 8 horas y 27 minutos después, a unos 4 kilómetros al norte estadio, dejando una marca en mi cuerpo que el destino junto desde siempre.

Por Juan Pablo Martínez Cajiga

Nací un lunes.

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