En un gesto tan simple y espontáneo nos descubrimos sin tapujos,
pues decimos más profundamente lo que sentimos con palabras de otros.
Fabio Morábito, El idioma materno.
Ya son un par de semanas desde que la plataforma de Disney + estrenó en la serie titulada Obi-Wan Kenobi, protagonizada por el actor británico Ewan McGregor (Reino Unido, 1971). La historia se sitúa entre los episodios (cinematográficos) III y IV con el personaje de la saga de Star Wars y supone responder qué sucedió con una serie de cuestionamientos sobre la vida del “Jedi”. Como todos los productos de la ahora dueña de la franquicia (Disney) se hubiera esperado otro resultado; sin embargo, la serie deja mucho que desear con un guion lleno de lugares comunes, amorfo y lleno de personajes sin historia. Renunciar al legado creado en el cine les ha cobrado un costo que difícilmente podrán pagar.
Hubo un tiempo (largo para quienes lo vivimos) en el que Star Wars (La guerra de las galaxias en aquel entonces) era parte de la mitología y todo lo que giraba a su alrededor eran verdaderos yacimientos de oro. Sobra decir que el marketing y la resonancia de entonces era, a pesar de ser un producto de alto consumo, limitado y que tenía solo alcance local (EEUU). En nuestro país, aparecieron como cuentagotas algunos productos. Uno de ellos era “La espada láser” (sic); un tubo de plástico opaco que se ensamblaba con una linterna (¿Rayovac®?) a la que se le ponía un círculo de celofán de color azul o rojo justo en el lente protector para iluminar el área interior del tubo. Era una tristeza la pieza. Las películas llegaban con meses de retraso y la vida circulaba de manera pasmosa. Sólo a través de copias pirata en Betamax® era posible volver alguna de los episodios; entonces fue la palabra hablada entre sus seguidores y los incrédulos las que elevaran las películas al grado de culto.
Tuve la suerte (privilegio) de poder viajar al norte del Río Bravo un par de ocasiones a principio de los años ochenta, en alguna semana de las vacaciones de verano. Durante esas visitas, el dinero que llevaba se empleaba en la compra de los personajes y alguna que otra “nave” de la saga. Poco a poco lograba incrementar el número de piezas. Sin embargo, mi colección tuvo un salto cuántico un día cualquiera: el entonces novio de mi hermana mayor, en un acto de desapego (o queriendo ganar puntos) me heredó su colección completa, con contenedor en forma de Darth Vader y un X Wing Fighter incluidos.
Lo que ocurrió después, probablemente, defraudará a los fieles de la saga. Mis juguetes, específicamente los muñecos de acción de la película, pasaron a formar parte de un conglomerado que reunía todos mis “monitos” reunidos en una caja de cartón, en ella cohabitaban soldados norteamericanos y japoneses, monstruos, superhéroes, Storm troopers y Jedis y alguno que otro futbolista. El uso que les daba era diferente al originalmente proyectado por sus creadores. Con la suma de todos mis “muñequitos” (los de Star Wars incluidos) había formado yo ocho equipos de futbol diferentes, los cuales, participaban en una liga creada expresamente para el caso. Cada equipo contaba su estadio, que era un área entre la cama de mi hermano y la mía, otro de los campos era junto al escritorio de mi papá (cuando no trabajaba) y finalmente el último, en el descanso de la escalera. Además, poseía un tapete verde que mi abuela materna me había cedido de manera amable (tras pintarle un círculo central con un plumón marcador imborrable) y publicidad estática que hacía con papel. En mi liga había fichajes, diferentes estilos de juego según el entrenador que se “contrataba” y un calendario de juegos. Todo esto anotado en un papel cuadriculado (rol de juegos, resultados y tabla de posiciones) que guardaba celosamente en un portafolio viejo que mi papá me había cedido. Chewbacca, por ejemplo, era un férreo stopper, Luke -el del “Imperio contraataca”- era un zurdo habilidoso que podía desempeñarse como media-punta o segundo nueve. Hacían paredes con algún soldado japonés e incluso con el Capitán Kirk (sí, el de Viaje a las Estrellas), que fungía como libero que se sumaba alegremente al ataque. Las posiciones y roles que ejercían iban de acuerdo a mi percepción de su facilidad física o habilidades que imaginaba. Pasaba horas jugando todos esos partidos de liga, copa, mundiales y amistosos. Mi cuarto, el estudio de mi padre o el descanso de la escalera se llenaban de muñecos que llevaban un pedazo rectangular de Masking-Tape® con un número pintado, porterías y pelotitas.
Mi padre nunca fue un aficionado al fútbol. Le entretenía, lo podía ver un rato, pero jamás se apasionó por algún equipo en especial y ningún jugador le llegó al corazón (algunos pasan la vida sin saber qué es la permanencia de una alegría efímera). Nos llevó -a mi hermano y a mí- al Azteca un par de ocasiones a ver jugar al Laguna, club de su tierra. Recordaba de alguna forma los movimientos circulares de la Holanda del ’74 y se sorprendía de los alcances sociológicos del juego a través de las letras de Desmond Morris. No puedo afirmar, sin embargo, que él haya sembrado en mi vida la semilla del juego. Mi comportamiento, por tanto, no puedo achacarlo a algún resabio paterno o por algún desajuste emocional que te lleva a agarrarte de un juego elemental en el cual un esférico es el objeto de deseo. Ignoro qué acontecimiento o proceso mental fue lo que me llevó a hacerme devoto del deporte y en consecuencia convertirme en un organismo que poseía una liga, al menos ochenta y ocho jugadores y una docena de técnicos. Las tardes de mi infancia y pre-adolescencia se vieron regadas de horas donde mi entretenimiento eran duelos tácticos, juego posicional y jugadas que serían visualizadas miles de veces por usuarios de redes sociales.
El final llegó cuando la adolescencia reposó en mi cuerpo. La vergüenza de ser sorprendido jugando con “muñequitos” pudo más que mi fervor por el juego. La colección de naves y personajes de Star Wars se fueron por la misma puerta por la que entraron y 1983 quedaba muy lejos para seguir pensando en sables láser y galaxias muy (muy) lejanas. El tapete verde de mi abuela quedó arrinconado en mi cuarto y el portafolio con todos los datos sobre los partidos y tabla de posiciones quedaron bajo una capa importante de polvo.
La vida adulta tiene cláusulas que nunca leí o nadie me advirtió, quizá por eso siempre estamos en busca del lugar donde uno fue feliz o al menos creyó serlo. Después de todos estos años, las noches en donde la ansiedad me hace compañía, repaso en la mente las alineaciones y los partidos que jugaba con mis muñecos hace más de treinta y cinco años, con la finalidad de conciliar el sueño sin sufrir demasiado. Es posible – medito- que aquello más que un juego, fuera mi Brigadoon1 particular.
1. Brigadoon (Vicente Minelli, 1954, E.U.A.) Guion: Adam Jay Lerner. Reparto: Gene Kelly, Van Johnson, Cyd Charisse.