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“Dying for Sex”: Michelle Williams y el arte de morir (y vivir) con gracia  

En un panorama audiovisual semi saturado por el espectáculo vacío, Dying for Sex es un milagro: una serie para adultos pensantes, con humor, corazón y una protagonista que eleva el material a categoría de arte.

Si hay una actriz que puede convertir el dolor en poesía sin caer en el melodrama barato, esa es Michelle Williams. En Dying for Sex, la miniserie sorprendentemente disponible en Disney+ basada en el pódcast homónimo, Williams no solo confirma que es la mejor de su generación (con todo respeto a Jessica Chastain o a Anne Hathaway y sus arrebatos de teatralidad adorable), sino que ofrece un máster class sobre cómo interpretar la vulnerabilidad sin victimismo. 

Como Molly, una neoyorquina que, tras ser diagnosticada con cáncer metastásico, decide explorar su sexualidad con una libertad que nunca antes se permitió, Williams es pura alquimia: convierte cada sonrisa, cada mueca de dolor, cada mirada perdida en un acto de resistencia. Y lo hace con una naturalidad que duele.  

La serie, de ocho capítulos ágiles y perfectamente dosificados, es esa rareza que logra ser brutal, hilarante y conmovedora en la misma escena. No es solo un relato sobre la muerte, sino sobre cómo vivir cuando el tiempo se agota. Molly podría haberse convertido en un cliché de “mujer valiente frente a la enfermedad”, pero el guion (y Williams) la llena de aristas: es egoísta, tierna, sarcástica, asustada, valiente y, sobre todo, humana. 

Su viaje sexual postdiagnóstico —desde encuentros torpes con millennials hasta un complejo pero encantador affair BDSM con un vecino viudo interpretado por un sublime Rob Delaney— no es una búsqueda de placer, sino de existencia. “Quiero sentirme viva antes de dejar de estarlo”, dice en un momento, y esa línea resume la esencia de esta obra: no hay moralejas, solo vida en estado puro.  

Dying for sex (2025).

La vibrante Jenny Slate, como la mejor amiga Nikki, es el contrapunto perfecto: su humor ácido y su lealtad desesperada equilibran la intensidad de Molly. Pero es Delaney quien roba cada escena en la que aparece. Como el vecino que atraviesa su propio duelo, el actor británico despliega una ternura torpe y una comicidad melancólica que hacen imposible no enamorarse de él. Es el tipo de personaje secundario que merecería su propia serie. En el otro extremo está Jay Duplass como Steve, el exmarido de Molly, un hombre tan patético en su autoindulgencia que uno quiere atravesar la pantalla para darle un puñetazo en la nariz. Duplass lo interpreta con una mezcla de inseguridad y egoísmo que lo vuelve odiosamente creíble.  

Y luego está Sissy Spacek. Porque, claro, ¿quién mejor que Carrie White herself para encarnar a una madre que ve morir a su hija? En apenas unas escenas, la legendaria actriz transmite décadas de amor, culpa y resignación silenciosa. Cuando le dice a Molly, con una sonrisa temblorosa: “No sé cómo hacer esto”, no hay espectador que no se deshaga.  

Dying for Sex es todo lo que la sobrevalorada (y exasperantemente vacía) tercera temporada de The White Lotus quiso ser y no fue: una exploración inteligente de la condición humana, sin subestimar al público. Donde The White Lotus recurría a caricaturas y giros forzados, esta serie opta por honestidad. No hay villanos ni héroes, solo personas tratando de navegar lo imposible. Y lo hace con un humor tan negro como compasivo —ese tipo de comedia que duele porque es verdadera.  

La dirección, minimalista pero nunca fría, evita el sentimentalismo fácil. Hay planos —como el de Molly riendo en medio de un ataque de dolor— que quedan grabados a fuego. Y el guion, adaptado del pódcast real, nunca cae en lo cursi o lo predecible. Incluso en sus momentos más crudos (y los hay, varios), la serie mantiene una dignidad que la aleja del trauma porn.  

Dying for sex (2025).

¿Es perfecta? Casi. Quizás algún diálogo suene demasiado pulido, o algún giro resulte un poco conveniente. Pero en un panorama audiovisual semi saturado por el espectáculo vacío, Dying for Sex es un milagro: una serie para adultos pensantes, con humor, corazón y una protagonista que eleva el material a categoría de arte. Williams, una vez más, demuestra que no hay nadie como ella. Y nosotros, espectadores, somos los afortunados que podemos verla convertir el sufrimiento en algo hermoso.  

Moraleja: véanla. Lloren. Rían. Y agradezcan que el cine y la televisión aún pueden darle sentido al caos de estar vivos.