La silueta era lo único que podía verse desde donde ellos se encontraban.
Sobre el oscuro del cielo vespertino, entre violetas del reino nocturno de Mond y los naranjas penetrantes de los últimos minutos de Sonne, un gran tejo solitario se movía con el viento, cantando algo que, probablemente, solo él entendía.
Entre sus ramas, si se le dedicaba la atención necesaria, podía distinguirse música arcana bastante primitiva en el vaivén de sus hojas y los crujidos profundos entre las maderas curativas, el llanto fluyendo sobre su corteza y la salvia que manaba de esta; el conjunto sonoro rompía la monotonía del silencio e iluminaba la noche venidera con algún tipo de bio luminiscencia kinestésica.
Ellos habían caminado desde algún lugar lejano y venían de tiempos perdidos. Sus nombres, aunque olvidados, aún se escuchaban en las colinas verdes sobre las que andaban; sus voces, débiles, contaban las historias de sus días pasados y hablaban del futuro certero hacia el que sus ojos penetraban.
Ambos eran atemporales y eternos.
Se acercaron de a poco y tardaron bastante. El tejo les llamaba.
Aunque el tiempo pasó y caminaron el equivalente a muchos ciclos, ni Sonne ni Mond se movieron de sus lugares en el firmamento, al contrario, era como si ellos pudieran caminar sin tomar en cuenta la curvatura de la tierra, directo hacia el lugar de reposo del gran árbol, hacia la luz o la oscuridad dependiendo del rumbo elegido. Mientras más se acercaban al tejo, el cielo se volvía más violeta, casi negro, con pequeños puntos luminiscentes al pendiente de sus miradas y Mond, escondida a lo lejos, se percibía más amarilla al acercársele.
Era un árbol hermoso.
Entre sus ramas colgaban esferas llenas de vida. Eran nueve de ellas.
En sus raíces había un pozo de aguas azul profundo; no parecía tener fondo.
En su copa había luz; brillaba más que Sonne, más hermosa.
Antes de llegar a él, marcado sobre sus raíces y vigilante, había un páramo árido, desolado y cubierto de ceniza en su mitad izquierda; la mitad derecha era verde, floreciente y su aire respiraba una brisa de aromas dulces y reconfortantes.
Al frente, justo en el camino, se levantaban tres puertas idénticas y distintas todas: una era muy vieja, pero al tocarla parecía ser fuerte y resistente a todo; otra era bella, pero tenía muchas marcas de tiempo sobre ella; la restante era la más pequeña, sin embargo, abarcaba más que las otras dos y las cubría enteras.
Frente a ellas encontraron un letrero de madera vieja que les hacía la advertencia: “avanza sobre el páramo y nunca volverás de la noche eterna, pues ahí duermen quienes terminaron sin luchar. Si buscas continuar, habla de los tiempos y permítete abandonarte antes de entrar”.
Hubo un tiempo en que la soledad los amó a ambos y ellos se separaron, aquella era una de las historias que podían leerse en sus ojos. El dolor estaba escrito en sus caras y podía notarse debajo de sus ojos, entre los pequeños pliegues que formaban sus ojeras; pero también había amor, y batallas que narraban el futuro si sus palabras se ordenaban de manera adecuada y de entre ellas se sacaban las frases y melodías necesarias.
Cuando leyeron lo que decían las puertas, cada uno entendió diferente el mensaje.
Para él, hubo música de fuerza que resonaba entre los barrotes de la puerta vieja. Cada uno de sus giros metálicos que le daban forma y sus soldaduras firmes, bien armadas, cantaban una dulce canción del futuro que les esperaba.
Para él, Sowelu se quedó atrás, en otra historia y le permitió cambiar. Supo que su batalla aún no terminaba y que vendrían por él las damas aladas.
Para ella, la magia de las runas se le presentó con su propio nombre entre los barrotes de la puerta más bella y entre sus marcas de tiempo ella pudo leer los veinticuatro caracteres que dejaban, en el pasado, su estela.
Hubo uno más, un vacío del que ella pudo entrar al mirar por fin hacia atrás y decidir que si, efectivamente, su magia no venía de otro lugar que de su interior y su tranquilidad.
Ambos se miraron mutuamente, tomaron sus manos y encadenaron sus cuerpos en un abrazo. Pudieron sentir sus corazones latiendo al unísono y sus respiraciones tratando de sincronizarse, la de ella calmándolo, y la de él protegiéndola. También sintieron su calor; el temblor de sus cuerpos al hacer consciente el miedo que les inundaba; la fuerza que encontraban, casi al mismo tiempo, y los llenaba.
Una vez más se vieron mortales uno al otro. Solo entonces, las puertas se abrieron.
El Tejo les llamaba y el páramo quedó atrás con su muerte y su vida simultáneas, respirándoles sin detenerlos al pasar.
Pudieron ver las esferas en el árbol y apreciaron los mundos enteros que eran. Mundos llenos de vida y tecnología. Algunos batallaban entre sí, otros dialogaban, algunos más se equilibraban sin poner atención a los demás y al centro, entre los ocho restantes, uno azul se distinguía en las serpenteantes murallas de hielo que lo rodeaban para protegerlo de los gigantes helados.
Ambos, con todo el amor que sentían uno por el otro, sintiendo esa mutua compañía, caminaron hasta la base del árbol y se entregaron a él. Detrás quedaron el páramo y las puertas, con ellos quedaron sus pasados, sus dolores y sus penas.
El gran Tejo era hermoso, su gran tronco recto se extendía tan alto que parecía tocar el cielo.
Los mundos en sus ramas hablaron con ellos y ellos escucharon la canción en la que fueron nombrados dioses paganos.
Mientras se acercaban lo comprendieron, debían sacrificarse al gran Tejo, el árbol de los mundos les entregaría la sabiduría de la vida y el tiempo, el conocimiento de la magia que habrían sacrificado para llegar a él y las palabras para entregarlas a quienes venían después.
Me llaman Eihwaz, el sempiterno, lleno de mil vidas, verde y floreciente, tan letal que curo cánceres y cierro heridas. Me llaman Eihwaz, la runa de la vida, el árbol de los mundos Ygg. Me llaman Eihwaz, nacido del hielo y el fuego, antes de los Ases y los Vanes y mía es la magia y la verdad, el que quedará en el fin.
En su cima, dos eternos pendieron durante ocho noches con sus días, y cuando el silencio los rodeó, cuando sus vidas parecían llegar a su fin, vieron sus nombres y los recibieron como amantes esperando el retorno de lugares lejanos; tuvieron frente a frente la magia de todo lo que siempre será y nunca llegará a nacer.
No bajaron los mismos eternos que se sacrificaron, eran distintos y sus nombres también habían cambiado. Además, no volvieron solos.
Entre ellos había un pequeño ser de luz y oscuridad, magnífico y hermoso.
Ellos lo bañaron por primera vez en el pozo bajo el Tejo y el árbol le obsequió su propio nombre y un poco de su luz.
Ellos lo llenaron de historias y promesas y el conocimiento que obtuvieron de las tres puertas y la magia de todo lo que es grande y fuerte. Y así, dejando todo detrás, tan pacíficos como llegaron hasta el páramo, volvieron a su cotidianeidad, amando el obsequio con que regresaron.
Esta es tu segunda historia y Runa de tu nombre.
Eihwaz: Siempre verde, llena de vida, sabia y grande guerrera.
Tu camino está preparado.
Llega a salvo.
Te amamos.