Arte: Diana Lerendidi

el rinconcito de silvia (II): Eterna constante

Cuando comencé a escribir este texto quería que versara sobre el amor, las relaciones, lo que sana y lo que duele. Me pareció ambicioso y desafiante a partes iguales, pero escribí, borré, añadí y quité tantas cosas, que ahora no sé de qué trata. Me pareció una buena metáfora sobre lo que es la vida y las expectativas que tenemos con respecto a ella. Nada es nunca como planeamos.

Dice una canción de los Jonas Brothers: “if the heart is always searching, can you ever find a home?” pienso en ella mientras sobrevuelo el mar desde un avión donde todo el mundo duerme. Nuestra propia existencia es una constante contradicción: no somos nada y de pronto estamos en el mundo; estamos dormidos o despiertos, buscamos un refugio estable, pero también novedad. Queremos intimidad y construir algo que perdure, pero el pecho nos late incesante de ganas de alejarnos para descubrir lo que hay más allá. ¿Cómo sobrevivir a la lucha entre la homeostasis –tendencia al equilibrio– y la morfogénesis –tendencia a la evolución y al cambio–?

En el primer texto del rinconcito hablábamos de tres tipos de personas: las que adoran los principios, las que se sienten aterradas ante ellos y las que trataban de adaptarse a pesar del miedo. Finalmente, nos guste o no, lo único realmente estable es el cambio. Las personas cambian, nosotras mismas cambiamos, el mundo cambia –a pasos agigantados–; todo a nuestro alrededor no deja de moverse y retorcerse, de avanzar y retroceder, como un garabato dibujado durante horas al teléfono. Entonces, ¿dónde queda el hogar? Quizás este se encuentre en las personas que nos acompañan durante trozos de nuestro camino. Algunas recorren largos trayectos y otras apenas unos pasos, pero creo que el simple hecho de coincidir en tiempo y espacio con alguien que nos hace sentir en casa, es lo más grande que nos puede ocurrir.

Deberíamos, entonces, estar preparadas para despedirnos, para aceptar que la otra persona se marche, elija un camino distinto, cambie de forma que ya no sea lo que necesitamos o que nuestra propia evolución sea la que no concuerde con lo que ella esperaba. Si lo único que sabemos desde que posamos un pie en el mundo es que las cosas cambian –y, por ende, empiezan y terminan– ¿por qué nos duele tanto decir adiós?, ¿por qué razón nos aferramos como un clavo ardiendo a lo que ya no puede permanecer? Si me permitís que me ponga filosófica, creo que tiene mucho que ver nuestro ferviente inconformismo existencial: “lo que pasa es diferente de lo que desearía que pasara, por lo tanto, he de hacer algo al respecto”. El ser humano busca expandir sus horizontes, no se conforma con ser primate, quiere ser rey de todas las especies; no se resigna a habitar la Tierra, ha de poseer otros planetas, conquistar otros lugares…

En determinadas ocasiones, creo que deberíamos mirarnos las manos y preguntarnos si nos está doliendo el agarre. Tener una relación, del tipo que sea, que suponga una mano que agarra y no una mano que es sostenida de manera recíproca, puede resultar muy doloroso a la larga. Las promesas se rompen, el futuro se construye y deconstruye a cada segundo; lo que creíamos que sería para siempre, puede terminar, como una canción que escuchas en un avión que sobrevuela el mar. Pero claro que duele. Como si no lo supieras. Como si el final te pillara por sorpresa, aunque estuviera sentenciado desde la primera frase, tal y como retrataba García Márquez en “Crónicas de una muerte anunciada”. Porque, aunque las personas cambian y las relaciones se transforman, queremos vivir todo el tiempo que sea posible con quienes nos hacen felices, con aquellas personas que, aunque nuestro corazón no deja de buscar, son nuestra casa.

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