Por Bridget Xicohténcatl
Recuerdo esa noche: entre copos de nieve y nubes de vaho nos prometimos el invierno, nos prometimos un tiempo compartido, sólo hasta que el frío abandonara la ciudad, sólo hasta que mi madre se consagrara a su lecho. Yo sería la extensión de tu hielo, yo sosegaría la caída de tu cuerpo y tú apaciguarías los susurros que me acosaban desde aquel lecho. Sin embargo, ahora estoy en la silla de mi habitación mirando la dureza del suelo. El tapiz verde con adornos florales que cubre las paredes parece estremecerse con cada una de tus exhalaciones. Siempre odiaste estas paredes, siempre odiaste este paisaje porque te recordaba la llegada de la primavera y el final del invierno. Aun así, estás aquí, estás ciñendo tu espalda a la puerta y con tu sombra intentas darle forma a mi silencio.
A pesar de que te estoy dando la espalda, escucho el susurro del viento que ahogas al cerrar la puerta. Dices que hace demasiado frío y quieres sentarte junto al fuego, pero estamos casi en marzo, el calor es tan asfixiante que incluso el fervor cálido de la lámpara es insoportable. No estoy sorprendida, sé que el canto de las cigarras te acosa en tus sueños, lo sé por las ojeras bajo tus ojos. Ahora el insomnio se ha vuelto tu otro rostro. Sé que en cuanto entraste a mi habitación, tu mirada apenas rozó mi silueta; tus ojos ya estaban posados sobre la maleta que había encima de la mesa y la ropa que, como las plumas de un ave derribada, decoraban el suelo.
El silencio comienza a extenderse, los pliegues de tu sombra crecen como si fueran insectos seducidos por la luz de una bombilla. Entonces, mi esencia es difusa, solo el círculo amarillento que emite la lámpara intenta definirla, darle forma para que no esté perdida en este desastre, este juego entre límites. Pero nada de eso me importa porque, en cuanto imagino tu rostro, sé que el día se volverá rojo y el vestido blanco que he elegido será perfecto.
Comienzas a abandonar tu escondite, te mueves con cautela, te acercas lo suficiente como para romper por completo mi círculo, bajo la excusa de que te inquieta que tus palabras se pierdan, se estanquen en la viscosidad del aire entre nosotros. En realidad, sé que temes que desaparezca y por eso prefieres tomarme primero entre tus manos antes de soltar tus palabras al aire. Siento el tacto de tus dedos rozando mi nuca; dudas por unos segundos, pero en cuanto escuchas el chillido de las cigarras, te precipitas mirándome como si fuera uno de esos insectos que tanto te agobian. Entonces tomas mi cuello con fuerza. Tu gesto es el más sincero de todo este invierno. Un grito se escapa de mi garganta, uno solo. Instintivamente aprieto con fuerza la manta que cubre mis piernas, la tomo conmigo mientras jalas mi cuerpo hacia tu punto de inicio, hacia tu núcleo, sé que aquella manta será mi único abrigo cuando mi cuerpo esté frío.
Sigo sin mirarte a la cara, no quiero que encuentres algo de arrepentimiento en mis ojos, sólo miro la dureza del suelo, el patrón desteñido de la madera, el patrón que me recuerda al armario de madera en el que solía esconderme cuando jugaba al escondite. En aquel armario me pierdo, entre su olor y sus texturas sagradas. Recuerdo esos inviernos en la casa de mi madre: ella se sentaba en la mecedora junto a mi cama y, mientras permanecía dentro del armario esperando a que me encontrara, ella prefería susurrarle al aire palabras que apenas eran audibles pero que podía imaginar en sus labios. Yo solo quería que abriera las puertas del armario para que mis ojos conocieran la luz de nuevo y el aire dejara de ser tan espeso. Sin embargo, ella parecía inmersa en su delirio, hipnotizada por el rechinar de la mecedora y sus susurros que retumbaban en la habitación como espasmos de un buey sediento. Nunca terminé el juego, siempre esperaba dentro del armario a que llegara la noche y sus susurros dejaran de infestar mis oídos como el canto de las cigarras ahora infesta tus sueños.
Llena de miedo esto se vuelve un juego de niños, un juego que parece tener vida. De pronto, ya no puedo escuchar ninguna cigarra ni ningún susurro, sólo escucho sonidos que piden que espere, sonidos que inquietan mi estómago como si la idea de ser encontrada fuera efervescente, es una sensación familiar, casi parece ser un hábito olvidado. Esta espera es tiempo que parece arrastrado, tiempo que parece perseguirme. Esta espera es la cuenta para esconderse:1,2,3, estoy dentro del armario. 4,5,6: todo lo que puedo ver es oscuridad. 7,8,9: el aire se acaba. 10: el espacio entre tus manos se astilla en mis huesos.
¡Ya voy!, es lo último que escucho antes de sentir el frío invadiendo mi cuerpo. El invierno se ha acabado.