Fernanda y yo

Luego se hizo un silencio. Un silencio sepulcral, casi perpetuo que me permitía darme cuenta que seguía teniendo el rostro infantil, los ojos vivos, la piel clara y la nariz aguileña de los años de juventud.

Luego de casi cinco años había visto de nuevo a Fernanda. Estaba pegado a un pupitre cerca de un micrófono cuando la vi sumida entre el público, los espejos y la inmensa araña del gran salón, tratando que la cámara ni la libreta ni los bolígrafos se le cayeran de las manos. La verdad que no pensé que iba a estar ahí. Había pasado mucho tiempo desde que viajé a Colombia y luego a Europa gracias a una beca que había ganado con mucho sudor y que había mantenido hasta el final con bastante hidalguía.

Durante ese lapso estuve en comunicación solo con pocas personas, pero nada con ella, hasta que hace dos días volví de nuevo a la ciudad. 08:00 a.m. ante un mar de nubes grises y un cielo que llovía, esta vez para presentar mi novela que había sido glorificada en España de un momento a otro por un jugoso premio y traducida en París a varias lenguas.

Esta reunión era, asimismo, para concederme otro premio y responder a las preguntas de la crítica especializada que había llegado de la capital. La verdad nunca en mi vida me he creído un dios, pero esa noche me hicieron sentir así.

Luego del buffet, el vino respectivo, una salva de aplausos y tras una larga cháchara con el alcalde, uno de los ministros y un periodista de corte político, un tipo algo molesto, miope, con el cabello al rape y con una corbatita multicolor, paré un taxi para que me llevara a mi hotel. Debía terminar de una vez por todas unos cuentos y mandarlos a mi agente en Madrid, cuando de repente una sombra mezclada con una voz cantarina se interpuso en el diálogo entre el chofer y yo. Era Fernanda. Llevaba unas zapatillas blancas, un jean semiazulado, una blusa turquesa y el mismo peinado de flequillos tal y como la había conocido en la universidad. Quedé perplejo cuando la tuve cerca de mí. Apenas si murmuré su nombre. Luego subimos al carro. El chofer, un viejo raquítico con bigotes dijo algo mirando a través del retrovisor. A los cinco minutos ya estábamos cerca de una fachada de muros morados, ventanas blancas y balcones virreinales: era Paz y Loyola. Ahí con Fernanda nos quedamos hasta medianoche o quizá fue hasta la una de la mañana. Instalados en la mesa ante unas bombillas amarillas, un poco de jazz y blues que sonaba a lo lejos y los carteles de The Beatles y Pink Floyd, por unos segundos nos quedamos mirando. Luego ella pidió un mojito, yo dos martinis. Hacía un año que trabajaba en Nación, según me comentaba, dedicada a cubrir los casos de delincuencia y muerte que azotaban a nuestra ciudad. También entrevistaba a políticos y artistas, me dijo rozando sus dedos sobre mi copa, pero solo en pocas ocasiones mientras llamaba al mozo esta vez por una cuba libre. Supe asimismo que tenía dos hijos, una parejita que su madre ayudaba con mucho esfuerzo a cuidar, y que tras cuatro años de relación se había separado definitivamente de su esposo. Ahora estoy abocada solo en mi trabajo- me dijo llevándose un pucho a los labios- trabajo, trabajo, trabajo.

Luego se hizo un silencio. Un silencio sepulcral, casi perpetuo que me permitía darme cuenta que seguía teniendo el rostro infantil, los ojos vivos, la piel clara y la nariz aguileña de los años de juventud. Asimismo, su fisonomía se había vuelto algo gruesa, pero eso no impedía que conservara siempre su hermosura. Esa hermosura que seguía quebrantando los huesos y paralizando el corazón.

Cuando salimos y con la mente puesta solo en envolverme de nuevo entre la pluma y el papel, Fernanda se pegó a mi pecho. Era la segunda vez que ocurría esto entre nosotros. Luego levantó su rostro: sus ojos estaban rojos y llorosos. Es el vacío – murmuró estrechando sus cabellos contra una de mis mejillas –el vacío que día y noche ha vuelto un pozo profundo a mi vida.

Luego fue una hilera de sollozos que solo terminó cuando ambos nos dimos un beso. Ese beso que ella misma me había negado entre los jardines, las plazoletas y los rincones de la universidad. Ese beso prolongado que disipó en mí los rastros de rencor en que me hallaba sumido hace varios años. El beso que motivó a que escribiera hoy el inicio de una historia: la historia de amor entre Fernanda y yo.

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