Dice Claudio Magris que la fe significa una confianza total en Dios. Arthur Balfour pregunta: ¿Qué tendrá que ser cierto para que sea posible?
¿Hacía dónde mira este hombre retratado por Héctor García -de quien se cumple un siglo de nacimiento- en la fatídica y brava Candelaria de los Patos? Parece un personaje de Fiodor Solobug, “aquel que enfrentó la más radical, a una maldad objetiva de la vida, que parece haberle agotado en el alma hasta la última de humanidad”, agregaría Magris.
Pero también parece, si se conoce someramente la biografía de García, un autorretrato.
Entre el fotógrafo y el personaje del cuadro hay una correspondencia: el desamparo, la miseria y las huellas de una existencia que les pasó por arriba sin darse cuenta. Aún así, en la imagen hay restos del yo vivido. Contemplación y empatía; las únicas que sobreviven a la desolación que deja un Dios ido.
Solamente un verdadero artista -lo cuenta bien Leo Perutz en El Judas de Leonardo- puede buscar entre los escombros la dureza del atropello en la vida real y extrema; y sin paleta de colores. También Caravaggio salía a las calles polvorientas a buscar los rostros más infelices, más abandonados, para dar vida a sus cuadros. Lo que une a García con sus personajes es la biografía: sólo Los de Abajo se leen las mismas cartas: naipes mal tirados por la baraja de El Señor. En este caso, la unión es la dureza de la supervivencia. Lo que quedó después de largas noches de hambre y descobijo. La fe quieta sobre la banqueta.
El hombre, pese a sus estéticos brazos y gracial postura bajo un poste de teléfonos, es el la figura del progreso. La marginación en su más cruda expresión.
En eso radica el trabajo de Héctor García, en la estética de la abominación de los que se olvidó el futuro: qué tendrá que ser cierto para que sea posible. La labor del histórico fotógrafo tiene el valor tajante del tiempo. La crueldad que fue, pero sigue siendo. Lo que revela el lente tiene la misma verdad -inobjetable- que el cine, la pintura y la crónica periodística. No hay complejo en Héctor; hay identidad con una realidad que mata a miles en las grandes ciudades, en las que los vivos confirman cada día el fracaso de la especie: la desigualdad más vil y egoísta. Muertos que esperan, con dignidad, que se confirme el final de los tiempos.
El hombre de la Candelaria lo dice: la orfandad se esconde en los gestos. La desolación es una barda blanca, pero sucia, en la espalda del pesar. ¿Mira al horizonte? ¿A la lontananza del abismo? El futuro es un privilegio de unos cuantos. La justicia social -como bien cuenta Oscar Lewis en Los hijos de Sánchez– es una retórica política: un panfleto sexenal escrito en otro idioma para los pobres, para quienes han llegado desde hace mucho – entre el nacimiento y la camposanto- los últimos días de la Humanidad, como diría Karl Kraus.
Los pobres que retrata García son testigos fijos del abandono divino. Aún así, el hombre del retrato mira al otro lado de la calle en la que todo sucede igual día a día. Los abandonados desconocen el mañana. La noche próxima. Y el siguiente plato sobre la mesa. La ropa y el sombrero como pertenencias únicas. La basura de la calle como compañía. Parece un personaje de reparto de una cinta de Buñuel.
García militó en los escombros, habitó en la correccional y deambuló por entre los barrios bajos. Decidió no abandonarse a sí mismo y se dispuso a dar constancia del inframundo de una ciudad desequilibrada y cabrona, en la que la vida no vale lo que cuesta. El disparo de la cámara que confirma que no hay nada más caro que la pobreza. Pregunta John Gray: ¿Qué podría ser más mortal que la incapacidad de morir? Héctor García hizo la crónica de los que, pese a todo y contra todo, se niegan a entregarse a la última morada sin pelear los doce rounds contra una realidad abrumadora que les lleva diez kilos de ventaja y unos puños de piedra y lodo.
¿Qué fue del hombre de la foto?
El anonimato de la tumba; la interpretación actual de los ojos.