Rosario

El día que me pusieron la mascarilla en las manos sentí un brinco en el corazón. Cubrí parte de mi rostro con ella y caminé apresurada al baño. Me vi en el espejo, hace mucho que no miraba mi reflejo ni en los charcos de agua. Sonreí para la imagen, y adiviné el alivio en la boca, que hace mucho llevo apretada; la alegría, todavía salpicada de desconfianza, relajó la comisura de mis labios. Todo quedaba oculto tras la mascarilla, reí con las vocales disponibles en mi lengua, adormecida por la condena autoimpuesta: permanecer resumida a pocas palabras, lo básico, lo necesario, el lenguaje utilitario de la rutina diaria. Mi prisión no era un capricho ni era cosa arbitraria, era el resumen de mi vergüenza, por mis encías enfermas, por los dientes perdidos en la guerra con el hombre que supo destruirme todas las razones y la fe. Mi boca expuesta hablaba de mis tristezas. Abrí la puerta del patio, respiré hondo y solté al aire mi desdentada contentura. Silbó una esperanza minúscula, inquieta. Me atreví a más, y las carcajadas se oyeron rebotando en las antenas de los techos vecinos, en los pipotes que recogían agua y en las paredes, testigos de mis silencios acumulados. Suena mal que lo piense, pero la peste que azotaba al mundo, que condenaba a respirar a través del tapabocas, me ofrecía la posibilidad de liberar de su cárcel la risa que contuve por años. Busqué retazos de tela en las gavetas, entre sabanas y vestidos viejos, aquellos guardados y pintados de flores que nunca vieron primaveras. Ahora, cubriendo parte de mi rostro, por fin crecieron las margaritas y se rebosaron los lirios, las rosas gritaron sus colores y las cayenas perfumaron mi nariz y mi boca.

Entonces conversé con todo el que se atrevió a escuchar mis sílabas atragantadas, no hubo frases perdidas ni jajajá que quedaran quietos. La mala memoria se deshilachaba, y pude barrerla junto a los hilos sobrantes de las telas. El regocijo vivía tras aquellos trapos que improvisaba en mascarillas, e hizo su nido en los pliegues multicolores atados a mis orejas. Ningún espejo volvió a mirarme sin ellos. Con mi reflejo, así fuese en un pozo de cualquier acera, podía escuchar una voz que anunciaba: Rosario, amolada por los manotazos del hombre bestia, sentía derretirse su alma tiesa, y no podía perder aquel resquicio de normalidad. Su boca, segura y encubierta, era tan común como cualquier otra, y reía a carcajadas.

Suena mal que lo piense, pero cuanto deseé que nunca más pudiéramos librarnos de las máscaras.

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