Desde las páginas de la perenne saga Harry Potter, J.K. Rowling construyó un universo que celebraba, al menos superficialmente, la diferencia: el pobrecito niño huerfanito marginado se convertía en el gran héroe, los sangres sucias que desafiaban el orden opresor, y la lealtad proveniente de lugares inesperados. Sus siete novelas (y ochop películas) ofrecían un mensaje reconfortante, especialmente para quienes se sentían excluidos. Pero décadas después, la autora británica ha desvelado su verdadero proyecto: no el de la inclusión, sino el de la traición, la destrucción y el exterminio de una clase marginal y perseguida.
J.K. Rowling no es simplemente una escritora con opiniones polémicas; ha resultado ser, por donde se le mire, una figura poderosa que ha utilizado su influencia para atacar sistemáticamente a las mujeres trans, aliándose con grupos antiderechos y promoviendo un discurso que las deshumaniza. Lo más perturbador no es su transfobia en sí, sino el maquiavélico y escalofriante cálculo político detrás de su evolución: primero, sedujo a una generación con una falsa narrativa de diversidad, y ahora, desde su posición de privilegio billonario, revela su agenda reaccionaria que ha sido acogida con una ferocidad zombi por mujeres deslumbradas por sus argumentos ultraconservadores en el mundo occidental.
Cuando Rowling era una escritora desconocida y sobre todo, pobre, necesitaba desesperadamente de lectores. Harry Potter se vendió como una saga progresista: Hermione, la feminista; Dumbledore, el gay benevolente pero discreto; Lupin, el hombre lobo como metáfora del VIH. Pero estos gestos nunca fueron revolucionarios; fueron concesiones perfectamente calculadas para un público liberal. Una vez consolidada como la autora más rica del Reino Unido, ya no necesitaba el disfraz de “madre soltera buena ondita que salió adelante en un mundo muy difícil ella sola”.
En 2020, Rowling publicó su ahora infame hilo de Twitter donde equiparaba la existencia de mujeres trans con una amenaza para las “mujeres biológicas”. Desde entonces, ha duplicado su activismo anti-trans: financia grupos como LGB Alliance (una organización que excluye a las personas trans bajo el pretexto de “proteger a los homosexuales”), escribe novelas bajo seudónimo donde villaniza a hombres que se visten de mujer para violar (un trope transfóbico clásico), y se alía con figuras de la ultraderecha británica.
Lo peligroso no es solo lo que dice, sino cómo lo dice: con el lenguaje preciso de quien sabe manipular el miedo. Rowling no grita; argumenta. No escupe consignas; escribe ensayos largos, cuidadosamente editados, donde mezcla anécdotas personales (su experiencia como víctima de violencia doméstica) con estadísticas sesgadas y retórica TERF (Trans-Exclusionary Radical Feminist). Su objetivo es claro: presentar su transfobia no como odio, sino como una “preocupación por las mujeres”.

La Rowling no está sola en esta perorata de odio. Detrás de ella hay un ejército de mujeres —en su mayoría blancas, casi todas ellas de clase media-alta— que repiten como loros sus argumentos. Algunas son feministas radicales de la vieja guardia; otras, simplemente reaccionarias que ven en las mujeres trans un chivo expiatorio para sus propias frustraciones. Es claro que las mujeres que a Rowling le importan, son aquellas que reúnen los requisitos de su propia eugenesia: las mujeres blancas y pudientes sí. Las demás, no.
Sus argumentos suelen reducirse a dos ejes:
1. “Envidia de vulva” (o la obsesión con los genitales): Afirman que las mujeres trans “odian” su cuerpo y por eso quieren “invadir” espacios femeninos. Este argumento no solo es patológicamente reduccionista (como si la identidad de género girara en torno a órganos reproductivos), sino que revela una fascinación casi obscena con la anatomía ajena.
2. “Protección de los espacios seguros”: Insisten en que las mujeres trans son una amenaza en baños, cárceles o refugios. Pero los datos no respaldan esta histeria: un estudio de 2018 en Sexuality Research and Social Policy analizó ataques en baños públicos en EE.UU. y no encontró ni un solo caso perpetrado por una mujer trans. En cambio, sí hay innumerables testimonios de mujeres trans agredidas por negarse a usar baños de hombres.
Lo más grotesco es que muchas de estas aliadas de Rowling son, irónicamente, cómplices de la misma misoginia que dicen combatir. ¿O acaso no es misógino reducir a las mujeres a su capacidad reproductiva? ¿No es clasista asumir que todas las mujeres tienen el privilegio de Rowling para vivir en urbanizaciones vigiladas, lejos de la violencia callejera que sí sufren las trans racializadas?
Rowling no es solo una celebridad con opiniones deplorables; es una pieza clave en una maquinaria política mucho más grande. Su influencia ha ayudado a normalizar discursos que antes solo circulaban en foros de extrema derecha. En el Reino Unido, su retórica ha alimentado la escalada de crímenes de odio contra personas trans (que aumentaron un 56% entre 2021-2022, según Stonewall). En América Latina, sus ideas son repetidas por grupos conservadores para oponerse a leyes de identidad de género.
Pero el daño más profundo es el cultural: Rowling ha logrado que la sociedad vea a las mujeres trans como un debate, no como personas. Las convierte en un tema abstracto, en lugar de seres humanos con derechos. Y lo hace desde una posición de autoridad: la misma que usó para enseñarnos sobre el valor de la tolerancia.
La Rowling no nos engañó por el hecho de que ostensiblemente cambiara de opinión; nos engañó porque su activismo actual es la consecuencia lógica de un proyecto siempre basado en el oportunismo. Usó la inclusión cuando le convenía, y ahora usa el pánico moral para mantener relevancia y sumar voces de odio a su mercantilismo.
Pero hay algo que su dinero no puede comprar: el hecho de que cada vez más gente vea su transfobia por lo que es y su mezquindad tal cual es. Irónicamente, las generaciones que crecieron con Harry Potter hoy lideran movimientos LGBTQ+. Sus avatares más famosos —como Daniel Radcliffe y Emma Watson— la han repudiado públicamente. Otros participantes de la saga como Emma Thompson, la extinta Maggie Smith y Gary Oldman, también manifestaron su desacuerdo con estas posiciones, alegando que las libertades personales en cuestión de identidad sexual no deben ser cuestionadas por nadie, se trate de quien se trate.
Hay una cosa que debe quedar muy clara: Joanne Rowling puede tener billones, pero el futuro no le pertenece. Pertenece a quienes entendieron que la magia de verdad no está en los libros, sino en la lucha por un mundo donde nadie tenga que esconderse bajo una capa de invisibilidad.