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Ni tanta tierra, ni tanto espíritu

Si bien el fin de mi viaje no tuvo un desenlace tan apasionado como el de Julia Roberts y Javier Bardem en aquella película taquillera, sí me regaló una eterna gratitud por aquel santuario. Que, en cierta forma, se sintió como lo mismo.


Comer, rezar y amar, novela de Elizabeth Gilbert llevada a la pantalla grande por Ryan Murphy, inmortalizó la paradisíaca isla indonesia de Bali, atrayendo a un sinfín de visitantes de tierras privilegiadas en busca de sanación espiritual —lo que sea que eso signifique—. Pero siempre hay una dimensión más profunda detrás de lo que muestra una adaptación hollywoodense.

Indonesia es el archipiélago más grande del mundo, con más de 17 mil islas en el sudeste asiático. La religión predominante es el islam, seguida por el hinduismo. Vaya contraste cultural. ¿Cómo es posible que convivan creencias tan distintas?

Me encuentro en un taxi en Yakarta, la capital, en medio del bochorno y un tráfico verdaderamente infernal. A buena hora decidí no comprar datos móviles… ¿Cómo me comunico? Me incomodan los silencios largos. Afortunadamente, el chofer del taxi percibe mi ligera frustración y me ofrece su traductor. Alivio. Podemos charlar. Sobre todo, si el navegador marca 18 km y 98 minutos más hasta mi hospedaje en la ciudad.

Surya comienza a contarme sobre su familia y sobre la religión, que representa el estandarte identitario y cultural en su hogar. Sus hijos han alcanzado la educación superior y, por tanto, un pensamiento crítico. Por ello, le cuesta digerir que su hija Sari quiera marcharse a los Países Bajos para alcanzar la libertad que le ha sido negada por ser musulmana. Mi expresión dibujó una mueca involuntaria.

Antes de la llegada del islam, Indonesia estaba marcada por religiones indígenas, dominadas principalmente por el hinduismo y el budismo. El islam se instaló con la llegada de mercaderes árabes a partir del siglo XIII. Durante el colonialismo neerlandés, llegó el protestantismo, el cual fue categóricamente rechazado por los locales como una forma de oposición a sus regentes impuestos. Y bueno, digamos que la religión no es precisamente el estandarte profético de los neerlandeses, así que, sin un enfoque claro, el islam predominó y el hinduismo se desplazó hacia el este del archipiélago. Esto se debió, en parte, a la gran actividad volcánica en Java, la isla más poblada de Indonesia, que obligó a reubicar templos. Así es como este país, relativamente pequeño en población, pero vasto en cultura, religión y naturaleza, resulta profundamente fascinante.

Desde la isla de Lombok tomo un vuelo hacia Bali. Sí, al llegar me encontré con un crisol de turistas de todo tipo, pero en su mayoría estadounidenses con una vibra de Coachella meets Burning Man. Esta vez, mi chofer me lleva en moto, con todo y mi equipaje bamboleándose en mi espalda. Al menos así llegaré más rápido, pensé. Me hospedo en una residencia de artistas en medio de lo que creí que era una jungla, pero que más bien resultaron ser terrazas de arroz, rodeadas por una sinfonía de grillos cantores.

Mi anfitrión me incluyó en su rutina con entusiasmo. No es común recibir visitantes de tierras tan lejanas, me dijo. Primero, durante el alba, se coloca una pequeña ofrenda canang sari con flores, incienso y arroz en la entrada de su casa, un símbolo de agradecimiento propio de la cultura balinesa. Después, el desayuno.

—¿Qué agradeces hoy, Wayan?
—Estar vivo en un nuevo día.

La realidad es que esperaba una respuesta con cierta profundidad, algo que me permitiera racionalizar el efecto de la espiritualidad en aquellos locales. En cambio, recibí una respuesta simple y genuina.

Durante mi solitaria travesía, pasé involuntariamente varios días en silencio. En observación. Concluí que el balance entre mente, cuerpo y espíritu podría ser la respuesta a la llamada sanación que buscan aquellos viajeros. Pero el equilibrio adecuado entre el mundo espiritual y el terrenal es lo que verdaderamente crea armonía, me confesó Wayan. Ni tanta tierra, ni tanto espíritu.

Si bien el fin de mi viaje no tuvo un desenlace tan apasionado como el de Julia Roberts y Javier Bardem en aquella película taquillera, sí me regaló una eterna gratitud por aquel santuario. Que, en cierta forma, se sintió como lo mismo.