Se oía por primera vez, en 1948, la obra para piano solo In a landscape, de John Cage. La recuerdo porque sonaba en mi infancia y porque, desde entonces, se me figuraba como el sonido de la nostalgia. Ella, en sí, la nostalgia. No tienen memoria los niños para sentir tal arranque de ansia por el pasado, pero la pieza, de manera inherente, evocaba en mí esa ralladura del ennui como si fuera la sensación una partícula esencial de lo humano, dormida pero viva a partir del instante en que somos pensados, concebidos, nacidos. La recuerdo, además, por su evocación a lo estático, a la pausa constante encerrada en los minutos, como si los detuviera. Como contemplar.
No es arbitrario: desde el título, la composición del estadounidense invita a contemplar de manera análoga a como miramos el horizonte, en un cuadro que avanza en el tiempo pero que parece fijo, que permanece; contemplar como meditar, como soñar, como describir. Luego, en la música, oímos que las notas se encadenan, llueven, apenas marchando en un mismo talante, un pulso invariable.
Un paisaje es una idea pictórica; dicho de otro modo, es una descripción: las palabras que usamos para evocar su luminiscencia, el antagonismo de las sombras, el correr del viento.
No se mueven las descripciones, en apariencia. Si digo que mi cocina es oblonga, que da hacia el Este, por un lado, y hacia el cubo del edificio, por el otro, que en otoño es la única temporada en la que se ilumina, no estoy narrando ni empujando la rueda del tiempo; en todo caso, lo estoy suspendiendo, hablando de lo que simplemente es, de lo estático. Pensamos, de manera elemental, que describir no es narrar; que al contar una anécdota describimos como paréntesis o como herramienta contextual. Acaso por ser habitantes del siglo XXI, esclavos del movimiento y su velocidad en todo lo que vemos, escuchamos, sentimos, consumimos, se ha tendido a pensar que en una pintura o una foto el tiempo está muerto, que no hay acción detrás, anécdota, en un Monet, un Caravaggio, un LaChapelle. Se tiende a creer que una película no avanza si faltan resortes, consecuencias; que en un libro que describe la anécdota desaparece.
Y bien, mientras que no siempre la sensación es falsa, pues los poemas son esferas independientes de tiempo, lo mismo que la música, lo mismo que la pieza de John Cage, cuando una narrativa descubre las vibraciones que pueden despertar las descripciones, existe una voz poética que es capaz de echar a andar la acción, de decirnos algo mientras el entorno cambia, de situarnos en un espacio que muta. Lo que, en pocas palabras, se conoce como écfrasis.
Para la antigüedad clásica –para los latinos, evidentia o illustratio– la écfrasis consistía en detectar la vida dinámica de aquello que es esencialmente estático. Así lo describe Martín Zulaica López en su texto “‘Obra tejida de una admirable variedad de cosas: la écfrasis en El Bernardo de Balbuena”, donde describe el recurso como una herramienta poética que, antes de ser apropiada en el siglo XX para estudiar las artes pictóricas, se practicó como ejercicio retórico en la literatura de Homero, Virgilio, Ariosto y el Siglo de Oro español. Usar la écfrasis significaba, para estos autores, animar el espacio, vivificar la imagen de una fábula, ornamentar el transcurso del tiempo en la acción.
Se invita a pensar el recurso como un tempo andante. El segundo movimiento de “La Grande”, la última sinfonía del compositor vienés Franz Schubert, puede servir de ejemplo.
Escrito en la menor, como tónica, siguiendo la tradición de, tras un primer movimiento escrito en tonalidad mayor, trasladarse al sexto grado menor de la escala, el segundo movimiento de la sinfonía parte como un cielo abierto, salpicado por nubes pesadas, pero blancas, que transitan al paso de los contrabajos. Cuando aparece el oboe, vuela un ave; mejor, planea, con leves quiebres, sin la gracia de un colibrí. Las sensaciones son pausadas pero no se detienen, las imágenes que se suscitan sugieren el leve trastabilleo de un panorama que no deja de transcurrir.
Es similar con la literatura. Cuando Del Paso, con los grandes pasajes de José Trigo, o Carpentier, con aquellos en La consagración de la primavera, describen, no hay realmente una anulación del tiempo sino una marcha que se asimila, acaso, ahora en sentido visual, a la transición fotográfica de una ciudad en el camino de un siglo. El movimiento está, pero oculto, tras un ramaje de voces que hablan no de los resortes inmediatos de una acción, sino del tono de un color, su acidez, su temperatura.
Y, ahora, si escribían así Joyce, Jaeggy, Proust o Güiraldes, si bien es es verdad que el recurso no se detuvo con las épicas del siglo XVI, y que en la literatura hay inacabables ejemplos de autores que narran y cavilan, es menos común hallar una narrativa en el siglo XXI, por lo menos en libros escritos en español, donde el o la autora se sientan libres de abrir el tiempo de par en par y, más aún, decirnos algo esencial mediante el uso de la écfrasis. Se juega cada vez menos con las sensaciones espacio-temporales que despiertan las descripciones y probablemente tenga que ver con el hecho de que la écfrasis obliga a la paciencia y a la generación mental sucesiva, alargada, de imágenes; con que contemplar contradice los valores actuales que le demandan utilidad a cada uno de los minutos; y, además como consecuencia, con que las artes, en contradicción a su naturaleza, pretenden ya medirse por sus efectos de inmediatez, estimulación y posibilidad monetaria, y no por su profundidad reflexiva, color poético o indagación espiritual, estilística, temática.
No toda, desde luego, pues Wim Wenders recién nos habló en Perfect Days sobre el quietismo, Hiroki Kawanabe sigue pintando desde el recogimiento de la luz, los músicos Fabiano do Nascimento y Sam Gendel recién lanzaron el disco The Room, íntimo e introspectivo. Desde luego, no en literatura, tampoco, pues, sin que se preocupen por su propio éxito en redes sociales, su capacidad para generar polémica, su éxito comercial, aún una gran cantidad de escritores trabaja con el fin de encontrar voces que profundicen nuestra experiencia en el mundo y la hagan tanto más clara como más compleja, más honda como más iluminada, más intensa como más entrañable. Pienso en Laura Ortiz, Samanta Schweblin, Nona Fernández. Los ejemplos son muchos. Pienso en ciertas autoras y autores, ahora particularmente argentinos, que escriben desde las afueras.
El campo, la pampa, el desierto, son espacios donde, aunque habitados, el tiempo corre de otro modo a como lo hace en una urbe. Borges lo sabía y escribió sobre esta transición en “El Sur”. No tantos otros autores argentinos, pasado el arranque del siglo XX, con la modernidad, escribieron marcadamente sobre las evocaciones de lo rural, sin embargo. “Caballo en el salitral”, de Di Benedetto, “Bajo el agua”, de Bioy Casares, “White Glory”, de Sara Gallardo, “El camino de la costa”, de Saer, entre otros, parecen más instantes de búsqueda creativa, con el entorno como mero contexto, que grandes esfuerzos por encontrar el alma de lo campestre; considerando que esto, lo silvestre, también posee una voz, en términos lingüísticos y fonéticos. Hablar del campo es escuchar la lengua, el tono y el idiolecto, de quienes lo habitan en su centro, rodeados por los idiomas de una flora y fauna inexistente en la metrópoli.
Pareciera pues, con la reserva de estar hablando de un océano literario inmenso que jamás termina de conocerse, que aún me es desconocido, que hablar de lo agreste, lo periférico, es una necesidad que en Argentina ha regresado con más vigor apenas en nuestro siglo o en nuestra última década. Selva Almada es una autora imperdible que en los últimos diez años ha recorrido el alma de la selva, Mariano Blatt escucha los sonidos fuera de la “ciudad letrada”, Alejandra Kamiya escribe en muchas ocasiones sobre lo que está más allá de Buenos Aires.
Siguiendo estas ideas y para pronto aunarlas a la écfrasis, en su primera novela, La descomposición, publicada en 2007 por la editorial Interzona, mediante la toma de distancia de lo urbano, Hernán Ronsino se apartó de la llana dualidad “civilización / barbarie” y exploró la voz de la pampa argentina de la actualidad, ya no la del Martín Fierro, ya no la de Arlt ni la de Quiroga, hasta hallar otro sonido, otra significación de lo rural, otra manera de decirlo.
La anécdota del libro, ahora bien, no es una; no se cuenta bajo el esquema tradicional en que se desarrolla convencionalmente una historia con nudo, clímax y desenlace. Más bien, estamos ante un entramado de evocaciones, sensaciones e imágenes bucólicas, que, en una historia que se arma por una serie de memorias de un hombre que habita un espacio agreste, constituyen un carácter espacial, una sensorialidad temporal y, en resumen, una cavilación sobre la condición humana.
Dicho de otro modo, nos hallamos frente a la mutación de una memoria –la materia temporal–, que se ha convertido en una masa concreta sensible a ser descrita. Y aquí es donde entra la écfrasis.
Es La descomposición una descripción del tiempo vuelto materia, paisaje. Vayamos más a fondo: mientras que en la Ilíada o la Eneida la écfrasis cumplió un propósito más cercano al ornamento, y mientras que en La Araucana, de Alonso de Ercilla, y La Argentina, de Martín del Barco Centenera, funcionó como herramienta informativa para que los lectores europeos “descubrieran” el continente americano por medio de la literatura, en la novela de Hernán Ronsino la écfrasis sirve para plasmar la materia física alrededor de la cual orbitan las memorias y, luego, para hacer de éstas parte de un terreno tangible y mutable. Ya no como ornamentación ni exposición, la écfrasis en La descomposición convierte al paisaje más en un eje de gravedad temporal que en un elemento contextual o incidental. Abelardo Kieffer, el protagonista, y Bicho Souza, se mueven sobre el paisaje y es gracias a éste que advierten su propia descomposición, el espíritu principal de la novela.
Consideremos lo último como esencial. El sentido capital del texto, su clave, está en la conversión de lo sensorial y material en tiempo, vida y ontología. “Si la noche es un animal húmedo, que jadea, entre resquicios invisibles, ese animal tiene la boca de un lobo hambriento”, escribe Ronsino, y lo repite más de una vez cuando se acerca a las últimas páginas de la novela, para mostrar, pues, cómo en la cifra de su libro lo incorpóreo es una materia corrosiva, tan palpable como las hormigas que devoran a la cucaracha muerta en el patio de la casa de Abelardo.
Si en “Viaje a la semilla”, nuevamente de Carpentier, el cubano describió como recurso para estrechar las distancias, en La descomposición la táctica funge no únicamente como una “máquina del tiempo”, que lo dilata, sino como una extensión de las impresiones sensoriales de los personajes ante el pasado y el presente. Hernán Ronsino marcha, sí, con la paciencia del andante de Schubert, pero al describir, materializa, siguiendo las analogías sonoras, como la sexta sinfonía de Beethoven, y atina a imbricar lo material, sus transfiguraciones, con la esencia del ser. En tanto que en la novela el paisaje es cuerpo y es tiempo, el sentido de su descomposición alcanza una connotación metafísica que no sólo afecta sino que retrata la misma descomposición que viven los personajes y que, retomando ideas previas, explora las condiciones de lo humano otra vez en lo rural y ya no en la ciudad, como lo hiciera Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas.
La descomposición es contemplativa, más que por belleza poética –que la tiene, y muchísimo–, por la necesidad de aunar la identidad humana, su espíritu, a la vorágine de lo que lo rodea. Como un tornado, como la furia de un animal, como la locura, las vidas de los personajes de Ronsino siguen una lógica inaprehensible, que derrota y descompone. Las personas cambian, los paisajes cambian, y sólo el paso de un tren atestigua que hay permanencia en la continuidad, que el infinito está en metamorfosis.
Por otro lado, el acierto descriptivo de Ronsino no únicamente alcanza los estadios metafísicos mencionados sino que, gracias a su estructura no lineal, constituye el carácter de la narración y sus picos temperamentales. Así, pues, en el sentido artesanal de lograr tensión y relajación en la construcción de una anécdota, el recurso de ir “liberando” recuerdos de manera escalonada permite no únicamente que participemos de la sensación lóbrega y de la sordidez que rodea a la novela, sino que acudamos a distintos puntos climáticos en los que, gracias a la memoria, obtenemos el talante del presente.
“Se paró delante de la estanciera, desafiante, con los tres galgos dispuestos al ataque: tendría doce años, era el hijo de Pujol. Todavía no le decían Loco”.
“Todavía no le decían Loco”.
Como lectores, nuestras sensaciones sobre el presente diegético se moldean a los recuerdos y, sobre todo, a los tiempos en que el autor nos los presenta. La memoria condiciona al futuro. Desde el pasado, el humor del presente, su tensión; como la vida misma, pues las características de un reencuentro son sólo definidas por su pasado.
Por supuesto, retomando ideas previas, sería erróneo exigirle a la novela en cuestión la misma tensión continua que carga, por ejemplo, una novela negra. El libro invita a contemplar y a hallar las fibras humanas de lo que se contempla. La descomposición se lee con paciencia, inventando las imágenes con pausa, de la mano de Hernán Ronsino, conociendo a sus personajes por medio de los sentidos, las descripciones.
La descomposición invita a la contemplación de lo humano.
No podría dejar de repetir, para cerrar, la satisfacción tan plena ante las virtudes poéticas del libro. Cada descripción es sí misma un círculo temporal y espacial: la pintura que compuso John Cage en 1948. Es en estas búsquedas de la lengua, en estos hallazgos lingüísticos, donde habita, de manera indescriptible y acaso solamente sensorial, la literatura.