You can get what you want or you can just get old.
BILLY JOEL
Resulta revelador ver a Olivia Rodrigo cantando Bad Idea, Right en directo. Salta, se desgañita, se contonea al ritmo de la guitarra y le pide más a la batería. Es la misma niña que creció en Temecula, California, a mitad de camino entre San Diego y Los Ángeles, vibrando con la rabia del grunge y el punk-rock al que su madre se entregaba todas las mañanas antes de llevarla a la escuela; es, también, la misma joven (22 años: primera artista nacida en este siglo que agota dos noches en el Foro Sol) que hoy reivindica a Rage Against The Machine como su banda preferida. Algo hay en Olivia Rodrigo respecto a gozar la música como paso previo a la interpretación. Me recuerda a Leiva, en los albores de su titánico tour Nuclear, diciendo que se sentía profundamente orgulloso de ganar el dinero suficiente como para poder pagar una sección de metales en su banda.
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El mero hecho de que el primer gran éxito de Olivia Rodrigo lleve el nombre de Driver’s Licence es consecuente con sus referencias y con el espacio que está empezando a ocupar en el panorama musical. En Driving Home To You, el documental auspiciado por Disney donde narra tanto su ascenso meteórico como el proceso creativo detrás de SOUR (2021), su primer álbum, Rodrigo establece la figura del automóvil y de la carretera como elementos fundacionales e indisociables de su cotidianidad -cosa que, a la vez, se manifiesta en su obra: ella entiende la escritura de canciones como un fenómeno trazado por el día a día personal-. No sorprende que en diversas entrevistas establezca a Bruce Springsteen, quizá el mejor narrador de historias automovilísticas y de carretera que ha existido en el rock norteamericano, como su amor platónico. “Solamente escucho música nueva en el coche”, le dijo hace poco a Variety.
No puede abstraerse de la carretera, esa metáfora de perpetua huida, alguien que creció en California y tuvo que mudarse por motivos laborales (entiéndase como motivos laborales convertirse en la nueva chica Disney) a Utah sin haber cumplido siquiera la mayoría de edad. Es sencillo establecer paralelismos entre el Bruce Springsteen que creció en Freehold, Nueva Jersey, y no tardó demasiado en escribir “it’s a town full of losers / I’m pulling out of here to win” y la Olivia Rodrigo que creció en los suburbios californianos y pronto delimitó que “they say these are the golden years / but I wish I could disappear”.
“Todos mis modelos a seguir son mis modelos a seguir porque son quienes son sin disculparse por ello”, le dijo a Rolling Stone. Rodrigo delimita al género country como su gran influencia en lo referente a la escritura: son historias claras, lineales, poco crípticas. Son, sobre todo, honestas; para ella no cabe -o no ha cabido, hasta ahora- la ficción dentro de su lírica; si al álbum SOUR (agrio) lo sigue GUTS (agallas; traducido también como valor o vísceras) es porque su vida ha transcurrido de esa manera. “Aprendí que no puedo elegir sólo partes de mí para expresarme”, respondió cuando le preguntaron cómo maneja hablar sobre sexo, alcohol y noches de irresponsabilidad cuando gran parte de su público son niñas y menores de edad. No sé si la sinceridad lírica es un mérito musical en sí mismo, pero creo que Olivia Rodrigo está convirtiéndose en la estrella que quiere ser sin necesariamente firmar concesiones en el camino.
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Por estereotipos y por mamonería, he de confesar que tenía dudas. Lo primero que me impresionó de Olivia Rodrigo fue su manera de modular la voz y convertir en una catedral una balada como Vampire. No le tenía tanto miedo a la grandilocuencia del Foro Sol en sí como un espacio donde las tonalidades fuesen a perderse en detrimento del brochazo gordo; temía más -reitero: por mera inexperiencia- al desgañite de sus seguidoras. Entiéndanme: en 2013 me animé, con 17 años, a ver a la banda más importante de mi adolescencia aún a sabiendas de que estaban en proceso de convertirse en algo que no me interpelaba en absoluto. O quizá el que estaba creciendo era yo. En defensa de Muse, aquel concierto no fue del todo malo; sin embargo, lo que más recuerdo fue cómo una pareja que se acomodó junto a mí se reventó la voz en la canción que me parecía, por goleada, el momento más insoportable del setlist. Diría que es, incluso, la canción que me alejó de Muse; el nombre me lo guardo. Se las arreglaron para hacerla peor. Temía un poco que la furia adolescente alterara mi más aburrida -hay que decirlo como es- forma de vivir un concierto. Pues bueno: no sucedió; fue todo lo contrario.
En algún momento del show, Evelyn me dijo que le estaban zumbando los oídos. Tuve que acercarme para que me lo repitiera y acabé contestándole, entre señas, que a mí también. Olivia Rodrigo estaba pidiendo más: más ruido, más entusiasmo, más histeria, más todo. Le perdí la pista a su voz bastantes veces: serpenteaba entre otras sesenta mil gargantas. No hace falta decir que apenas en la primera rola, Obsessed, se brincó más que en las dos noches de Vive Latino. Esto tiembla, me dijo Evelyn. Yo solamente alcancé a acordarme de aquel momento en Once Upon A Time In Hollywood donde el personaje de Leonardo DiCaprio vuelve a un Los Ángeles que creció y mutó a otra cosa mientras él hacía cine en Italia: ya no puede subirse a un tren que dejó la estación hace mucho. Mientras camina los largos pasillos del Aeropuerto de Los Ángeles, Tarantino musicaliza la escena con Out Of Time, de los Rolling Stones. Es, quizá, una de las escenas más bellas del cine en este siglo. Yo estaba fuera de tiempo. Ya le había dicho a Evelyn que me sentía el más viejo del lugar cuando horas antes había hecho lo imposible por llegar temprano y escuchar, aunque fuera, un par de canciones de St. Vincent. Acá está el rock, alcancé a pensar; si entendemos el rock como un movimiento eminentemente juvenil y no como algo que estemos dispuestos a guardar en formol.
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Habían estado tundiéndole macizo a Olivia Rodrigo en redes sociales por no traer a México el mismo show que había presentado en toda su gira norteamericana. Tengo que asumir un lugar de absoluta ignorancia en términos de rivalidades entre artistas y sus fanáticos; dicho eso, se me ocurrió tuitear, apenas llegué, que “tanto anduvieron reclamándole a Olivia Rodrigo y están bien chingonas sus pantallas”. El tuit -un apunte, digamos, intrascendente cuando menos- alcanzó más de cien mil visualizaciones. De tarado no me bajaron: me dijeron que estaba aplaudiendo un escenario genérico. Las quejas, según entendí, giraban en torno a la producción, al recorte arbitrario de un par de rolas y al hecho de que Olivia Rodrigo no trajera una luna gigantesca que, sostenida desde el techo por un arnés, la hace flotar sobre la explanada de gente (¿habrá llegado alguien a la conclusión de que en el Foro Sol no hay techo y el numerito resulta imposible?). En 2019, cuando conseguí ver a Kiss en la curva cuatro del Autódromo, Paul Stanley nos dijo, palabras más, palabras menos, que si estábamos esperando que se subiera a su tirolesa y volara sobre nosotros podíamos, mejor, hacerlo sentados.
Quiero detenerme en la aparente falta de producción en el concierto. A pesar de que, en efecto, contó con un escenario tradicional de pasarela corta y no se acercó a presentaciones grandilocuentes donde el público siente que “valió la pena el boleto” más por la arquitectura del escenario que por el poderío del artista en cuestión, Olivia Rodrigo la rompió. Tuiteaba anoche, en el Uber que me llevaba rumbo a casa, que pocas veces, a estas alturas de la vida, uno siente que va a un concierto y consigue ver algo que jamás había visto antes; a mí me ocurrió. Más allá de la ternura que despierta un concierto de Paul McCartney, la epicidad de una presentación gorda de festival o la grandeza de un largo retorno, la comunión de Olivia Rodrigo con los fanáticos que abarrotaron el Foro Sol es un fenómeno que no me había tocado atestiguar. Hay algo de sinceridad, por supuesto, en el vínculo, pero también de absoluta gratitud, felicidad e histeria. Mucha histeria: mucho grito desgañitado que, quieran o no, constituye la génesis del rock. He visto a grandes bandas salir abucheadas después de abrir dignamente un concierto; ayer, gran parte del graderío no conocía ni media canción de St. Vincent y, de cualquier modo, la sacó en volandas del escenario. En Tuiter, eso sí, sus enrabietados y ‘verdaderos’ seguidores (¿y defensores?) se indignaban de que actuase como telonera. A veces no termino de entender.
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Olivia Rodrigo creó dos álbumes, SOUR (2021)y GUTS (2024), tremendamente complementarios. Ya la habíamos establecido como una artista cuya lírica opera en función de su vida: entiende las letras como un reflejo indisociable de lo que le ocurre. No es que los temas se superpongan generando un show plano o redundante, sino que las temáticas que orbitan en sus discos van apareciendo a lo largo del concierto comunicándose entre ellas. Si en Brutal se asume harta de tener diecisiete y se pregunta dónde quedó el sueño adolescente, en Teenage Dream encuentra el sueño adolescente -valga la redundancia- como una cárcel establecida por la industria del espectáculo: ¿cuándo dejaré de ser sabia para mi edad y empezaré a ser solamente sabia? / ¿cuándo dejaré de ser una belleza adolescente para los hombres? / ¿cuándo dejaré de ser grandiosa para mi edad y empezaré a ser solamente buena? La canción, acompañada por imágenes de su infancia, se erige como uno de los mejores momentos del concierto. Los álbumes dialogan: el concierto de Olivia Rodrigo es, sin decirlo de lleno, una suerte de paseo autobiográfico tanto suyo como de sus espectadores. Resultó profundamente emocionante ver el primer concierto de tanta gente, así como ver a tanta gente adueñarse de todas y cada una de las rolas que estaban escuchando.
En Teenage Dream se esconde uno de los referentes de Olivia Rodrigo, a pesar de que sea en otro de sus himnos, Deja Vu, donde lo evidencia. Billy Joel, una de las grandes plumas en la historia del rock, escribió en 1977 ciertos versos que Rodrigo pareciera recuperar consciente o inconscientemente: slow down, you crazy child / you’re so ambitious for a juvenile. / But then if you’re so smart / tell me why are you still so afraid? (…) Slow down, you’re doing fine / you can’t be everything you want to be before your time (…) Too bad, but it’s the life you lead / you’re so ahead of yourself that you forgot what you need. Ya recibió Olivia Rodrigo una suerte de bautismo de parte de Billy Joel al haber subido al escenario en una de las últimas presentaciones de la mítica y longeva residencia de éste en el Madison Square Garden; cantó con él, claro, Uptown Girl.
No es poca cosa que dos álbumes, primero y segundo, se comuniquen tan bien. La tiranía del segundo disco puede llegar a resultar perversa: “tienes todo el tiempo del mundo, realmente, para hacer tu primer disco”, dice Olivia Rodrigo; “llevas maquinándolo en tu cabeza toda la vida”. El segundo, sin embargo, ya es un acto creativo que responde a expectativas personales, de la industria y de los seguidores; existe una vara a la que hay que llegar. No son pocos los artistas que, dispuestos a pegar un volantazo o embobados con la posibilidad de contar con cualquier cantidad de elementos de producción, se estrellan irremediablemente en su segunda composición de largo aliento y reciben el indeleble cartelito de ya no ser lo que fueron.
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Ya no sé si es un concierto de puros hits o es, más bien, que Olivia Rodrigo tiene en su repertorio puros hits, le dije a Evelyn. Coincidimos en lo segundo. Faltaron algunas, supongo, y varias personas no se lo perdonaron. Me acordé de Joselo Rangel, miembro de Café Tacvba, cuando dijo que un artista camina, cual equilibrista, entre el amor y el odio de su fanático: lo único que determina una cosa u otra es incluir o excluir del setlist su rola favorita. Me quedó claro, eso sí, que Olivia Rodrigo es una estrella. Una estrella, además, que rinde homenaje al pasado y lanza antes de su concierto rolas de Blur, The Clash y Joan Jett.
Qué lujo poder seguir desde los inicios una carrera musical que promete ser emocionantísima. Como dije ayer en Tuiter contagiado por la histeria: es el mundo de Olivia Rodrigo; nosotros solamente vivimos en él.