Muchas veces he pensado que la memoria se aloja en el corazón y que los momentos de mayor agitación se abstraen y transforman en recuerdos. Pienso que hay un proceso similar con los libros que leemos. Claro que hay algunos cuya existencia no trasciende de algún fugaz monólogo interior que desaparece sin dejar rastro. Pero hay otros cuya trascendencia se vive como un revelador golpe en la cabeza que marca un antes y un después en el curso de nuestras vidas. Algo así me ocurrió al leer por primera vez a Armando Ramírez.
Encontré Chin Chin el Teporocho en los estantes de la biblioteca de mi universidad. El título me atrajo de inmediato, y al leer la contraportada no lo pensé dos veces y me lo llevé. Ahora, al mirar en retrospectiva ese encuentro, no es de extrañar que aquella historia enmarcada en la hostilidad y caos de la Ciudad de México, me cautivara al instante, ya que justo entonces yo me reconocía en una realidad similar.
Recuerdo ir camino al trabajo, acalorada en el metro y leer lo siguiente: “Lo que yo quiero lograr con el lector eso (?) lo que hace soñar morir sufrir ver y despertar aunque huela sucio (sin puntuacion) a grosero (sin gramatica) a que me ves si asi soy no veo porque cambiaria si me puedo identificar con todos y tal vez con nadie”. Esas líneas bastaron para provocar un corto circuito en mi cabeza. La falta de puntuación en un libro me parecía una ecuación arriesgada por su naturaleza prohibida, o al menos eso me habían advertido cuando aprendí a escribir y a leer. Tampoco me pareció una escritura que intentara imitar a José Saramago o a Luis Zapata, esto era completamente diferente a lo que había leído antes. Así, para una aspirante a escritora como lo era yo, esa singular combinación de “errores” representaba las primeras lecciones que una aprende para evitar ser tachada de ignorante en el medio literario (¡cuánto drama!).
Me sorprendió ver que el libro estaba repleto de largos párrafos con errores de puntuación. Ese autor, hasta ese día completamente desconocido para mí, se tomó la licencia de escribir una novela sin mostrar el más mínimo interés en cumplir con alguna regla ortotipográfica. Me tomó día y medio leerla completa. Las semanas posteriores consistieron en agotar todo lo que en internet había de aquel escritor, especialmente lo que él tenía que decir sobre el arte y la literatura.
Armando Ramírez ignoró todas las convenciones posibles, tanto en términos estilísticos como temáticos. En sus novelas, los marihuanos, las prostitutas, los homosexuales, los teporochos, los obreros y los comerciantes del barrio de Tepito son los ojos por los que se mira al mundo. Los protagonistas nos muestran una realidad que para la mayoría de nosotros es fácil localizar, pero difícil de ver representada sin estereotipos o clichés. Así, lo marginal y lo nefando cobran voz propia y ponen de cabeza los prejuicios de una sociedad que silencia y desdeña todo aquello que no se apega al modo de vida burgués.
No es difícil imaginar el rechazo que provocó la escritura rebelde de Armando Ramírez en el pináculo de la intelectualidad de la década de los setenta. Recordemos que escritores que formaban parte de la mal apodada “literatura de la onda” se referían a ese grupo de artistas como la “mafia”, señalando el control que ejercían en las instituciones culturales del país. Y aun con las aventuras lingüísticas que propusieron escritores como José Agustín o Parménides García Saldaña, el lenguaje de Ramírez resultaba demasiado soez para considerarse literario.
“[…] llegar a la vivienda y comer y tratar de descansar y comenzar las lamentaciones, el maldecir y el renegar de la vida, ¡no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no! no se que va a pasar conmigo a veces quisiera huir, no se adonde, de no seguir, de olvidarme de la rutina, no, no, no, no, no, chingada madre parece que voy a volverme loco, sin ninguna esperanza, condenado perpetuamente a seguir siendo siempre atraves de los siglos de los siglos un trabajador, ahora un trabajador joven, mañana un trabajador maduro, pasado mañana un trabajador viejo, arrugado, achacoso, viviendo de pura suerte, suerte maldita que vale pa pura chingada […]”.
De todas formas, y a pesar de los prejuicios de la cúpula artística, Chin Chin el Teporocho fue un éxito. Jóvenes del ya caduco Distrito Federal se identificaron con las ideas expuestas en aquellas páginas rebosantes de frases caóticas y párrafos desordenados. Nadie le advirtió a la “mafia” intelectual que los errores ortográficos y el lenguaje popular no merman la capacidad comunicativa de una obra literaria, mucho menos si se trata de una tan lúcida y honesta. Al final de cuentas, la ficción de Ramírez se hallaba en el corazón de la más aguda y vibrante realidad de quienes existimos y sobrevivimos.
“[…] el sonido de las cajas registradoras en un incesante marque que marque, guarde que guarde dinero, dinero dinero, dinero de papel, dinero de sonido metalico, que hace desearlo, dinero, poco dinero que se nos desaparece de nuestras manos cuando con grandes esfuerzos nos lo hemos ganado. Y luego la hora de la salida, el checar la tarjeta, salir a la calle y que el gran bullicio nos envuelva, nos arrastre, nos sumerga, nos atrape, nos ahogue, nos amorcille como al toro sacrificado en la tarde taurina, sin que nos muramos ni nos despertemos y caminamos como sonambulos heridos de muerte, con el dolor guardandolo, ahogandolo, reprimiendolo, porque la mole, el mounstro, el gigante citadino, el hombre de carne y concreto nos ha devorado con un grito ensordecedor, con su rapido movimiento, con su indiferencia aterradora”.
Fiel a la idea de la lucha de clases, Ramírez no demostró ni un infinitesimal de vergüenza al retratar la realidad en que vivía, y mucho menos intentó adaptar su universo literario a los modelos que sus contemporáneos más conservadores usaban para medir la calidad literaria de una obra. Por lo tanto, cada línea escrita en Chin Chin el Teporocho es un rechazo al canon, lo que hace que toda la novela también se lea como una declaración política.
El espacio narrativo nos revela un mundo de contradicciones: un sindicato que oprime a los trabajadores; una joven fervientemente católica que coquetea con el novio de su hermana; un chico que se aprovecha de sus amigos y asesina a uno de ellos; policías que no protegen, sólo extorsionan; y militares que disparan contra estudiantes. Así, el personaje principal, de la mano de largos monólogos, convierte a los lectores en testigos de un sistema que no hace más que traicionar sus ideales.
“[…] que al fin y al cabo todos vivimos en el infierno que nos hemos creado, por eso me dan lastima aquellos que se creen buenos y tratan de arreglar el mundo, cuando lo ultimo que hace falta es hacerse ¡pendejos! […]”.
A pesar de los escenarios trágicos y desesperanzadores, Chin Chin el Teporocho apela constantemente a los sentidos, acompañado de imágenes que evocan el sonido del claxon de un microbús, el silbato del carrito de camotes; los gritos de comerciantes que invitan a comprar chacharas y legumbres; o el sabor de sopes, enchiladas, birria y chilaquiles. Así Ramírez mantiene el vigor y ritmo de las calles de la Ciudad de México.
Gracias a la letra desviada de Armando Ramírez, entendí la importancia de las obras que no se crean para legitimarse en función de lo que dicta el canon. Negarse a formar parte de las “sociedades de admiración mutua”, como las calificó Bordieu, es decir sectas donde artista y consumidor son la misma persona, es una forma de resistir al elitismo que rige la producción cultural y que, por años, se ha desentendido de las masas.
Chin Chin el Teporocho me enseñó que lo verdadero tiende a escribirse con sudor y tierra. O con mentadas de madre, como lo dejó claro el autor.