Estamos destruyendo el planeta. Nuestra fuente de vida. El 2020 y la pandemia producida por el coronavirus nos han demostrado, si es que no teníamos ya pruebas suficientes, que no podemos seguir ignorando la realidad que nos rodea. De la naturaleza y de nuestra relación con la Tierra depende absolutamente todo. Vemos cómo nos vamos acercando peligrosamente al desastre ecológico mientras, como sociedad, seguimos inmersos en la dictadura del consumismo extremo y de las visiones cortoplacistas. Sin preguntarnos qué somos y a dónde queremos ir.
El pasado mes de diciembre, el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) publicó el Informe Planeta Vivo en el que confirmaba que “la actividad humana insostenible está llevando a los sistemas naturales del planeta al límite, destruyendo la vida salvaje a un ritmo sin precedentes”. Desde 1970, la Tierra ha perdido el 68% de las 21.000 poblaciones animales representativas de la biodiversidad en todo el mundo. El descenso más grave se ha producido en Sudamérica (94%), pero también lo ha hecho un 24% en Europa.
Las muestras son numerosas: el 2020 fue el tercer año más cálido, cerrando la década más cálida de la historia registrada (2010-2020), aunque la temperatura es sólo uno de los muchos indicadores. Nos enfrentamos a las devastadoras consecuencias de las concentraciones de gases de efecto invernadero, del aumento del nivel del mar, de la destrucción de la masa glaciar o de los fenómenos meteorológicos extremos, entre otros.
La repetición de todos estos términos negativos, carentes en ocasiones de reflexión y análisis, nos han sumergido en una especie de “ecofatiga” con la que hemos acabado por normalizar la situación, olvidando que la naturaleza debería ser entendida como una extrapolación de nuestro cuerpo, un todo interdependiente donde cada pieza tiene una razón de ser. Entre los que nos hacen recordar que la vida es el más apasionante espectáculo se encuentra Joan de la Malla (Barcelona, 1982), fotógrafo freelance especializado en naturaleza, comunidades locales y medioambiente y biólogo focalizado en organismos y sistemas. Actualmente centra sus esfuerzos en temáticas conservacionistas para salvaguardar el futuro de las especies amenazadas y sus hábitats, y ha sido galardonado con el premio NHM Wildlife Photographer of the year 2018. Sus fotografías aparecen regularmente en publicaciones de National Geographic, Geo o Lonely Planet.
Este biólogo, quien desde temprana edad sintió fascinación por el patrimonio natural, encontró en la fotografía una manera para mostrar ese interés; una herramienta que le ha servido para “disfrutar del mundo a un ritmo más despacio, observando”. Con 22 años se adentró por primera vez en solitario en la jungla de Borneo, donde fotografió la flor más grande del mundo, la Rafflesia. Allí, diez años más tarde, en la misma ubicación encontró una plantación de palma aceitera; uno de los hechos que “le trascendió el plano racional al emocional” y que lo llevó a cambiar la mirada, queriendo visibilizar las problemáticas socioambientales, dando voz a diferentes organizaciones y empoderando a las comunidades locales. Joan reconoce que se habla poco de la fotografía como una herramienta científica, que, junto con la labor humana, “sirve para explicar la ciencia, ponerla en valor y acercarla a la gente, como una traducción de un lenguaje que en ocasiones es complejo”.
¿Y cómo trabaja el fotógrafo en la naturaleza? La documentación, planificación y el contacto con gente sobre el terreno para contrastar opiniones son fundamentales: “Es un trabajo duro, en unas condiciones muy particulares, que requiere cualificación, paciencia y perseverancia. Dependiendo de qué especies y contextos puedes acabar trabajando en un escondite a 500 metros de un animal o utilizando sistemas de disparo remoto, como ocurre con los murciélagos. Hay que jugar con el tiempo, teniendo siempre en cuenta el bienestar de las especies”, explica.
Esta tarea lo ha llevado a documentar múltiples y diversas realidades que ahora se encuentran recogidas en su primer libro: Hidden Stories; una colección de 25 historias con la que pretende “divulgar la reconciliación con el sistema para que cada día más personas adquieran conciencia y reduzcan la huella que dejamos en la tierra”.
Joan trata de no tener muchos referentes y de acercarse visualmente lo más virgen posible, por el riesgo a la tergiversación propia: “En ocasiones hay que dejar que la naturaleza te sorprenda, ir con la mente abierta y estar preparado para que la historia pueda dar un giro en cualquier momento. Tu tesis previa puede verse o no ratificada a través de lo que te va mostrando la cámara”.
Múltiples y complejas realidades
Uno de los trabajos incluidos entre esas historias, y que demuestra que los cambios son posibles, es sobre las prácticas de Topeng Monyet (literalmente, mono con máscara) en Indonesia, que consiste en el uso de macacos entrenados en espectáculos callejeros. Junto a la organización JAAN (Jakarta Animal Aid Network), consiguieron prohibirla a nivel nacional, aunque de la Malla subraya cómo se trata de una realidad compleja, que en este caso englobaba a personas que encontraron un refugio económico en esas prácticas; una clara demostración de los niveles de pobreza existentes en el país: “Estos temas necesitan ser abordados con una mayor profundidad, teniendo en cuenta todos los factores y matices”.
En esta voluntad por mostrar la cara oculta de la realidad, también ha retratado la tala y quema de bosques en Madagascar que, “con un territorio tan solo del 1,9% del continente africano, figura en la quinta posición de los países con más biodiversidad del mundo y, pese a ello, más del 80% de sus bosques ya han desaparecido”. Aquí, además, podemos leer la historia del murciélago frugívoro de este mismo país, una especie en peligro de extinción que con sus deposiciones de semillas combate esa deforestación o la del trabajo realizado por las mujeres Masái en el Parque Nacional de Amboseli de Kenia, para minimizar el impacto que el ganado tiene en las zonas de pastizal de la Sabana.
Como aclara el educador medioambiental, el libro supone una metáfora en sí: esas 25 imágenes “bonitas” de la naturaleza soóo adquieren significado cuando rasgas físicamente los pliegues de las páginas, donde se encuentran escondidas las explicaciones de las historias: “Es como la naturaleza, mientras se mantiene intacta muestra su cara más idílica, pero el rasgar las hojas simboliza la acción del hombre sobre ella, a veces perniciosa y de manera irreversible, haciéndola perder su aspecto inicial y pasando a ser irreconstruible”.
Otra de las simbologías buscadas es la de “fomentar la voluntad de mirar, cuestionándonos nuestro lugar en el mundo y fomentando el debate y la conversación”. Para Joan, la mejor forma de llegar a la gente es el estímulo de su curiosidad escondida, fruto idealmente de una reflexión interna alejada de ideas impuestas.
El espejo en el que seguir – o no – mirándonos
¿A dónde estamos yendo? Parece ser que actualmente vivimos en una época en la que las modas se han interiorizado como un tipo más de norma social, en las que también se ven envueltas las problemáticas medio y socioambientales y donde entra en juego el papel de la comunicación, el periodismo y su prolongada crisis: hemos visto de qué manera temáticas como el aceite de palma o los microplásticos han sido fuertes objetos de debate, pero, como resalta el conservacionista, “únicamente durante una época y un tiempo determinado. Haría falta descender y abordar la sostenibilidad desde una forma lo más global posible”.
De la Malla ratifica la idea de que la comunicación en general lleve tiempo tendiendo a simplificarse en un periodismo de catástrofes y titulares, “afectando todavía más a ámbitos que poseen escasa importancia mediática. Por ejemplo, pocas veces oiremos hablar de refugiados climáticos”.
Otra de nuestras características sería la impresionante capacidad de dar la espalda a la realidad. Y no hay más que ver la presente crisis sanitaria, que ha sacudido y dejado en grave estado las columnas identitarias y sociales que nos hacen ser quienes somos. Para el biólogo, es poco probable que la concienciación dure a largo plazo, al igual que la reducción de nuestro impacto.
¿Pero por ello debemos relegar toda esperanza en las nuevas generaciones? Pues la respuesta podría ser sí y no. Aunque evidentemente la asignatura pendiente siga siendo la educación, no podemos perder más tiempo: “A veces, con el peso de la educación, vamos dejando pasar generaciones, como una forma de quitarnos responsabilidad. Hemos de trabajar tanto a corto como a largo plazo. Si no, será demasiado tarde”.
Así, podríamos definirlo como un esquema que nos está costando muchas décadas asimilar, en el que la naturaleza no sirve sólo para el disfrute hedonista y en el que es necesario simplificar la ciencia, pero sin llegar a trivializarla.
Las historias de Joan y de todos aquellos que continúan intentando cambiar el planeta generando una nueva conciencia para ser mejores nos recuerdan la importancia de los actos, las palabras y las imágenes como emergentes catalizadores de cambio. Porque aunque la gran pandemia de este siglo parezca el aislamiento individual y social, la naturaleza es y será siempre el mejor espejo en el que mirarnos.