No recuerdo por qué salí tan temprano de mi departamento. Bebí una copa de vino en la noche, prendí la televisión y miré una película «western». Al día siguiente me bañé, me vestí y tomé el periódico de todas las mañanas.
Caminaba por las calles de mi colonia, eran las 11:00 a.m., y no había mucha gente; claro que pasaban los cuidadores de animales y uno que otro basurero, pero sus llegadas eran tan fantasmales, que solo se podían escuchar sus pisadas y voces a lo lejos. Compré un café en La Covacha y me senté en una esquina; el paisaje era tan sugerente que me decía: «La ciudad tiene hermosas damas y atractivos caballeros, mas agrega el hecho de que la misma tiene lugares tan icónicos como La casa de la ópera, El museo de la reina decapitada, La tacuba corazonada y el Pisotón Delator».
Mientras pensaba en todas las formas narrativas de describir mi hogar, una brisa de aire me congeló. Fue como si una deidad hubiera bajado de su pedestal a venir a verme, casi a darme un tipo de mensaje. Mi cuerpo se erizó; nunca había sentido algo así desde que mi abuela falleció en la cama del hospital Ángeles. No sabía si debía voltear, si debía gritar, si debía huir y jamás regresar, pero una visión del pasado iluminó mis ojos; viajé al primer encuentro que tuve con Alejandra Rosales —mi amor imposible de toda la vida—, y mi corazón no podía dejar de lamentarse por todo lo ocurrido; lo que sentí en ese momento fue como si un amante hubiera ido a una cantina a recordar todos sus desamores mientras escucha a Arteaga Vargas cantar “La voz de mi amor”. El fantasmagórico momento duró cinco minutos, pero sentía que había durado una eternidad. Un infierno en vida, y un paraíso en sueños.
La fuerza de mi curiosidad me obligó a voltear a ver aquella brisa; era algo banal pensar que el aire se puede ver; sin embargo mi yo había sido controlado por una fuerza que no se puede explicar. Los árboles temblaban, el pasto exhalaba y las aves huían como si un volcán estuviera por estallar; en medio de aquella visión, se encontraba una dama; vestía una blusa roja, tacones puntiagudos (de un negro casi frisado), y portaba un collar azulado. Era tan extraña su manera de vestir, que me hizo olvidar completamente si debía verla a los ojos: ¡no podía! Pareciera como si alguien me estuviera sosteniendo la cabeza para abajo, forzando a no poder subirla. Solo veía su vestir trágico, y aquella dama no se daba cuenta de mi existencia; me quedó claro que era una cucaracha más.
Quería gritarle, y mi voz no me lo permitía. Quería acercarme, pero mis pies no me dejaban. Pareciera ser un campo de minas: debes tener cuidado con cada pisada, porque no sabes en qué momento eliges el camino equivocado y mueres.
Decidí voltear y no darle importancia a lo sucedido, pero apenas di un metro de donde estaba y aquella mujer se paró enfrente de mí. Si no morí de un infarto en ese momento fue por milagro (aunque yo no soy creyente). Su rostro… era tan hermoso que no sé si podría existir tal persona. Sus ojos verdes como esmeralda, sus labios rojos como la vida misma, su piel blanca como la paz, su pelo negro como la oscuridad que escondemos en rostros bifurcados y sus lentes me recordaban una niñez que fue parte importante en mí.
De alguna manera me recordaba a Alejandra, y mi corazón volvió a latir después de quince años desde su fallecimiento. Después de él, decidí no volverme a enamorar de ninguna otra mujer, no porque no pudiera conquistar, sino porque no quería que la fuerza de mi amor venciese sus depresiones que no se atrevían a contar en letras.
La mujer (en consecuencia) no me decía nada, la impresión que tenía sobre ella fue tal que me cegó la manera en que consiguió pararse enfrente mío si estaba muy lejos de mí. Movió sus labios y de la nada recitó un poema.
¿Qué estaba pasando? Pareciera ser una visión onírica, y aun así recuerdo su pequeña prosa inentendible:
La gatita se cansó de estar en la misma posición; ella ama esa posición, pero él sigue aferrado a un pasado, mientras tiene a la gatita como una opción.
La gatita enloqueció y conoció una nueva posición; una que le demuestra respeto mutuo.
Qué gatita merecedora.
“¿Qué?”, mi mente solo se repetía esa interrogante y la mujer solo me sonría como una villana. Para este punto yo ya estaba bastante asustado. Le pregunté: “¿Quién eres, mujer?” A lo que ella me respondió: “Soy tu fantasma, Samuel. Me has hecho el daño suficiente para asesinarme y resucitarme para encontrarme con tu versión más extravagante y doliente”.
Yo le lloré y supliqué para que me diera una explicación, pero ella se fue y me dejó con la duda.
Pasaron los días; seguía haciendo mi rutina con normalidad y en un lunes por la noche me marcó Marisol. Quería verme y acostarse conmigo como siempre lo hemos hecho desde que murió Alejandra. Le dije que la veía en La tacuba corazonada, a las 11:30 p.m.; llegó la hora y ahí estaba ella con su deslumbrante vestimenta que tanto me enloquece. Nos saludamos de beso roto y bailamos. Después de tomar unos tragos, nuestra plática se empezó a tornar rara e incómoda. Me decía que si seguía mejor después de estar quince años sin mi Alejandra; a lo que le respondí con cierta evasión de su pregunta y me dispuse a besarla para olvidar aquel momento.
Marisol ya no siguió; después de besarnos casualmente, la acompañé a su departamento e hicimos el “amor”. La noche fue cautelosa y muy amena. A la mañana siguiente le hice el desayuno y me fui a trabajar como reportero de “La hora marcada”. En todo el día no podía dejar de pensar en que a Marisol solo la he usado como objeto de dependencia emocional. Marisol llenaba ese vacío que Alejandra me dejó. Era un machista que tenía miles de mujeres como opción; merecía ir al infierno.
Karina (de pronto) me tocó el hombro y me recordó los tantos deberes que tenía. Seguí con mi día, y recordé la vez que engañé a Alejandra con Karina en la oficina del jefe. ¡Tantas cosas obscenas que hice! Soy un maldito mujeriego.
Llegué a la casa y vi debajo de la puerta una nota con manchas de sangre, decía: «Sigues siendo el méndigo utilizador y provocador de siempre, Samuel. Pensé que mi ausencia te haría reflexionar, pero sigues cegado».
… mi alma se paró, era una sensación de odio y terror. Alejandra ha vuelto… mi mundo colapsa en segundos. No podía pensar cómo sucedió, pero pasó. El amor imposible de toda mi vida reencarnó en aquella mujer que vi en la esquina. Ahora todo cobraba sentido, ahora su poema con prosa lírica tenía una razón de existir. Los ángeles desaparecieron y los demonios aparecieron. Si el infierno existe, fue en aquel momento del encuentro que lo descubrí en vida. El encuentro inusitado del parque me congeló; Alejandra y yo habíamos estado cara a cara, pero… ella se veía diferente, no era la misma Alejandra, su físico había cambiado.
¡Maldita sea! Tantas preguntas en tan poco tiempo y en una noche desolada. Cogí mi chaqueta y corrí por toda la calle. Lloraba desgarradamente, mis lágrimas convertían en ríos agigantados la ciudad de los sueños rotos. Los recuerdos de mi vida pasaban como si de un cine experimental se tratase. Me había estado arrepintiendo de todo lo que le hice, de tenerla como una opción, de engañarle con varias mujeres, de no saber entenderla, de no corresponderle, de ser un machista en rehabilitación.
Para este paso yo corría como si de monstruos escapase. Las luces se apagaban en cada paso y la ciudad parecía ser un titánica de lamentos.
“¡Te amo, Alejandra!”, “¡perdóname, por favor!”, gritaba constantemente. Crucé la avenida Pacheco y (de pronto) un carro me aventó contra el pavimento. ¡Ahhh! Mi cadera se había roto, los huesos de mis brazos se habían salido… ¡me habían atropellado! Mi cabeza dolía como una resaca de domingo, estaba más dolido que el corazón de un enamorado.
Vi que se bajó una persona de aquel carro negro, su pantalón era oscuro y tenía botas góticas. Me cargó, sacó una navaja y me apuñaló quince veces. Estaba siendo enjuiciado por la víctima; sabía muy bien quién me atropelló y quién me estaba matando. Alejandra dejó su moral a un lado para vengarse, el daño que le hice fue tal que solo podía estar satisfecha si yo hubiera sido asesinado por sus propias manos. Cada apuñalada estaba cargada de odio, rencor, amor, dolor… sí se puede morir por amor, esa noche de mi final quedó bastante claro.
Alejandra. — Samuel.
Samuel. — Termina con esto, Ale. Me lo merezco.
Alejandra. — Te amaré por siempre, tenía que sacar mi odio. Perdón.
Samuel. — Mi madre me inculcó jugar con las personas. Mi familia nació del infierno, ahí está y ahí iré.
Alejandra. — Me enamoré de tu más oscura visión. ¿Sabes algo? No me arrepiento de nada.
Samuel. — (se ríe con miedo) Pobre Marisol, pobre Karina, pobre ciudad… esta noche perderá a su más grande mujeriego y caballero.
Alejandra. — Ja, ja, ja, sigues siendo el maldito hombre del cual nuestro amor extravagante nació.
Samuel. — Anda, Ale, termina ya y acaba con esto…
Alejandra. — (con dolor en los ojos entierra por última vez su navaja y Samuel muere) Lo siento, Samuel. Nos veremos muy pronto (Alejandra da una risa de alivio).
El amor mata, el amor está lleno de inseguridades, el amor romantiza su propia tragedia, y es, quizá, lo más interesante en cada historia de fantasmas y amantes que se matan entre sí. En aquel encuentro inusitado Alejandra y Samuel se amaron hasta el final. Ellos ya sabían en qué iba a acabar su historia. En aquella noche, la ciudad de los encuentros fue testigo de la tragedia roja.