Aparece de pronto, aunque lentamente. Baja desde la cabeza hasta la punta de los pies; sinuoso, recorriendo un largo camino donde arrasa con todo a su paso. Primero se lleva la espontaneidad, dejando en su lugar despistes. Los pequeños detalles que pasan desapercibidos, pero que nos hacen cuestionarnos si todo va bien. ¿Es así?, ¿estás bien? Notas algo, pero no tiene nombre. O tiene muchos. Las personas de tu alrededor se muestran preocupadas, pero no te dicen el motivo. ¿Es así?, ¿estás bien? No recuerdas dónde dejaste el móvil. Eso le pasa a todo el mundo. “Mamá, -dice tu hija- pero si tú no tienes móvil”. No sabes dónde estás. El corazón se acelera. Tienes miedo y quieres gritar. “Mamá, -dice tu hija, los ojos llorosos- estamos en mi casa. Vienes aquí todos los domingos”.
Avanza despacio, ayer… ¿ayer? Nubes de polvo emborronan el pasado. Te cuentan a dónde fuiste, qué comiste y todo cuánto dijiste. No lo recuerdas. ¿Es así?, ¿estás bien?
Pasa el tiempo y encuentran al ladrón. Se llama Alzheimer. Te hablan de él a menudo, pero para ti, es como la primera vez. Tus recuerdos te parecen de otras vidas, quizás no son tuyos. Ya no lo sabes. El presente es confuso, el futuro no existe. Eso te asusta, hasta que un día, deja de hacerlo. ¿Qué era eso que te aterraba ayer?, ¿ayer? Tan solo necesitas que vengan tus padres a recogerte de este lugar con tantas personas mayores que te miran, pero no te ven. Una enfermera te lleva a tu habitación porque estás gritando. Tú sólo quieres que tus padres te abracen, ¿dónde están?
Sentada en la cama, descubres un espejo colocado en la pared de enfrente. Alguien te mira desde el otro lado, una persona con cara arrugada, pelo blanco y rostro asustado. La observas detenidamente, esperando una reacción. “¿Sabes dónde están mis padres?” -preguntas al reflejo. Nadie responde. Poco, (o mucho), tiempo después, llaman a la puerta. Entra una enfermera junto a una mujer. La desconocida te da la mano y tú la sujetas. Te acaricia y le sonríes.
Es muy guapa, pero tiene los ojos llorosos.