No es fácil extraer cosas buenas de los tiempos que vivimos. Al tedio asfixiante del encierro se unen la privación de libertades y la intrusión de la autoridad en la vida pública. No conocíamos los ciudadanos -los que nacimos hace medio siglo- vigilancia semejante. Nunca nuestra privacidad había estado tan amenazada. Por si fuera poco, la falta de perspectivas -el futuro incierto- se mezcla con una tristeza delicuescente que se prolonga sobre la superficie gris de nuestras noches cotidianas.
Alguien escribe estas palabras: “Me asalta el terrible presentimiento de que las cosas que deberían ser distintas no lo serán, de que todo irá a peor y nada cambiará que no sea nuestra escasa libertad o nuestra ya precaria existencia; presiento que caeremos en el peligro de ser aún más observados por quien no conocemos y a quien sin saberlo entregamos nuestro tiempo y nuestro miedo”.
No es fácil ser alquimista en días borrosos, aunque todos lo intentamos. Lo intenta (y lo consigue, a veces) Miguel Ángel Arcas en Cuaderno de Choisy, primer diario del autor que, en la coqueta y elegante colección “Singladuras”, acaba de publicar Fórcola. Encontramos al protagonista de estas notas felizmente instalado en París con su pareja, después de una intervención quirúrgica y lejos de su Granada natal. El ánimo eufórico a ratos, a ratos nostálgico. No es extraña la añoranza en cautiverio. Y es inevitable (y doloroso) hurgar en la memoria. Arcas lo hace y le asaltan ausencias: lamenta la lejanía de los padres, extraña a su hijo, se demora en divagaciones y pensamientos que anota en su cuaderno.
El escritor, que es también editor y ha publicado libros de aforismos y poemas, cierra muchas de las historias que nos cuenta -la conversación telefónica con una amiga, una remembranza del pasado- con una apostilla moral para que el lector reflexione. Dice, por ejemplo: “Se escribe, sobre todo, para ensayar la vida fuera de la vida”. Y es que sus apuntes contienen, evidentemente, meditaciones sobre el oficio de escribir. Y también humor, mucho humor. Y también mala leche.
Sin embargo, lo que predomina en su cuaderno es la atención a la intimidad. Hay fragmentos muy emotivos dedicados a su hijo, hay páginas llenas de humanidad referidas a su hermano y su pareja. Hay confesiones y opiniones particulares que van conformando un autorretrato del protagonista. Y hay, por supuesto, espacio para las cosas que le rodean, para la vida social y política.
De esta manera, Arcas se encara con el mundo y escribe: “Estoy en Francia. Aquí he corroborado mis más fervorosas convicciones republicanas, mi sentimiento de la justicia para con los cabrones y los hijosdelagranputa que pueblan la tierra”.
Hay más de un personaje público retratado con encono en estas páginas, de ahí el exabrupto del ciudadano que -como muchos- está cansado de los abusos de poder, de la ineptitud y la hipocresía de una clase política (tanto da la tendencia) que solo busca la confrontación y la gresca. Aunque, la mayoría de las veces, Arcas se reconcilia en la palabra, en su cotidianidad doméstica: “Quiero que cada día sea un destino formidable, una noche donde nadie muera, por eso hablo desde aquí, encaramado a una torre, pero mirando desde el suelo”.