Ese instante

Unas frases que nos apretujaron e hicieron que seamos solo un cuerpo en ese instante. Ese instante en que aún no éramos nada pero que reflejaba que éramos todo.

Salí de nuevo con Estela. Me llamó al mediodía. Había terminado de ducharme luego de terminar algunos quehaceres de la casa, cuando en eso mi celular sonó. Sonó dos o tres veces creo. Contesté. Era la voz de Estela. Voz cantarina que avivaba mis sentidos.

Nos encontramos fuera de una iglesia, justo al frente de la plazuela Dos de Mayo, a seis cuadras del centro de la ciudad. La vi cerca de las rejas. Me abrazó fuerte. Sus cabellos olían a limón. Eso me gustó. Eran las 06.00 p.m. Estuvimos afuera durante diez minutos cuando entramos a la iglesia. Entre tanto Estela seguía a mi lado. Me tenía agarrado de la mano. La verdad que en ningún momento dejó de presionarla.

Cuando la liturgia terminó, una figura menuda se plantó ante Estela. Vestía un chaleco beige y un par de gafas sobre la cabeza. Llegaba junto a un niño de siete años. La mujer me saludó y de inmediato jaloneó a Estela hacia la calle. Escuché un alarido. Las seguí. El niño me miraba. En un instante el infante dijo algo. La mujer clavó los ojos en él y lo hizo callar hasta que estuvimos en el umbral de la iglesia.

A la media hora nos hallamos en una casa verduzca.  Por unos minutos los cuatro quedamos parados. Tengo la certeza que otras personas también estuvieron en nuestra misma situación porque me vi arrastrado a una pared donde colgaba un reloj polvoriento y cuadros con fotos de blanco y negro.

Miré a Estela. En algún instante sus cabellos rozaron mi cara mientras sus dedos bailaban con mis dedos. Quise decirle algo. Exigirle qué le había motivado a llevarme a tal reunión si fácilmente nos podíamos haber reunido en un parque o disfrutar de una cena los dos solos. Quedé callado, mirando como un conjunto de siluetas desfilaban por la casa hasta convertirla en un lugar sin salida. Miré de nuevo a Estela. Mis manos estaban a punto de descolgarse de sus manos, cuando en eso alguien levantó la voz, provenía de una de las puertas de la casa que daba inicio a un pasadizo, se trataba de una silueta de talla mediana, gruesa, de piel ajada y ojos rasgados. Es la abuela de Román, dijo la amiga de Estela.

Estela no movió la boca. Me apretujó más fuerte lo que me hizo sentir abrumado. Pero en sí, ¿quién era Román? ¿Y yo que hacía allí en medio de tanta gente que ni conocía? La recién llegada saludó a cada uno. Cuando estuvo frente a nosotros, quedé estupefacto. Su piel era blanca como la avena y su cabeza rojiza ya reclamaba un nuevo tinte para los cabellos. La mujer abrazó a Estela y a su amiga, acarició la cabeza del niño y me dio la mano.

Minutos más tarde estuvimos en un patio donde acondicionaron varias bancas y una que otra mesa. Recuerdo que comí dos platos de bistec y bebí una botella de gaseosa helada que no pude terminar. Estela se levantó de su asiento. Iba a pedir un tercer plato. En su ausencia me acerqué a su amiga. Se llamaba Fabiola y su hijo, César. Pregunté por la reunión y por qué la mayoría hablaba de Román.

Fue nuestro amigo, trabajó con nosotras, pobrecito, murió hace dos años. Por eso es la reunión. Quedé callado. En eso vino Estela. Traía un plato de bistec. Me miró fijamente. ¿En qué piensas?, me dijo. En muchas cosas. ¿Cómo cuáles? En la vida. ¿En la vida? Sí, en la vida que como un río a veces nos arrastra hacia donde nosotros no queremos, y cuando despertamos y queremos controlar la situación ya es muy tarde.

Por unos segundos nos quedamos en silencio, en eso Estela abrió la boca. Para mí lo que quieres es otro plato de bistec. No, para nada. A mí no me engañas. En serio.

Nos reímos.

Salimos al despuntar las 10:00 p.m.

En la avenida nos demoramos en parar un carro, entre tanto Estela y Fabiola cuchicheaban. En algún instante ambas se rieron. A los diez minutos solo quedamos Estela y yo. Nos abrazamos. Nos mantuvimos así hasta cerca las 11.00 pm. Nuestras manos estuvieron enlazadas con una fuerza que hasta hoy no olvido. Besé sus cabellos, aún olían a limón. Luego pasé a su frente. Frente pequeña y sudorosa en donde posé mis labios y mejillas para soliviantar en algo mis miedos y turbaciones. Pronto descendí hasta toparme con el pabellón de su oreja izquierda. Estaba escondido en el follaje negro que eran sus cabellos. Cuando me acerqué a este lugar me di cuenta que era cálido. Aquí me mantuve solo por unos minutos. Después me vi más abajo, en la explanada frágil y térmica donde escondí mi rostro y parte de mi cabeza. Era el cuello de Estela. Aquí no recuerdo cuánto tiempo estuve, solo puedo decir que en alguna parte de este periodo unas breves palabras afloraron. Unas frases que nos apretujaron e hicieron que seamos solo un cuerpo en ese instante. Ese instante en que aún no éramos nada pero que reflejaba que éramos todo.

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