La música y la memoria

Me gusta pensar en la música como una fuerza que te rodea siempre, que te afecta de diferentes formas y que te hace sentir vivo, aunque no lo sepas.

La música puede ser varias cosas a la vez: un lugar, un espacio o un momento. A veces es un trayecto en autobús o algo que se escucha, por algunos segundos, en la calle o atrás de una puerta o en los pasillos atestados de un centro comercial. Se escucha música de forma consciente o, también, se mantiene como un ruido de fondo en nuestras vidas. La música puede ser tan significativa que, en algún momento, queremos participar de ella. Hace un par de décadas compré un bajo eléctrico y, con un amigo que tocaba la guitarra, tocábamos covers de nuestros grupos favoritos. Después se unió un baterista. Ensayábamos, si el término aplica para lo que hacíamos, en un pequeño cuarto a un lado de la casa principal. Recuerdo pulsar con todas mis fuerzas las cuerdas del bajo para poder escucharme en medio del barullo de la batería y de la guitarra. Tocábamos sin ningún plan a futuro, aunque de repente fantaseábamos con presentarnos en algún festival o un bar. Sin embargo, no fuimos perseverantes y supimos, de alguna forma, que no teníamos vocación.

La música puede ser un bálsamo en una noche calurosa. La música puede formar, lentamente, una imagen que se transforma, se vuelve otra, mientras transcurren las notas. Glenn Gould, famoso intérprete de Bach, decía que la música del compositor alemán le servía para expresar ideas. Quizás Gould, famoso por sus excentricidades –su hipocondría o la devoción a un viejo Steinway que tenía abolladuras– pensaba que el teclado de su instrumento era una especie de máquina de escribir. Siguiendo esta suposición, el intérprete usaba la partitura como un palimpsesto: la obra original –pensemos, por ejemplo, en las Variaciones Goldberg publicadas en 1741– se convertían, en manos del pianista, en una serie de escritos superpuestos, voces haciendo espacio a otras voces. Quizás, mientras Gould tocaba encorvado en el piano, sentado en la pequeña silla que le había construido su padre, estaba contándose a sí mismo una historia. Por eso los balbuceos que acompañan su interpretación y el fervor con el que se mueve por el teclado. A Gould le interesaba que las teclas del piano ofrecieran la menor resistencia posible. Al contrario de otros pianistas que parecían combatir contra su instrumento, el genio canadiense hacía lo imposible para que las teclas fueran ligeras y reaccionaran a la menor provocación de los dedos. Como la magdalena de Proust basta el menor estímulo para abrir las ventanas a los recuerdos y a la ensoñación.

Quizá la música es, también, un no-lugar. Lo no-lugares, según el antropólogo francés Marc Augé, son espacios transitorios que pierden relevancia por el uso diario que les damos. Estamos tan ensimismados en nuestras vidas que tomamos la música como una especie de ruido de fondo. La rebelión, entonces, sería encontrar un momento para recuperar la capacidad de asombro ante una pieza orquestal o un danzón que exige una escucha atenta. Esos no-lugares muestran su verdadero valor a través del tiempo. Esos no-lugares, cuando son examinados a través de la memoria, pueden formar una cartografía de nosotros mismos.

Como en las Ciudades Invisibles de Italo Calvino cada recuerdo musical forma la calle de una urbe imaginaria: hay ciudades abstractas, ciudades confusas en su extensión o aquellas cuyas calles despiertan el deseo; algunas sólo viven en la memoria de sus habitantes y se extinguen con el último recuerdo. Entonces, mientras termino este texto, recuerdo las canciones de Radiohead mientras me dirigía en auto a dar clases. También cobra relevancia alguna noche en la que platiqué con unos amigos mientras una banda de rock tocaba en el escenario de un pequeño bar.

A veces, cuando se despliega la memoria musical, entra en juego el gusto, la vista y también el tacto. Me gusta pensar en la música como una fuerza que te rodea siempre, que te afecta de diferentes formas y que te hace sentir vivo, aunque no lo sepas.

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