La amistad entre Manuel Hempe y yo nació por la poesía y se afianzó por la cerveza. Una de las primeras veces que quedé con él, por romper el hielo o alguna lámpara, le propuse jugar a los dardos. Me aseguró que apenas sabía jugar; me confié y a las tres rondas constaté que aquella afirmación era, a todas luces (y eso que el bar era oscuro), imposible. Testigo de mi desconcierto, Manuel Hempe se me acercó, sonriente. El poeta es un fingidor, dijo, referenciando, naturalmente, a Pessoa. Mi elección de adverbio (naturalmente) no es arbitraria. Era, naturalmente, una referencia a Pessoa, pero también fue natural la manera en la que lo dijo. Lo dejó caer sin más, no se jactó de estar citando a uno de los más grandes poetas del siglo pasado, no hizo alarde de sus lecturas. Al principio creí que no nombró a Pessoa para no resultarme, como diría Bolaño, un Pessao. Sin embargo, conforme fui conociendo más a este perro romántico y, sobre todo, a medida que iba leyendo su ópera prima, Los alegres suicidas, comprendí que no lo hizo porque, simplemente, la literatura es algo natural para él. Tan natural como una cerveza o una partida de dardos
Los alegres suicidas es el primer intento de Manuel Hempe por escribir en prosa. Si me preguntan por el resultado de este intento, les diré, no sin envidia, que consiguió que una editorial tradicional decidiese apostar por su obra sin tener ningún otro antecedente. La gran mayoría de los mortales, sin embargo, solemos haber llevado una carrera de prosaicos (perdonen el juego de palabras) fracasos (una, dos, a menudo tres o más novelas fallidas cuyo único destino es el olvido) antes de conseguir esto. Y, aunque sólo este hecho ya debería ser una garantía de calidad, no puedo cerrar este párrafo sin añadir algo más: antes que narrador, Manuel Hempe era poeta, y escribió mucha poesía. Así, el lector atento se encontrará a menudo con formas poéticas de decir las cosas, maneras distintas de mirar al lenguaje, métodos que la mayoría de narradores de best-sellers a los que algunos estamos ya malacostumbrados han abandonado. Así, mientras que un narrador mediocre escribiría «[…] a pesar de todo. Era un tipo anodino», Manuel Hempe decide pensar bien no sólo en lo que está escribiendo, sino en cómo lo está haciendo, y nos deleita así: «[…] a pesar de todos los pesares. Era un tipo tal cual para cual».
El autor, para esta su primera obra, no ha querido jugársela con un tema que le es ajeno y ha decidido escribir de lo que conoce. Primero, por ser un gran lector de Kafka; segundo, porque el autor, aparte de escritor, también es abogado. Así, tenemos al kafkiano personaje de Franz Tell (el nombre resultó ser una fantástica coincidencia), que, en parte por algo de embriaguez y en parte por otros motivos, termina firmando un contrato que hará legal su propio asesinato, hecho que desencadenará todos los episodios que se irán sucediendo a un ritmo genial y cargado de ironía (cosa que se deja adivinar ya desde su título), durante el resto del libro.
No quiero dar más detalles, pues se trata de una novela de apenas 130 páginas. Si no he destacado antes su síntesis como una virtud, una de las que más aprecio en cualquier obra, aprovecho para hacerlo ahora. Sí puedo decir, gracias a la amistad que fue afianzando la cerveza, que ahora mismo anda metido en dos o tres proyectos más: tanto poesía como novela. Espero poder escribirles pronto reseñando algo de su nuevo material, y, si leen ustedes Los alegres suicidas, estoy seguro de que lo esperarán también.
Pero, como de momento sólo queda esperar, me limitaré a hacerlo como sugiere él ya desde la página 8: sin nada más que un bolígrafo, libreta y mi única vestimenta. En conclusión, una vida feliz.