Los monstruos de Mary Shelley

El auténtico monstruo de Frankenstein no es la criatura, sino su creador. Nos aterra la muerte, pero más aún nos aterra la idea de que alguien pueda volver de ella o de que esta pueda tornarse vida.

Casi ninguna historia sobre seres que vuelven a la vida acaba bien, salvo Dragon Ball. Las leyendas de vampiros, zombis y otras criaturas de ultratumba siempre marcan una frontera clara entre el mundo de la vida y el de la muerte, y nadie que la haya cruzado en un sentido puede volver sobre sus pasos; ni siquiera la desafortunada Eurídice, la amada de Orfeo, que con su música logró conmover al mismísimo Hades. Las criaturas de la muerte como los zombis ya no son las personas que murieron, sino seres sin alma, porque la muerte no tiene una.

Viktor Frankenstein ignora todo esto al alumbrar a su criatura: le da forma con trozos de cadáveres, arma sus partes con carne muerta como si de un pastel se tratase, crea de la nada un ser a partir de materia sin alma. Por ello, lo más perturbador de la Criatura –su creador nunca le da un nombre, negándole así una identidad– es que en ella nace algo parecido a un alma y un intelecto: no está vivo, pero tampoco muerto, ni siquiera es una “máquina biológica” como podría ser un zombi.

El auténtico monstruo de Frankenstein no es la criatura, sino su creador, quien desafía dos principios: que no se puede volver de la muerte y que la esta no puede tener alma. Y es que nos aterra la muerte, pero más aún nos aterra la idea de que alguien pueda volver de ella o de que esta pueda tornarse vida: implica invertir el orden natural de las cosas. Años después de la publicación de su novela, Mary Shelley diría: ¿Cómo pudo una joven chica como yo pensar y recrearse en una idea tan espantosa?

La relación de Mary Shelley con la muerte fue constante: su parto llevó a su madre a la tumba y tres de sus cuatro hijos perecieron muy jóvenes. Incluso su primer acto de dar vida fue en el campo de la muerte: perdió la virginidad en un cementerio, refugio para su relación con un hombre casado. Y aunque escribió muchas otras obras, sólo sería recordada por la historia de terror que había nacido en un verano lluvioso a orillas del Lago Leman, una visión que tuvo al acostarse:

Vi al pálido estudiante de artes impías arrodillado junto a la cosa que había creado. Vi el espantoso fantasma de un hombre tendido y luego, como accionado por un potente mecanismo, dio señales de vida y se agitó con un movimiento inquietante, antinatural y tan espantoso como era, pues sumamente espantoso sería el resultado de cualquier esfuerzo humano por burlarse del estupendo mecanismo del Creador del mundo.

Vicktor Frankenstein desafía a la naturaleza y paga muy cara su afrenta. Condena a la soledad a su Criatura, un ser destinado a no tener ningún lugar en el mundo: solo lo tendría a él, su creador, pero este lo rechaza. La Criatura se venga matando a sus seres queridos y condenándolo a él a la misma soledad y sufrimiento: al final, su obsesión por crear vida solo le ha traído más muerte, como para reafirmar que esa es una frontera de la que no se puede volver. No en vano Shelley escogió el subtítulo de El moderno Prometeo, el titán castigado a permanecer encadenado mientras un águila devoraba su hígado por toda la eternidad: un sufrimiento sin fin aguarda a aquellos que se atreven a desafiar a la naturaleza.

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