Alguien cierra una puerta de golpe y de pronto cancela un pasado reciente que, a buen seguro, va a seguir latiendo como un dolor insoportable en un futuro más o menos próximo. Alguien se marcha de un mundo lleno de infortunios y pesares e, inevitablemente, abre una ventana que desemboca en un paisaje gobernado por la incertidumbre. Todos llegamos y nos estamos marchando continuamente de algunas personas, de algunos lugares. Todos cerramos una puerta por última vez y no lo sabemos.
Una de las maneras de llegar a ese silencio espectral, irrevocable, es esta: dos seres se conocen al azar y se enamoran. Viven días felices, noches de gloria. Pasado un tiempo, formalizan un compromiso que conlleva un buen número de deberes y renuncias. Pasado más tiempo, llegan los frutos de esa pasión quizás ya agotada. Siguen viviendo días felices, noches sin gloria, luego menos días felices, después solo días. Suceden, más tarde, desencuentros y disputas. El tesoro del amor se ha roto.
La institución matrimonial, sagrada e inquebrantable a lo largo de siglos, es un edificio que, cada vez con más frecuencia, se viene abajo. La escritora canadiense Rachel Cusk documenta en su libro Despojos (Libros del Asteroide) ese derrumbe traumático. La novela, publicada originalmente en 2012, causó un enorme revuelo en el mundo del feminismo por cuestionar algunos de sus patrones elementales. La autora, una vez divorciada, invierte los roles sociales para erigirse en madre y en padre a la vez, de manera que es ella quien sostiene la economía doméstica y quien entrega una pensión a su exmarido. Relato psicológico disfrazado de ensayo, Despojos es el pecio de un mundo escindido en dos mitades: el órgano vital sustraído del cuerpo mediante una cirugía invasora y letal.
Hay un lenguaje común en los amantes que solo ellos conocen y comparten. Un lenguaje de gestos, miradas y palabras que cifran su intimidad. Ese código secreto queda en suspenso cuando uno de ellos se aleja del otro definitivamente, pero deja una secuela indeleble en la memoria de ambos. La enfermedad resultante de esa intimidad disociada, huérfana de afectos, recibe el nombre de nostalgia. Hay un pasaje en la novela de Rachel Cusk en la que esta quiere volver con los suyos al lugar de todos los veranos: no es consciente del dolor al que se expone. Tampoco del ostracismo al que le condenará la sociedad en la que vive.
Todos hemos sufrido, alguna vez, el trauma de una separación: ese infierno que se rebela de súbito al oír los golpes de la lluvia en un cristal o al escuchar una melodía familiar en la soledad de la noche. Todos hemos recibido el golpe de la melancolía al mirar un paisaje que en el pasado contemplábamos con alguien, al descubrir una fotografía guardada -secretamente- entre las páginas de un libro. Si hay una manera de mitigar ese sufrimiento es mirar ese infierno con cierto grado de benevolencia, nunca con odio. Porque todos volvemos al pasado y necesitamos purgar las heridas. Porque todos cerramos una puerta por última vez y no lo sabemos.