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Memorias de una ajena soledad

Esos sueños irrealizados serán la loza que cubra donde sea enterrado al dejar de lado la vida.

A quienes el olvido les ha mantenido vivos

Muchas cosas me han contado. Uno, como siempre, selectivo tal cual dicta absolutamente nadie, elige qué escuchar y con qué continuar. Esta vida de la que escribo no es mía, aunque quizás se mire atravesada y bastante trastocada. Pero, ¿qué es en realidad mío? Apenas sale de mí ya no me pertenece nada. Me contaron de él, decía, desde hace años. Incluso hay recuerdos que se cansan de narrarme y yo simplemente no recuerdo. Algo que, sin embargo, sí tengo presente es ese recuerdo de él siempre en soledad. Incluso, me atrevo a decirlo, cuando en su tiempo tuvo compañía. Hay quienes así crecen, y mueren, porque no saben compartir el tiempo suyo, ni tampoco pueden compartir espacios ni mucho menos vida. Van relegando la convivencia hasta que terminan por afianzarse a la idea de desaparecer. Llegar a la novísima circunstancia de los cuidados y el requerimiento de la compañía para la supervivencia es el más duro de los cambios para quien no ha estado jamás consciente de la dependencia ni los afectos. Para él, es siempre su ley, siempre lo que ha dicho, porque no ha tenido nunca quien le imponga una realidad que no sea la suya, que no sea la de todos. Es inteligible, y sin embargo no plausible, que la manera en que se miran pasar los días no sea lo mismo para nadie. Pero la realidad, dura y a veces poco afable, es, si no una para todos, sí dueña de nosotros sin siquiera desearlo. Una imposición de la que nadie se zafa más que estando muerto. Hay cosas que, de manera individual, pueden modificarse. La realidad, para suerte de todos, es colectiva. Para esas personas predominantemente solitarias, el buzón de quejas es la continuidad de los días, y es, también, las personas que dejan persuadirse o violentarse o manipularse, porque hay que decir que la soledad que les aqueja los hace vivir en una realidad alterna, infame, llena de espejismos y poca cordura. Aquella realidad también, ciertamente, termina por ser colectiva. Él era así; aquello me contaron. Luego, ahora, vine a comprobarlo. Nada imploraba más que, aunque sus años restantes de vida parecieran ya pocos, la realización de unos sueños lejanos, pero duraderos: fueron los únicos que siempre tuvo y los únicos que, también, por un ajeno cúmulo de circunstancias, se llevará a la tumba. Esos sueños irrealizados serán la loza que cubra donde sea enterrado al dejar de lado la vida. Ante la soledad y la falta de certeza, uno creería que lo que resta es la muerte. Él no lo deseaba. Quería, como le escuché decir alguna vez, durar diez abriles más. Vaya poética la de su letargo y su empecinamiento, y su cotidianidad. Bohemio él sin siquiera buscarlo. Hijo de padres olvidados en su memoria a los que la consciencia le ha pedido dejar de pensar porque el arrepentimiento sólo provoca inconsistencia; e hijo, también, de la soledad y el desconcierto, de lo inefable. Hijo de los puertos que alguna vez visitó y de los que creyó adueñarse. Hijo perdido. Dueño, aunque ilegítimo, de un destino inexistente, y de un pasado modificado por la demencia y la vejez. Pero, propietario, eso sí, de esa barba raída, de esas ropas vetustas, de ese polvo incrustado en el armario. Dueño de esa incompleta casa gris. Dueño del espacio que habita su cuerpo. Cúmulo de recuerdos que quisiera olvidar pero no puede. 

Tanto me han contado de ti últimamente que sueño a veces estar viviendo tu vida, cuando te extiendo mi mano y miro tu lenta aunque perenne recuperación; pequeña pieza de compañía; y te sueño, a veces, arrastrando tus pasos porque el esfuerzo de levantar esas piernas, que cargan con décadas de desdicha y honra, además de una enfermedad degenerativa, parece para ti una labor titánica,y entonces debes apoyarte de un aparato metálico incómodo que es como un sustituto de tus extremidades. Vaya sueños. Reclámadme alguna vez por soñarte en terribles condiciones. También, tienes un olor particular; también lo sueño. Ese olor a años, a décadas de haber sido el más insufrible e incomprendido de los seres, víctima de tus proezas y tus desventuradas aventuras. Víctima y héroe de ti, de tu tiempo. Y debo decir que la narración de tu extenuante soledad me ha brindado compañía; y, tus historias, me han hecho mirarme lejano, aturdido por lo que no quiero, y, quizás más consciente de la impostora realidad, tampoco habría deseado para ti. Y, a veces, casi siempre, comprendo que tú eres el menos culpable de tu vida, aunque todos piensen lo contrario, y aunque probablemente tengan razón pero… ya de nada sirve revictimizarte. Suficiente es ya tu, nuestra existencia. Yo te creo y quiero creerte. Yo sé que tu realidad, la antes descrita por mí aunque armada plenamente de lo dicho por ti y tus cercanos, implora, en esencia, una libertad, aunque en compañía. Debo decirte que no dejes de buscarla; sin embargo, tampoco quiero mentirte, y he confesar entonces con muy poco tacto lo poco factible que me suena tu anhelo. No es incapacidad lo que miro, sino un exceso de realidad y escasas oportunidades. Pero quién soy yo, para decirte a ti, a tus años. No. No dejes de buscarlo, te imploro. Que si tus sueños te han durado desde aquellos tiempos de la guerra fría, habrán de sobrevivir a la irrealidad tuya de tus años más inciertos y crueles. Estos de ahora, estos de hoy. 

Te recuerdo, siempre, en soledad, en la que te construiste, en esa que manipulaste y viste desmoronarse, hasta que el destino o la suerte o la infortuna vinieron a imponerte otro gobierno, reformado ya, alejado por completo de cualquier dictadura y, más bien, erigido en la democracia. No es lo que hubieras querido, pero sé, también, que a tu edad, aunque parezca difícil de comprender, sabes que el tiempo nos sitúa en momentos que uno piensa improbables hasta que vienen a soplarnos la calidez a la cara. Te recuerdo en lágrimas, tuyas, también, y puntualizo porque, te confieso, yo nunca te he llorado. Te recuerdo en las palabras de tu difunta esposa que, con el perdón de todos, debe estar mejor allá, dondequiera que ahora resida. Que si alguien ha de cuidarte es ella, y tu madre, tu dadora de vida, aunque tu testarudo comportamiento te imponga a no pensar en ella. Lástima que estás a voluntad de tus recuerdos. También, te recuerdo en tu impaciente voluntad, en tu inmediatez; sentado en aquel sillón polvoso y en el frío incesante de los inviernos en que te visitamos y nos recibían con un abrazo cálido, o al menos hasta donde permitía tu gelidez, tu constante no sentir porque quién diría que creías que mostrar afecto disminuye tu hombría. Vaya daño que han causado los estragos de las normativas.. Te recuerdo. 

Armé de ti una idea, una memoria, aunque te mire a diario y se modifique al ritmo en que giran los engranes. Y ahora, lleno de realidad, miro lejano el momento en el que cualquier cosa pueda suceder, o sucederte. Ha llegado la hora de respirar, de retroceder, de esperar. El tiempo debe pasar para ti inquieto, áspero, como si pendiera tu tiempo de un cimiento tambaleante. Pero, continúa, y sólo debes aguardar. Aguarda, sigue arrastrando tus pasos, lento. Que lo que resta de tu cuerpo te permita seguir avanzando hacia lo que llamas (tu) libertad. 

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Por Demian García

Lector permanente. Devoto de la poesía y el fútbol. Escribo, hablo y habito en Revista Purgante, Interferencia IMER y Diario 24 Horas.

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