Importa poco que naciera en Vilanova de Arousa en 1884. Que a los trece años se embarcara rumbo a Argentina como polizón. Que fuera expulsado del país por escribir panfletos revolucionarios. Que fundara un periódico de corte anarquista en el que colaboraba Kropotkin. Importa poco que durante toda su vida fuera un solterón empedernido; que a finales de los años cuarenta se instalara en un hotel hasta su muerte, en 1962. Importa -por encima de todo- que viajó a muchos lugares, que volvió y contó lo que había visto de forma sobresaliente.
Comencé a leer a Julio Camba cuando empecé a escribir en un periódico, hace más o menos cinco años. Hasta entonces su nombre solo era -para mí- el nombre de un articulista de otro tiempo. Y el articulismo, dicen algunos, nunca ha sido un género literario relevante, sino un género menor que, sin embargo, él engrandeció.
Son muchas las editoriales españolas que los últimos lustros están reeditando la obra del autor: Fórcola, Renacimiento, Libros del K.O., Pepitas de calabaza. Fue precisamente una antología publicada por este último sello –Mis páginas mejores– la que me reveló por primera vez todo el potencial y la maestría del escritor. Ahí estaban todos los Cambas posibles: el cronista de la vida de Madrid, el corresponsal en el extranjero, el analista cultural, social y político. Un hombre capaz -ni más ni menos- de encerrar la visión de un mundo (enorme o minúsculo) en una píldora de quinientas palabras.
La recopilación Maneras de ser periodista puede ser una buena puerta para entrar en su universo. Sin ser un manual de estilo, uno aprende en él la mecánica de su escritura: la precisión a la hora de nombrar, de ejecutar las pausas, la cadencia de una prosa medida con metrónomo. Si ese texto es técnicamente aleccionador, sus Crónicas parlamentarias alumbran otra de sus facetas: su habilidad para el humor y la ironía. Pocos escritores -quizás solo Paco Umbral- han sido capaces de caricaturizar con más sarcasmo a un político. Camba lo hizo desde las páginas de un diario republicano después de escribir en periódicos anarquistas y lo hará, posteriormente, en ABC, desde una posición afín al régimen franquista.
Mis últimas lecturas del periodista gallego han sido recientes y casi simultáneas; es decir, una me ha llevado a la otra. Su penúltimo libro, Ni Fuh ni Fah, nunca reeditado desde su publicación en 1957, me llevó a La ciudad automática: un título pendiente. Leer sus crónicas neoyorquinas (qué dislate, esperar 46 años para llegar a esta maravilla) deja la sensación de haber bebido páginas inmortales de asombrosa actualidad, a pesar de que fueran escritas hace casi un siglo. La mirada crítica de Julio Camba -su natural inteligencia filosófica- resulta aquí espectacular. Con la misma capacidad analítica de un sociólogo versado en antropología, se sumerge en la vorágine de la ciudad norteamericana para satirizar una forma de vida en la que el dinero y la explotación del individuo priman por encima de todo. Una ciudad, con unos engranajes perfectamente articulados por el poder, que deja de lado al ser humano y lo lleva a una automatización mezquina donde todo vale: la humillación, la segregación racial, la especulación a gran escala. ¿A quién no le suena esta música?
Su libro Ni Fuh ni Fah, reeditado ahora por Pepitas de calabaza, apareció cinco años antes de su muerte. Los artículos que reúne aquí el solitario del Palace -así le llamaban- muestran a un periodista maduro e ingenioso, con poderosas armas narrativas y de oficio depurado y preciso. Camba es un observador mayúsculo de la realidad y cuestiona continuamente los tópicos culturales y sociales de su época. Y nos deja, en cada página, una enseñanza moral para el presente. Hay aquí notas de sus viajes por Inglaterra y Portugal fechadas en los años treinta, cuarenta, que podrían haberse escrito esta mañana. Julio Camba, por lo tanto, sigue estando entre nosotros. Y no envejecerá jamás. Sus artículos certeros, sus crónicas incisivas -esos dardos afilados contra la modernidad- tiemblan todavía.