Contar es desgastante, sobre todo cuando sabes que esa cuenta puede no parar jamás; o, en cambio, parar abruptamente, para no seguir contando nunca más. Yo, por acá, dejé ya de contar los días. Sólo veo al sol y a la luna intercambiar su posición. Miro el polvo acumularse entre los libreros. A mi cabello y a mi barba inquieta crecer. Miro a mis amigos alejarse; a mi relación con la virtualidad extenderse. He prescindido de los nombres propios del tiempo. No hay días. No hay semanas. Hay, sin embargo, lo que queda de vida, lo que resta del tiempo sin nombramientos fastuosos que dividen los lunes de los martes, o los domingos de los lunes.
No hay relojes en la pared. No hay tiempo ni instante por el que valga la pena detenerse a mirar por la ventana de los vidrios rotos. Hacia afuera sólo melancolía, corriendo por las calles de la mano de la más grande de las desgracias. Y van asomándose al interior de cada uno intentando unirnos a todos a su festín, pero son pocos los que aceptan, y asisten, y luego ya nada se sabe de ellos. Y se logra ver, dentro de esas ventanas polvosas, que hay silencio, y ensordece. Silencio, de entre lo cotidiano, de ruidos estridentes y lascivos, de charlas que son escapes. Hay silencio en esas reuniones virtuales que de tantas que son parecen el nuevo virus. Hay ruido de trastes en la tarja que se van apilando sin mesura al menor de los descuidos. Y eso es dentro, en ese búnker personal que son las paredes del hogar, como espacio blindado por una nostalgia perenne. No es apología bélica, sino de resguardo y escasa ventura.
Sin embargo, fuera, allá donde ahora al salir parece uno estar pidiendo a gritos morir atravesado por una lanza si uno lo hace con la confianza plena de que nada ha de sucederle; o, por el contrario, armado como dictan unas nuevas reglas puestas a disposición por instancias sanitarias. Allá fuera. Afuera. Cada día todo vuelve a verse más gris. Las calles ya no son tan silenciosas como antes. Las reuniones están volviendo a ser lo que eran, como sea que alguna vez hayan sido. Y, por otro lado, no hay situación que no se haya visto alterada o modificada por la actual coyuntura que estamos atravesando, padeciendo. La vida, ese instante, que a veces parece avanzar a marchas forzadas. Desde ese perpetuo uso de artefactos y la mascarilla que nos hace emular al mejor de los soldadores, hasta el desgastante (por lo aburrido y perenne, sobre todo) lavado de manos que parece no va a cesar nunca. Yo, al menos, ya no puedo soltarlo. A pesar de los meses, creo que es lo único que no ha dejado de ser practicado con constancia. Luego, ese eterno ejercicio sanitizador -vaya palabra que se ha vuelto la más usada de este año tan amorfo- para con las compras, la ropa, cada cosa. Si uno decide salir, ha de volver a casa a desnudarse por completo, darse una ducha y lavar la ropa con el más fino y funcional de los jabones que se venden en los supermercados, como si se tratase del videojuego o el celular de moda. Poco falta para que se anuncie la preventa de un jabón maravilla y corramos a formarnos a por él a la tienda más exclusiva de la colonia.
No ha habido, por el contrario, evento que se salve del virus –mismo que, por efectos prácticos y evasivos, sólo llamaré así: virus–, ni con jabón maravilla ni con gotas mágicas, nada borra su malicia, ni mucho menos sus estragos. No lo ha habido, ni lo habrá. No lo habrá. Nada volverá en su misma forma. Ojalá. Tampoco es que las cosas con anterioridad estuvieran muy bien. Quizá estemos muy cerca de conseguir siquiera un cese, quizás no. Dicen, ahora, apenas hace unos días, que sí, que vamos a la baja, que los números no mienten y que, según las estadísticas, ya estamos más para allá que para acá. Me pregunto si el allá será el sepelio y el acá la sepultura. Vamos, se ha visto en países varios, en Costa Rica, en algunas regiones de los Estados Unidos, en Corea del Sur, en Italia, por ejemplo, que se cree haber conseguido una disminución y un buen manejo de la pandemia, y, por ende, un vuelco a una normalidad sin precedentes, y resulta luego que un rebrote se hace presente y se magnifica, aunque en menor proporción a la otrora (y primera) ola de contagios, y hay que volver a guardarse indefinidamente, o por lo menos un buen tiempo, y retomar las medidas precautorias y cuasi apocalípticas y, si gustan, exageradas, todo por haber relajado las medidas sanitarias previamente por haber creído que todo iba bien. Una especie de sorteo en el que todos perdemos. Pero, apenas hace unos días, decía el mandatario que no habría rebrote, ni del virus ni económico. Vaya espacio de confianza cuando no conozcamos bien al virus a pesar del tiempo que lleva rondando nuestra materialidad. No del todo, al menos. No podemos verlo, siquiera, y acaba con nosotros. Nos tiene atados de brazos y piernas al concreto de las paredes del hogar; ese bunker. Porque es más válida la exageración misma disfrazada de genuina prevención que un lamento a posteriori por haber hecho todo mal, por no haber hecho nada, o por haberse engañado sin ningún remordimiento. Y, aun así, hemos perdido, hemos perdido mucho. Las muertes: todas son nuestras. Los golpes de pecho y los lamentos son inútiles (aunque si quieren necesarios) ante la fortaleza y resiliencia del virus, de sus estragos, de su dominio cuando uno fue a tocarle casi a la puerta exigiendo que habitara nuestro cuerpo. Me refiero a la insalubridad propia de las salidas innecesarias, de los escapes por hartazgo de los que se jactan, nos jactamos, muchos, enunciando fuera de sí que estamos hartos ya de estar encerrados… Y cuántos no han muerto por ese egoísmo ensordecedor que parece estar cegando el propio sentido de comunidad y corresponsabilidad. Las muertes son nuestras, nuestras. Nuestras porque golpean la realidad propia, la de los cercanos, la vida misma, la ajena; y a diario las miramos cerca o lejos, pero permanecen, ahí, creciendo en número y en lamento y en desfortuna. Que, si bien a veces le miramos de lejos, no deja de ser de uno. Porque no se vale ser ciegos ni desgraciados. Es casi imposible. Aunque, a pesar de ello, hay muchos que caminan sobre charcos sin miedo a mojarse las piernas. Y no puedo, yo, dejar de pensar. Pienso bastante… Una amiga, con quien hablo regularmente, me escribió hace unos días. Alcancé a mirar de reojo en el teléfono que se dibujaba una cara triste, y que ornamentaba funestamente el mensaje. Dejé lo que estaba haciendo y me puse a leer. Falleció el esposo de la señora que te platiqué hace un par de semanas, me dice. ¿El esposo de la señora que también falleció?, le digo. Él, me responde. Son los abuelos de un amigo, espetó. Como recordándome la importancia de nombrar. Y se creó un ínfimo silencio, bastante ensordecedor, y bastante perceptible para todos los kilómetros y pantallas que separan su hogar del mío. Dejamos correr el tiempo. Continuó cada cual con lo que estábamos haciendo. Aunque, conociéndola, estoy seguro que después de haber recibido la noticia no pudo más que tratar de no hundirse. Qué pena no poder correr a abrazarle, pensé para mí – y lo sigo pensando ahora, mientras escribo esto, después de haberle escrito hace unos minutos para saber cómo se encontraba.
Es como si el tiempo que la vida le dedica al consuelo y al contacto que reconforta estuvieran en una pausa interminable, que cada vez resuena más lejana a ser reanudada. Hemos dejado todos de contar. De consuelo nos ha quedado el tiempo, ese mismo que desde hace meses para transcurrir a un paso indetectable, no medible. Se ha dedicado sólo a pasar. No toca a la puerta, sólo se asoma por la ventana. Y entonces vuelvo a la conversación, a leer lo que me cuenta de quien miraba símil de su abuelo. Era un hombre viejo, bastante trabajador, entregado a sus labores y a su gran amor. Yo decido omitir nombres por respeto, aunque el dolor y esas muertes, que son de todos, basten para darle nombre a todo esto. Es importante nombrar, decía yo. Esto no puede ser nombrado sin sentir que todo se deshace. Me cuenta lo difícil que fueron sus últimos días, o meses, repletos de un dolor que permaneció en silencio para no preocupar más a su esposa. Lo dio todo y no pudo más ya. Porque así es la existencia: dura hasta que se termina: hasta que ya no se puede más. Yo, acá, sentado, transcribiendo esto de la libreta a la computadora, no sé por qué razón me encuentro queriendo llorar. Por supuesto que no conocía al señor, ni a la señora. Quiero creer que es un rasgo normal de la melancolía y de estos últimos tiempos, el sentir hasta las costillas la muerte de quien sea. Las muertes que son de todos. Que deben nombrarse.
Ya que logro contener el cúmulo de sensaciones, vuelvo a un mensaje particular de la conversación, uno que evoca unión eterna, compañía y resistencia. Ese amor inexplicable y siempre tan inverosímil. Me cuenta que, omitiendo detalles que puedan vulnerar cualquier situación, cuando fue el entierro de la señora, quien fue la primera en acaecer, pidió, el señor, que se hiciera más grande la sepultura, porque tarde que temprano iba a alcanzarla, pensó para sí, y quería estar ahí, con ella, aunque el corazón y el resto del cuerpo estuvieran apagados ya, la compañía y esa resistencia no iban a terminarse ni luego de óbitos. Seguirán, pienso, transitando juntos por el camino que sea que ofrezca la muerte. Ahí, en ese lugar, ya no habrá luz que pueda apagárseles. Aunque probablemente las ventanas en ese lugar también estén rotas, será un placer para ellos mirar afuera sin sentir remordimiento.
Cuando recuerdo esto que antes cuento, y releo para corregir, y me distraigo con nimiedades, pienso abandono a momentos todo pensamiento. O lo intento. A ratos, he venido navegando entre libros y libros, y correos electrónicos, y trabajo, y un mundo de puro quehacer estos últimos meses, y en particular estos últimos días. Luego, desde que supe la noticia, pude abordar pensamientos añejos, como absorbido por un minimi que recorre mi mente. Y pienso que, si yo me encuentro así, ella, mi amiga, debe no poder contenerse, y trato de calmarme y vuelvo a preguntarle cómo sigue y cómo está. Ya han pasado días. Y digo o sólo lo pienso, para mí, que estoy harto ya de estar enviando abrazos por mensajería instantánea porque es como jugar con el contacto y la legitimidad del cariño y la compañía y el amor. Pero es lo que todavía nos queda. Y en mi enojo o tristeza, rememoro que tampoco he abrazado como quisiera a los míos. Y pienso que mi amiga tampoco a los suyos. Me pregunto cómo estará siendo el consuelo, su confrontación con la pérdida. Y pienso en la familia del señor y la señora que fallecieron, y cómo fueron sus últimos días juntos, y cómo fueron los últimos días de él sin su esposa, sin un consuelo tangible, sin ornamentos, llorándole a la nada. Esperando un reencuentro. No hay consuelo aparente a como lo conocíamos. Lo único nuestro es el dolor. Y así mandan decir: que aprendamos a vivir con ello y que nos vayamos acostumbrando porque esto parece que no volverá a ser jamás lo mismo. Y lo digo con la nostalgia de un lejano inició de año que parece que fue hace miles. No lo será. Debe ser entonces un alivio para los señores el saber que nada será igual. Seguro que donde están piden a los suyos que sean pacientes, que llegará alguna vez el momento en que puedan, todos, volver a abrazarse. Entretanto, yo vuelvo a la charla con mi amiga, y seguro no sé qué quiero decirle por que pasa ya de la medianoche y yo no me desenvuelvo igual que si fuera mediodía. Seguro voy a preguntarle nuevamente cómo se encuentra, como queriendo sentirla mejor a cada ocasión, y probablemente se haga de nuevo un silencio. Un silencio que se pueda contar. Que pueda ser nombrado.