Un mismo mar pero no un mismo barco

Este mundo que siempre se ha erigido por clases sociales, incluso donde se podría pensar que no las hay, ellas siempre están presentes

Las últimas pisadas del verano, los últimos días de septiembre. Diez sombrillas se divisan a lo largo de toda la playa. El verano se terminó y algunas personas que siguen yendo se niegan a aceptarlo. En este verano atípico por la epidemia -aún vigente- de la Covid-19 se ha comentado mucho la frase: Todos estamos en el mismo barco; sin embargo, la realidad es que como bien apuntaba un tweet que leí (quiero recordar que fue así): No, no estamos en el mismo barco. Estamos en el mismo mar, solo que unos en yate, otros en lancha, otros en salvavidas y otros nadando con todas sus fuerzas.

Disfrutando de los últimos rayos de sol y recordando esta frase, aparece un chico senegalés, cuyo nombre no pondré por respeto a su intimidad, al cual llamaré M. Recorre toda la playa para vender un par de fulares o pañuelos que todos y todas tenemos en nuestra casa decorando una cama, una pared o un sofá. 

Durante estos días sin tanta gente M. se ha dado a conocer más. Ha contado su procedencia, Senegal, y su edad, veintiséis años. Es un joven que ha vivido situaciones tan duras que ni una persona en cien vidas. No quiere dar muchas explicaciones, o, tal vez, es un escudo de protección. Puede, también, que quiera contar más, pero su español, como bien dice, lo limita: Poco a poco voy aprendiendo, una palabra nueva cada día. Aparte del castellano, comenta que habla francés y su lengua materna: el senegalés. 

Una mujer lo escucha hablar con otra señora; ésta le habla rápido. Él la mira y sonríe, no sabe muy bien lo que le dice, aunque los presentes tampoco la entienden. La primera mujer, a la cual llamaremos L. para preservar también su intimidad, le dice que no se preocupe, que sabe lo que es estar en otro país y que te hablen rápido y, lo peor, no ser capaz de procesar una palabra. Frustración y agobio. L., española, vivió muchos años en un país del norte de Europa como inmigrante, fue con un contrato de trabajo con tan solo diecinueve años. Un nuevo país, un idioma que en su vida escuchó, pero con la seguridad de tener un contrato y un tono de piel y rasgos que no resaltaban. Con el tiempo, pudo escalar profesionalmente, tener un buen puesto de trabajo y alegrarse por adquirir tres idiomas más del que sabía.  

No se puede decir que L. no sufriera alguna vez racismo, porque lo sufrió, pero al final se quedaban en hechos puntuales como ella misma afirma: Al final es mejor pasar porque esas personas solo buscan conflicto. En un país formado mayoritariamente por personas de diferente índole y cultura, no obstante, tenemos la otra cara de la moneda. Por donde vaya M. encuentra racismo: miradas, comentarios e incluso señalamiento. Él sabe que no todo el mundo es así, hay personas buenas y malas en todo el mundo, dice achicando los ojos. Jamás pierde la sonrisa. Espera tener un trabajo mejor en el futuro y ahorrar para estudiar. Sin embargo, este mundo que siempre se ha erigido por clases sociales, incluso donde se podría pensar que no las hay, ellas siempre están presentes. La migración de primera y de tercera es una realidad.

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